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Curiosidades de Hanga Roa, el ombligo urbano de Rapa Nui

«Te Pito o Te Henua», «el ombligo del mundo». Así se autodefinen en Rapa Nui (la Isla de Pascua, en castellano), una de las ínsulas más lejanas a cualquier otro punto poblado de todo el planeta.

Una isla que es a la vez un píxel de roca recubierto de hierba en la inmensidad rotunda y oscura del Pacífico, por siglos desconectada del resto de la Tierra. Un universo volcánico y remoto de poco más de 8.000 personas que tiene en los moáis al icónico exponente de su cultura ancestral y única y que, en un cuarto de la superficie de Menorca, se despliega de cabo a rabo.

Rapa Nui
La isla de Pascua o, como la llaman los locales, Rapa Nui, es un lugar hipnóticamente único, y los moáis tienen gran parte de la culpa.

Por lo tanto, no es de extrañar que, para los isleños, todo empiece y acabe en su porción de tierra, ni que la escala de todo lo que existe en este enclave sea confinada. Muestra de ello es que Rapa Nui solo tiene una ciudad, que hoy funciona como epicentro social y cultural único de la isla: Hanga Roa.

Hanga Roa es, pues, el ombligo urbano de Rapa Nui. Un ombligo amable, distendido, singular, pequeñito y que late a su propio ritmo, ajeno a lo que sucede allende los mares. Y, cómo no, la única urbe del planeta que cuenta en su entramado de calles y jardines con moáis.

Tuve el gusto de patear Hanga Roa y sus lejanas curiosidades en 2017 junto a la buena de mi amiga Laia. Y, ahora, me tomo la licencia de enseñárosla con este paseo virtual.

Iorana en el aeropuerto más remoto del planeta —

A las 11 de la mañana, acabados de aterrizar en la isla tras cinco horas de vuelo sobre el océano, Polo nos viene a buscar al minúsculo aeropuerto de Mataveri. Nuestro conductor nos da la bienvenida al lugar con un «¡Iorana!» (bienvenidos en rapanui) y, tras colocarnos un collar de flores —como manda la tradición—, y salimos de la terminal.

Es ahí donde avistamos al primer moái urbano de Hanga Roa, plantado al lado del edificio desde 1978, fecha en que el escultor local Manuel Antonio Tuki Tuki lo talló expresamente para el lugar.

Si nadie hubiera venido a buscarnos, no habría sido grave: el aeropuerto de Rapa Nui está en pleno pueblo, y debe de ser uno de los pocos del planeta a los que se puede llegar a pie. Cercanía relativa, pues se trata del aeródromo más remoto del mundo: el más cercano está a 2.603 km, en la Polinesia Francesa.

Hanga Roa

— Espacio y verde para todos —

¿Por qué iba a seguir Hanga Roa parámetros prestados? Su paisaje urbano es peculiar y forjado bajo las mismas reglas propias que el resto de la isla. Aquí, las calles son amplísimas y raramente asfaltadas; las parcelas, dispersas y juguetonamente desperdigadas; los edificios, de apenas una planta; el espacio, generoso; el abigarramiento y el agobio, inexistentes, y la brisa oceánica y el olor a confín, omnipresentes.

Hanga Roa paisajes
Hanga Roa cabañas

A diferencia de lo que sucede en el resto de la isla —donde la tala de árboles fue masiva y apenas hay árboles desde hace centurias—, en Hanga Roa hay vegetación por todos lados: palmeras repletas de cocos, plataneros, arbustos multicolores, flores —precisamente— de pascua. Además de ser el ombligo cosmopolita de la isla, Hanga Roa es también es su capital forestal y jardín general.

Hanga Roa ciudad

Esa mezcla de impresiones coloridas, salvajes y a la vez relajadísimas es lo que nos entregó Hanga Roa mientras el 4×4 de Polo nos conducía a nuestro alojamiento, una cabaña «en las afueras» a la que llegamos en… cuatro minutos. No en vano, para ser honesto —y viniendo desde una de las ciudades más densamente pobladas de Europa—, es difícil discernir dónde empieza y acaba Hanga Roa, y quizás su mayor gracia sea justamente esa.

— «El reino Rapa Nui jamás entregó ni cedió la soberanía a Chile» — 

Una vez instalados, volvemos desde la laberíntica y verde periferia metropolitana de Hanga Roa a su centro en un cuarto de hora de caminata.

Un centro identificable en torno a las calles Policarpo Toro, Te Pito o Te Henua y Atamu Tekena, donde toparse con una iglesia construida con roca volcánica, un mercado artesanal donde comprar tallas de madera y objetos de coral, decenas de agencias de turismo donde contratar excursiones por la isla o alquilar un Jimmy y otras tantas decenas de tiendas donde comprar pareos, crema solar, botellas de agua y esa clase de enseres comunes que se encuentran en los lugares a los que los turistas llegamos por puñados.

