La curiosa vida de los Palacios Salvo y Barolo, los gemelos del Río de la Plata


El deseo de un puente luminoso a través del ‘río’ más ancho del planeta, arquitectura nacida de un poema, dos sucesivos récords latinoamericanos de altura, el reflejo espejado de los dorados y grandilocuentes años 20, tanto en su versión montevideana como porteña. Todo eso acarrean en su historia dos edificios gemelos que, a la deriva entre certezas y leyendas, se erigen como fortalezas medievales en el corazón de Montevideo y Buenos Aires.

Son los palacios Salvo (el uruguayo) y Barolo (el argentino), hijos del mismo padre pero con diferentes padrinos, y rondan la centena de años. Magnéticos e imponentes — y ambos declarados Monumentos Históricos Nacionales—, invitan a ser fisgoneados e interrogados. Al gemelo uruguayo lo conocí en 2017, en mi primera vuelta por ‘el paisito’. Fue el culpable de que, al pisar por primera vez Buenos Aires en enero de 2024, buscara con curiosidad a su hermano argentino, así como a las historias que atesoran.

Ahora, con conocimiento de causa, puedo decir que esta pareja de construcciones es absolutamente cautivadora. ¿De dónde salen sus líneas enigmáticas? ¿Qué comparten? ¿En qué difieren? Si os apetece, os invito a buscar respuestas a orillas del Río de la Plata.


Palacio Salvo

Plaza de la Independencia
MONTEVIDEO | URUGUAY

Construcción: 1922 | Inauguración: 1928 | Altura: 95 metros


El Palacio Salvo durante su construcción, en los años 20. Dominio Público.

«Si dejo elegir a mis pies / Me llevan camino del mar», dice Jorge Drexler en la canción que le dedica a su ciudad, Montevideo. Y, si le tomo el relevo en la capital uruguaya, diría que, en mi caso, mis pies me dirigirían hacia el Palacio Salvo.

En una ciudad generalmente llana, su casi centenar de metros lo convierte en el punto de referencia indiscutible y el centro del skyline local. A lo largo de la Rambla, desde la avenida 18 de Julio, desde la Fortaleza del Cerro… desde todos los rincones montevideanos dibuja una silueta inconfundible el Palacio Salvo. Porque aunque varios —y asépticos—edificios lo hayan superado en altura, ninguno de sus competidores lo alcanza en personalidad y solera.

Todo arrancó en 1922. Los vientos soplaban a favor en Uruguay: el sector agropecuario y las fábricas de papel, tejidos y sombreros florecían en un país que, al contrario de la inestable Europa, gozaba de una democracia asentada, calma y buenos augurios. El gobierno estimulaba la modernización, y posibilitaba emprendimientos fructíferos y rentables, también para los migrantes que llegaban desde Europa. Fue el caso de los hermanos Salvo, de origen italiano, quienes proyectaron un sueño en el centro de la ciudad que les había dado tanto: erigir el primer hotel de 5 estrellas de Montevideo.

No pudieron elegir mejor ubicación, justo allí donde se dan la mano la portuaria Ciudad Vieja y el nuevo epicentro de aquella pujante urbe. Fue pues, en plena Plaza Independencia, a metros de la antigua Casa de Gobierno, donde encargaron al arquitecto italiano Mario Palanti erigir el que, tras su inauguración en 1928, sería el edificio más alto de Latinoamérica.

Es quizá el estilo que lo define lo que más llama la atención del Palacio Salvo. De él dicen que se basa en el art déco, incorporando elementos neoclásicos, renacentistas y góticos, y no deja esto de ser algo elocuente cuando te plantas frente a él: es un edificio hijo de la vieja Europa, plantado en la nueva y soñadora América.

El sueño hotelero premium de los hermanos Salvo, sin embargo, no llegó a buen puerto. Pero no se puede decir que la casi centenaria vida del inmueble haya estado vacía de de emociones. Sus dos sótanos, planta baja, entrepiso, ocho pisos altos completos y quince pisos de torre acogieron residencias de artistas, tertulias literarias y las fiestas más sonadas de la burguesía montevideana; han alojado oficinas, salas de teatro, comercios, cafés, un estudio de grabación, un club de billar y hasta una antena de televisión. Y hoy, además de seguir dando cobijo a oficinas y ser sede del Museo del Tango, es el hogar de casi mil montevideanas y montevideanos.

Palacios Salvo y Barolo

Dos curiosidades extra. Una: en el lugar en el que se levantó se encontraba anteriormente la antigua confitería La Giralda, donde por vez primera se tocó la pieza que a todos nos viene a la cabeza si nos hablan de tango —uruguaya de gestación, por cierto—: «La Cumparsita». Dos: evidentemente, se cuenta que en sus largos pasillos se aloja un fantasma. ‘Es’ el de José Salvo, uno de los hermanos impulsores del edificio, que fue asesinado por un sicario pagado por su yerno en 1933, solo cinco años después de que el Palacio Salvo se completara.

Admirar su infinidad de balcones y ventanas y su prominente cúspide o deambular por sus soportales —donde ahora encontrarás cafeterías, casas de cambio o librerías— es tan fácil como visitar su interior y su azotea, por medio de las visitas guiadas que se realizan de lunes a sábado. Y es también una manera fantástica de teletransportarse a época de mayor esplendor de Montevideo, allá cuando Uruguay celebraba el centenario de su primera Constitución y el primer mundial de fútbol se acercaba a sus orillas.


