Cataratas del Niágara: una decepción viajera (o aquellas cosas poco explicables)


¿Qué esperarías encontrar al lado de un maravilloso accidente geográfico como unos caudalosísimos saltos de agua de 51 metros de alto por 945 de ancho?

Yo, ingenuo de mí, creía que franqueando el lado canadiense de las cataratas del Niágara habría bosques frondosos y sombríos. Y que, tras cruzarlos por una bucólica pasarela de madera, se abriría ante mí ese fantástico coro de chorros de agua que separan a Canadá de Estados Unidos y del que tanto había escuchado hablar –y tantas fotos había visto–.

Todo eso pensaba incluso hasta dos horas de llegar a la estación de Niagara Falls, cuando esperábamos el tren en la imponente Union Station de Toronto, ciudad en la que nos tocaba hacer una escala de cuatro días. Nos reinstalábamos en Barcelona tras vivir en Chile durante tres años, y la opción de Air Canada –con escala incluida en la capital de Ontario– era la más económica para desplazar las decenas de maletas que acarreábamos.

Y, ya que estábamos allí, las cataratas del Niágara se convirtieron, de repente, en una posibilidad sugerente. No nos habíamos informado demasiado sobre el destino –no eran nuestras vacaciones ni estaban planificadas como tales– y el hecho de haber pasado del frío julio santiaguino al cálido verano canadiense nos tentó a ir a pasar un día a la naturaleza.

Naturaleza. Ja.

Cuando las cataratas no es lo que más llama la atención

El tren se detiene en Niagara Falls, Ontario y en el exterior todo parece calmadísimo. La ciudad, en esa parte, está formada por edificios bajos, de apenas dos plantas, mucho verde y muchas casas con jardines delanteros perfectamente decorados. Como de película de sábado por la tarde en la 1.

Pero las cataratas quedan a unos 40 minutos a pie bordeando el río Niágara hacia el sur, a través de una acera rodeada de verde, y más que fácil. Lección uno: pese a la vegetación, el bosque no está; las cataratas discurren por un medio urbano.

A partir de ahí, lo inesperado.

De repente, ya un modesto hotel de tres plantas. Unos metros más adelante, aparece un torreón cúbico gigantesco que corona una macrocasa de apuestas y juegos: el Niagara Casino. Súbitamente, se erige ante nosotros una carpa inmensa –de unos 40 metros de alto por 150 de largo–: es un parque acuático cubierto. A continuación, un Sheraton de ¿cien metros de alto? –y cuya concepción arquitectónica es simplemente horrenda– hace acto de presencia.

Seguimos caminando hacia las cataratas y, antes de que se empiece a hacer sonoro su estruendo, se abre definitivamente en el horizonte cercano un amasijo vertical de cemento y cristal –más hoteles, más casinos, más restaurantes giratorios y más torres panorámicas amenazantes– completando un skyline que convierte a la amable película de tarde de la 1 en un thriller futurista-apocalíptico.

La guinda del pastel es la Skylon Tower, de 160 metros de altura. Una desconcertante Torrespaña canadiense con vistas privilegiadas sobre el paisaje fluvial y sobre la arquitectura de Niagara Falls.

Cataratas del Niágara decepción
Así de ‘amable’ y ‘humana’ es la arquitectura cercana a las caratas del Niágara, y así se ve desde la Skylon Tower. Imagen de licencia libre en Wikimedia Commons.

Todo, con unas cataratas inmensas y espectaculares al lado, claro. Porque, sin darme cuenta, ya las tenía a mano izquierda, abajo: las Horseshoe Falls (o las cataratas canadienses, las más grandes), las American Falls y la Bridal Veil Fall (catarata del Velo de Novia), estas dos últimas estadounidenses.

La desgracia de mi visita a las cataratas del Niágara es que ambas cosas –el skyline horrendo del lado canadiense y el espectáculo de la naturaleza que ofrecen las propias cataratas– se presentaron ante mí a la vez. Y mientras que lo segundo era más o menos esperado, lo primero no.

Cataratas del Niágara, una decepción
Las cataratas del Niágara –las Horseshoe falls, en la imagen–, pese a todo, son apabullamente bellas. Foto propia.

¿Por qué tanto hotel y tanto casino?

Resulta que todo empezó en los años 70, cuando la industria de Ontario flaqueaba y llamaba a abrir nuevos horizontes. Y Niagara Falls los ofrecían, sobre todo porque es desde el lado canadiense desde el que mejor se pueden contemplar las cataratas.

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En aquella época, el cambio entre dólares canadienses y estadounidenses favorecía a los primeros, y la edad legal para consumir alcohol, también –19 años en Canadá por 21 en Estados Unidos–. Ambos factores, unidos a la proximidad a los vecinos yanquis, hicieron de Niagara Falls, Ontario un destino proclive a aglutinar a visitantes, sobre todo cercanos.

Y, poco a poco, con la excusa de las cataratas, fueron proliferando del lado canadiense y en torno a la calle Clifton Hill hoteles, restaurantes, atracciones de feria –norias, tiovivos, casas del terror, museos de cera–, neones, edificios con forma de Frankenstein y coches colgando –sí–, carteles extravagantes y mucha sobreexcitación por parte de los visitantes. Y todo ello agobia un poco, sinceramente.

En los años 90, para más inri, el gobierno de Ontario decidió legalizar el juego y las apuestas, y aquello desencadenó el boom definitivo de casinos y hoteles que dio pie a lo que hoy custodia a las cataratas.

Desde Toronto se pueden visitar las cataratas del Niágara en un solo día y por libre: un tren conecta a la central Union Station (la principal de Toronto) con Niagara Falls varias veces al día, en unas dos horas y por 44 dólares canadienses (ida y vuelta), unos 29 euros.

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Otras cataratas habrían sido posibles

Que nadie sufra (tanto): disfrutamos de las cataratas, por supuesto. Porque son preciosas e impresionantes. Porque emociona ver cómo la naturaleza, en un punto del mapa tan insignificantemente pequeño, condensa tanta fuerza. Y porque te puedes acercar muchísimo a ellas y sentir la brisa húmeda de los saltos de agua en tu propia piel.

Sin embargo, el entorno de las cataratas del Niágara dio pie a la mayor decepción viajera que he vivido. Y, pese a que no soy nadie para juzgar a quien le plazca el entramado urbano de Niagara Falls y lo que puede ofrecer, a mí, su desarrollo urbanístico, me hizo reflexionar mucho. Porque otras cataratas del Niágara habrían sido posibles, igual que habrían sido posibles otro Lloret de Mar u otro Benidorm.

Cataratas del Niágara decepción
El Clifton Hotel, en 1921. Otras cataratas, a partir de ese punto, habrían sido posibles. Imagen de dominio público.

La naturaleza está ahí desde siempre, pero los humanos, a veces, somos tan irresponsables y arrogantes que la modificamos para sacar provecho a costa de su degradación. También en Canadá, sí. Si las cataratas hablasen… ¿Nos lo recriminarían?

Cataratas del Niágara una decepción
Imagen por Bob Collowan, CC BY-SA 4.0.

🗺️ Las Cataratas del Niágara




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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.

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