Mientras estiramos las piernas por la calle Atamu Tekena, un cartel nos advierte que estamos en una tierra con raíces inconfundibles. «Para conocimiento nacional e internacional, el reino Rapa Nui jamás entregó ni cedió la soberanía a Chile», aclara un escrito al borde de la vía.

En el plano jurídico, Rapa Nui es Chile desde 1888. Tras siglos en que la isla estuvo sujeta a saqueos, invasiones y al azote del esclavismo, fue en aquel año cuando quienes dan nombre a dos de las calles mencionadas —el marino chileno Policarpo Toro y el jefe local Atamu Tekena— firmaron el llamado Acuerdo de Voluntades. Su contenido es espinoso: según su versión en español, incluía una cesión de soberanía territorial, algo que la versión en rapanui no asevera.

Desde entonces, la exigua sociedad isleña ha seguido reivindicando y viviendo su esencia bajo el alero de un estado que lo reconoce como pueblo originario y del que, a casi 4.000 kilómetros, depende en términos prácticos. A nivel de calle —cartel mediante—, el visitante observará y oirá en Hanga Roa diferencias notables respecto al Chile continental, y notará la evidente frontera étnica y oceánica que une o separa a ambas tierras, según quiera verse.

— Moáis cosmopolitas —

Tahai, una especie de plaza-prado frente al negro Pacífico, es uno de los lugares favoritos de locales y foráneos para ver el atardecer en Hanga Roa. Allí, tres imponentes y enigmáticos ahu —altares sobre los que se ubican hasta siete moáis— rinden homenaje a los ancestros de los clanes rapanui en honor a quienes fueron levantados, y regalan una estampa que no se puede presenciar desde ningún otro punto de la isla: el océano tragándose al sol tras las espaldas de estas estatuas incomparables.

No son los únicos moáis cosmopolitas, claro. En el estadio de fútbol de Hanga Roa —inaugurado en 2014 por el mismísimo Pelé, por cierto—, todos los partidos se juegan bajo la atenta mirada de los dos moáis del ahu Tautira.

Hanga Roa estadio

Justo al lado, custodiando el animado puerto de Hanga Roa, otro moái nos anuncia que estamos en la plaza Hotu Matu’a, dedicada al primer rey rapanui. Hacia el sur, el moái del ahu Mata Ote Vaikava mira al agua con sus ojos restaurados y relucientemente blancos, y en la caleta de pescadores de Hanga Piko, un moái erguido y otro tumbado protegen a quienes se aprontan para lanzarse al mar o deambulan frente a él.

Hanga Roa Hotu Matu'a
Hanga Roa

Más allá de postales irrepetibles y contra lo que cabría esperar antes de poner un pie en Hanga Roa, son ejemplo de cómo los moáis también están presentes en el paisaje cotidiano del único enclave urbano de la isla, mostrándole al visitante una muestra de los linajes que llevan siglos dándole forma a Rapa Nui.

— Todos los caminos conducen al océano —

Si los ahu son el núcleo ceremonial de la cultura rapanui, el frente marítimo de Hanga Roa es la columna vertebral de su vida social. ¿Cómo no iba a serlo, en este universo-isla desde donde siempre se ve y huele el mar?

La calle Policarpo Toro lo va resiguiendo, dejando un margen de verde a veces bien generoso entre la propia vía y el mar donde, al ritmo de la misma cadencia sosegada y distendida de la totalidad del pueblo, se van sucediendo rincones curiosos.

La minúscula playa de Poko Poko, por ejemplo: es una síntesis entrañable de la famosa playa de Anakena, en el norte de la isla, o de aquello que uno consideraría una postal polinesia de manual. Una decena de palmeras perfectamente dispuestas configuran un anfiteatro natural donde darse un chapuzón protegido del oleaje, y quizás con la compañía de algún que otro caballo que paste por el lugar.

También frente al mar reposan los lugareños fallecidos. Es allí donde se ubica el único cementerio de la isla, reubicado en el punto actual solo desde mediados el siglo pasado. Es tan peculiar como Rapa Nui: las tumbas son coloridas y siempre decoradas con flores, y reflejan la fusión de tradiciones espirituales que hoy prevalece en la isla.

Desde el agua llegó la vida humana a Rapa Nui entre los siglos IV y VIII, y es el medio líquido una especie de extensión natural de los locales y de Hanga Roa. En los varios puertos —caletas, les llaman— que tiene Hanga Roa, tan pequeños como coquetos, verás botes y barcas que vienen y van, que traen pulpos fresquísimos del océano, que transportan a submarinistas ávidos o que reposan antes de volver a surcar el Pacífico.