Palacio Barolo

Avenida de Mayo, 1370
BUENOS AIRES | ARGENTINA

Construcción: 1919 | Inauguración: 1923 | Altura: 90 metros


Palacios Salvo y Barolo
El Palacio Barolo en los años 30. Domino Público.

Tras cruzar el Río de la Plata en barco desde Uruguay, nos plantamos en Buenos Aires a media mañana del segundo día del 2024. Desde la puerta de la Casa Rosada, en línea perpendicular, parte una avenida importante como pocas en Argentina: une la sede del Poder Ejecutivo con la del Poder Legislativo, en el Congreso. Es la Avenida de Mayo, y en su extremo occidental encuentro al gemelo buscado, el Palacio Barolo.

La ley de la comparación me lleva a evaluar al hermano argentino del Palacio Salvo sin poder dejar de tener en cuenta a mi referente uruguayo. Primeras observaciones: estilísticamente, ambos hermanos son más que similares. Sin embargo, este edificio no hace esquina y, de hecho, su torre está en el centro del mismo. Por ello, quizás, da la sensación de ser algo más esbelto que su gemelo vecino. También algo más pequeño y, en efecto, un pelín más bajo: 24 plantas —22 pisos y dos subsuelos— lo llevan hasta los 90 metros, a los que se les añade un faro que corona el conjunto (ya volveremos luego a él).

Si este edificio no hablara, nos quedaríamos simplemente con lo que hemos visto. Pero es que estos gemelos —ya os contaba— son bien elocuentes. Y lo que el Palacio Barolo nos cuenta es la historia de una pasión que bordea la obsesión.

Luis Barolo llega a Argentina en 1890, dejando atrás a una Europa convulsa. Es el primer hombre que trae hasta este punto del planeta máquinas para hacer hilo del algodón, y es un ávido comerciante textil. La fortuna que amasa le permite soñar en grande, y es en 1919 donde trama un plan tremebundo: construirle un edificio/homenaje a su gran ídolo literario, Dante Alighieri, para alojar sus cenizas y ponerlas a salvo de la guerra en Europa.

Para ello le encarga a nuestro amigo Mario Palanti un edificio que se inspire en la obra más célebre del autor: «La divina comedia». Y es entendiendo la estructura del poema del modo en que se puede captar mejor la esencia del Palacio Barolo: los subsuelos y la sección de acceso al edificio simbolizan el Infierno; entre los pisos uno y catorce se ubica el Purgatorio, que cada dos pisos muestra a uno de los siete pecados originales; y, finalmente, en la torre, arranca el Paraíso.

Evidentemente, las cenizas de Dante nunca llegaron a alojarse en el Palacio Barolo —sus restos siguen en Rávena, Italia—, pero la infinidad de elementos simbólicos y numéricos que hacen referencia a su obra tanto en su exterior como en su interior es asombrosa. Para muestra, una casi esotérica: en los primeros días de junio, a las 19h45, se alinea sobre el faro que corona el Paraíso del edificio la constelación de la Cruz del Sur. No en vano, el propio Dante menciona a este conjunto de estrellas en el primer canto del Purgatorio.

Hoy, el edificio ofrece visitas guiadas que permiten asomarse a esta y todas las historias —conspiranoicas o no— que giran en torno a él. También es posible acceder a sus terrazas, convertidas hoy en bares, para lo cual hay que hacer una reserva previa. Si no, siempre te quedará la opción de conseguir un trabajo en alguna de las casi 400 oficinas que siguen dándole vida a este edificio que, como se proclama en su interior, es el «único del mundo dedicado a un poema».

Un último delirio de grandeza

¿El único? El primero, quizás. Porque, en efecto, si las cuentas no os fallan, estaréis en lo cierto: el gemelo argentino de esta historia es cinco años mayor que el uruguayo. Pero entendiendo que ambos edificios parten de la misma idea, ¿quién puede dejar de afirmar que el Palacio Salvo es también hijo de los delirios dantófilos de Luís Barolo?

Sea como sea, de nuevo, ambos edificios cuentan otra historia: la de esa conexión cultural y vivencial tan fuerte entre dos países y dos ciudades que a menudo, para el ojo y el desconocimiento foráneos, quedan disueltas en un límite borroso.

Quizás para alimentar ese lazo, Mario Palanti quiso proyectar un último delirio de grandeza entre ambas obras: un puente luminoso a través del Río de la Plata que los uniera. ¿Cómo? Pues haciendo coincidir los haces de luz que los faros originales de los dos edificios emitirían una vez en funcionamiento.

A pesar de todo, aquella romántica historia de hermanamiento transfluvial no se hizo nunca realidad: no hay tecnología capaz de unir los 213 kilómetros que separan a ambos edificios a través de la luz, ni tampoco la curvatura de la tierra lo haría posible.

No fue, además, hasta la década pasada cuando ambos faros fueron recuperados, tras décadas en el olvido: en 2010, en el caso del Barolo, y en el 2017, en el del Salvo. Una nueva pieza en esta vieja historia de sueños ambiciones, tránsitos transoceánicos y épocas pujantes que, pese al paso del tiempo, sigue latiendo y conectando a las capitales del Río de la Plata. 🔵

🗺️ Los palacios gemelos del río de la Plata




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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.