Alargada, arenosa, cálida. Así es la Costa Daurada, ese tramo de litoral catalán que, en el imaginario colectivo, es sinónimo de sol y tumbona, de aguas amables y tiempo siempre benévolo, de terraceo y vermuts infinitos. Pero hay mucho más detrás de esta luminosa fachada frente al Mediterráneo, y en Cambrils, a veinte kilómetros de Tarragona en dirección al oeste, encontraremos varias pistas para traducir ese mucho más por argumentos concretos.
Tuve que esperar hasta noviembre de 2024 para tener la oportunidad de descubrir este enclave mucho más poliédrico y sugerente de lo que cabría presuponerle a un —excelente, vaya por delante— destino de playa. Fue con motivo del 11º aniversario de Barcelona Travel Bloggers —asociación de la que este blog es orgulloso miembro— cuando Cambrils nos acogió para mostrarnos sus encantos y sus entresijos, sus historias de vila y de platja, sus dos corazones e identidades… y sus joyitas ocultas.
La vila, las raíces agrícolas y medievales
El primer hallazgo que el visitante curioso hará en Cambrils es que, contra todo pronóstico, tiene su centro histórico a dos kilómetros de la línea de mar. Es la llamada vila, la antigua villa amurallada de raíces medievales que, aún hoy, conserva un ambiente de recogimiento y sosiego respecto al mar y las olas, así como un precioso entramado de callejuelas y plazoletas, de grandes portales por donde transitaron carros y caballos y vestigios de un pasado ligado al campo y a sus frutos.
La plaça del Setge, junto a los restos de las murallas y la puerta de entrada al carrer Major, es un buen prólogo para entender de dónde partió Cambrils. Fue en 1152 cuando Ramon Berenguer IV, conde de Barcelona, provee de carta de población a este municipio de la comarca del Baix Camp, que empezó a crecer alejada del agua para reducir su exposición a los piratas. Luego llegaron las guerras y, con ellas, los muros para proteger a los vecinos y vecinas. La de los Segadors propició, en 1640, el episodio más crudo de la historia de Cambrils, justo el que recuerda dicha plaza: el sitio —setge, en catalán— que sufrió la villa, donde el ejército real, en su afán por derrocar a las tropas catalanas, acabó con un 40% de los cambrilenses. Una hoz preside el lugar en su honor.








Deambular carrer Major abajo nos muestra una cara más amable y pintoresca de la vila, con sus casas pintadas en tonos pastel, sus callejones llenos de vegetación, comercios de toda la vida y plazoletas acogedoras. Mención especial merecen dos puntos entrañables y fotogénicos. El primero, el carrer de Lloveras, probablemente el más bonito de Cambrils: un estrecho pasadizo de casas que vuelcan centenares de plantas, suculentas y flores desde sus balcones en un ejercicio de coordinación vecinal que bien merece un aplauso. El segundo, la plaça de la Vila, que acoge al antiguo ayuntamiento del municipio: sus soportales de piedra, su fuente —hermanada con el surtidor barcelonés de Canaletes— y sus corrillos de vecinos charloteando al sol componen una escena tan típicamente mediterránea como magnética.
La platja: los tentáculos litorales y marineros

Parece otro lugar: fachadas blancas, calles que desembocan en el mar, brisa salitrosa, los mástiles de los barcos meciéndose suavemente, un fabuloso paseo frente al Mediterráneo. Apenas a un cuarto de hora de la vila a pie está la platja, el barrio marinero de Cambrils, su cara acuática. Tomó el relevo del área más añeja del municipio cuando el arroz, sustento principal de los agricultores que la poblaban, sucumbió a la amenaza del paludismo hacia el siglo XVIII, como sucedió en tantas otras zonas del levante ibérico.
Algo antes de aquel siglo funesto fue erigida la robusta y circular Torre del Port, hoy convertida en el icono de Cambrils. En la actualidad, sus gruesas paredes acogen un centro cultural por el que desfilan exposiciones fotográficas tan abiertas al público como los balcones de su planta superior. Desde allí, la vista del puerto de Cambrils es inmejorable, y esa posición de privilegio fue, precisamente, lo que motivó su construcción en 1662. En ella participaron todos los vecinos del incipiente barrio litoral, porque de ella dependería la vigilancia de su costa, el avistamiento de barcos amenazadores y conocer qué fortuna o desventura podría acercárseles desde el mar.



En el fin de semana en que Cambrils nos recibió sucedieron dos hitos destacables justamente regalados por su ADN marítimo. El primero: la cofradía de pescadores del puerto nos dedicó, a todos los blogueros que por allí nos dejamos caer, un sabroso y multitudinario rossejat de fideos. Es una receta que los marineros locales, aprovechando el caldo de las capturas del día, preparan en alta mar desde hace siglos. Y no es de extrañar que, con tan buena mano como la de sus pescadores, Cambrils sea hoy reconocida como la capital gastronómica de la Costa Daurada. El segundo: en el museo histórico municipal, sito en el Molí de les Tres Eres, se presentó en sociedad un hallazgo insólito y valioso, un ánfora púnico-ebusitana del siglo IV a.C. Por supuesto, llegó a Cambrils por mar. Y, también por supuesto, fue un grupo de pescadores quienes se toparon con ella en las cercanías de la costa de la ciudad.
No se le puede pedir más efervescencia a una estancia de dos días en Cambrils. Solo esperar que el mar siga, por muchos años y centurias, trayéndole historias y alegrías a este enclave tan de vila como de platja. 🟡



Turisme de Cambrils, en el marco del 11º Aniversario de Barcelona Travel Bloggers, sufragó el viaje que inspira este post.