De nuevo en el puerto principal, frente al campo de fútbol, además del tránsito marino, verás un atardecer formidable entre las palmeras. Y, para redondear el asunto, harás bien en combinar el momento con una empanada de un atún sabroso como pocos en el restaurante Ahi Ahi.

Hanga Roa puerto

Precisamente, si de alimentarnos hablamos, no existe en Hanga Roa la opción de comer bien pagando poco. No es de extrañar: casi todo —excepto los frutos que da el mar— se importa desde Chile. «En la isla hay dos opciones: restaurantes caros y malos, o restaurantes caros y buenos», nos dijo Pancha, la dueña de la cabaña en que nos alojamos, antes de recomendarnos tres locales de la segunda categoría, obviamente ubicados frente al mar: Te Moana, Haka Honu y Tataku Vave.

Probamos este último, en una noche fresca y húmeda del agosto polinesio, y la experiencia fue, como todo lo visto y sentido en la isla, incomparable. En un recoveco casi secreto de la costa de Hanga Roa, en una terraza sobre el mar, con el ruido de las olas de fondo y la luna ante nosotros como lámpara principal, nos despachamos un salpicón de pulpo y una cerveza de la vecina Tahití que nos dejó obnubilados.

— Un epílogo privilegiado —

Pese a mi entusiasmo por Hanga Roa, entendería la posibilidad de que al visitante solo le parezca un punto ineludible para alojarse y partir a descubrir esos rincones realmente sobrecogedores por los que llegará hasta la isla, como el Ahu Tongariki, la desoladora y agreste costa norte o el impresionante cráter de Rano Kau.

Sin embargo, me guardo una última bala para convencer a los dubitativos. Porque más allá de un enclave peculiar o una mera necesidad logística, Hanga Roa es también la oportunidad de experimentar vivencias privilegiadas e irrepetibles, como la que nos regaló nuestra última tarde en la isla.

Resulta que la hija de la familia en cuya cabaña nos alojamos participaba en el festival de fin de curso de su instituto, y nuestros anfitriones no dudaron en invitarnos. En el patio del recinto escolar más verde y amplio que haya podido ver nunca y sentados entre las familias de los alumnos, nos empapamos de bailes, canciones y representaciones en una lengua que apenas hablan dos millares de personas y que, rotundamente, no se pueden escuchar ni ver en ningún otro rincón del planeta.

Poco importa que no entendiéramos apenas nada. Hanga Roa es el ombligo de un ecosistema cultural tan precioso como frágil. Un dato: a punto estuvo de desaparecer cuando, a finales del siglo XIX, poco más de un centenar de locales habían sobrevivido a la explotación y las enfermedades que los foráneos habían traído a este universo ínfimo y milagroso.

Verlo reproducirse en vivo y en directo, dos siglos después, me empequeñeció tanto como me estremeció. ¿Hay algo que valga más la pena, del hecho de viajar, que momentos como este? Pues eso: gracias infinitas, Hanga Roa. 🟢

Imágenes propias y de Laia, a quien le dedico este post.

Hanga Roa puesta de sol

Hanga Roa

Un paseo curioso por el ombligo urbano de Rapa Nui

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Preveli: la playa donde descansó Ulises (o no)

En algún lugar leí que Ulises, en su viaje de vuelta a casa desde la guerra de Troya, se detuvo frente a la playa de Preveli durante varios días y sus noches. Allí, entre palmeras robustas y sobre la arena parduzca —cuentan—, se dedicó a holgazanear ante las cálidas aguas del sur de Creta para reconfortarse tras su sobreesfuerzo bélico.

“Cuentan” decía, aunque no sé a ciencia cierta dónde. 

En la febril y efervescente etapa que precedió al periplo que hice por Creta más que bien acompañado, traté de empaparme por todos lados, a todas horas y desde todos los canales sobre el cruce de caminos hermoso, ventoso y delicioso que me resultó aquella isla. 

Preveli, playa en la que se bañó Ulises

Y, en ese cortejo en el que las guías, los blogs amigos y los documentales ejercían su poder de seducción a una intensidad tal, la tentacular mitología griega bombardeó mi retina sin piedad —como, evidententemente, no podía ser de otro modo tratándose mi destino de la cuna de la democracia y de su puñado infinito de islas, tan rodeadas de tránsitos como de pasados—. Fue ahí, en ese terreno proclive a la imaginación sobreexcitada, donde los rayos de la Odisea y sus relatos quizás me acariciaron, asociándose en mi cabeza a la playa de Preveli

Es así: la magia de preparar un viaje es la de que la mente se vaya llenando de imágenes autoconstruidas con suposiciones, anhelos y pinceladas más o menos distantes de la realidad que se descubrirá. Y, con Ulises mediante, Preveli y su nombre pegadizo y exótico quedaron fijados sin remedio en nuestra hoja de ruta.

Llegar a Preveli: una odisea

La mañana es clara y soleada, y la temperatura aprieta desde bien pronto: 32º a las ocho y poco. Tras un desayuno ante el ventilador, carretera y manta: una hora y poco separan nuestros aposentos de Bali, en la costa norte de Creta, de Preveli, en la costa sur. Hasta Rétino, todo bien —el camino es recto y rápido—; después, la ruta se convierte en una especie, justamente, de odisea.

Es quizás una comparación facilona, sí. Pero lo cierto es que, hasta llegar a Preveli, cruzamos —sin ánimo de ser exhaustivo—: centenares de curvas, decenas de hectáreas repletas de olivos, quincenas de granjas desperdigadas por treintenas de colinas peladas y abrasadas bajo el sol, algún que otro pueblo que resigue la propia carretera, varios grupúsculos de higueras atolondradas y, finalmente, una garganta (o una especie de Gran Cañón cretense): la de Kourtaliotiko.

El coche se desliza entre sus despeñaderos impresionantes durante varios kilómetros, encajonado entre curvas y desniveles, hasta aparecerse ante nuestros ojos un parking desnudo y polvoriento bajo el calor inclemente del verano griego. A mano izquierda, se asoman unas escaleras hacia las que todo el mundo se dirige, como si fuéramos hormiguitas cargadas de sombrillas y mochilas.

Las escaleras en cuestión son el acceso inevitable y desafiante a la playa de Preveli, a la vez que un mirador sin parangón. Allí abajo se ven, también a tamaño hormiga, todos los elementos que distinguen a este paraje insólito: el Mediterráneo y sus aguas celestes y cálidas, la garganta de Kourtaliotiko que en él desemboca y, en su columna vertical, relucientes y llamativas, la hilera de palmeras nativas —no plantadas, sino allí crecidas— que, bordeando al río Megalopotamos, conducen hacia el mar como si fueran una pista de aterrizaje.

Instrucciones para disfrutar Preveli

Una vez superado el exigente desnivel de los escalones que llevan hasta la playa, es hora de entregarse al hedonismo en el marco de un paisaje que, a nivel de mar, esconde recovecos si cabe más exquisitos que la vista que te regala desde arriba.

Lo primero que encontrarás tras pisar Preveli es su única taberna. Tugurio privilegiadamente situado que no es, ni de lejos, el más recomendable de Grecia. Mucho mejor opción será, por contra, que hasta este rincón bendito de Creta vengas cargada o cargado con tus propias viandas y, ante todo, tus propios bebestibles: tampoco es el garito más barato de estas tierras.

Resuelta la cuestión gastronómica, lo prioritario será encontrar un hueco óptimo para plantar el campamento que se lleve a cuestas. Y, por óptimo, sobre todo si es verano, interprétese un lugar resguardado de los dos enemigos cretenses predilectos de cualquier visitante: el viento —por ratos, insufrible— y el sol —directamente, en pleno agosto, aniquilador—.

Un buen lugar, por ejemplo, es el entorno de la capilla de Agios Savvas, en el extremo este de la playa. Sus paredes blancas y los arbustos que la circundan dan un frescor y una sombra tan placenteros como necesarios, y será una opción inteligente escogerlos.

A partir de aquí, opciones varias para disfrutar Preveli, y a cuál más celebrable.

Por ejemplo, dirigirse al agua para darse un chapuzón infinito en el mar de Libia, cálido y salado —con algo que proteja a los pies de la arena ardiente y las piedras— e, inmediatamente después de salir de él, correr a zambullirse en el agua helada y dulce que baja del Megalopotamos: el contraste es increíble y reconfortante.

Y, cuando el cuerpo se acostumbre a la fría temperatura del río que articula Preveli, será el momento perfecto para dedicarse a la experiencia más vigorizante y feliz que este rincón mediterráneo pueda brindarte: remontarlo.

Es, sencillamente, una invitación fantástica a fundirse con un entorno único y remoto, a no ver y sentir más que naturaleza y verano bajo los pies y sobre la cabeza, a aparcarlo todo para nadar plácidamente entre palmeras y paredes de roca, a no querer que el Megalopotamos y su oasis, ese paisaje casi bíblico, se acaben nunca.

Es —o para mí lo fue, sin duda— una síntesis certera de la esencia de las vacaciones, de aquello que hace que, año tras año, idealicemos con una sonrisa mental perenne su nombre y el del verano.

A vueltas con Ulises

Tras las idas y venidas fluviales, el fulgor del calor heleno empuja a las multitudes al letargo y al silencio mientras, a contracorriente, las cigarras regalan su mejor concierto. En Preveli, la de la siesta a la sombra es una postal tan obligatoria como memorable.

A propósito de la memoria, acabo de recordar el lugar donde leí que el rey de Ítaca se bañó en este recoveco mediterráneo: en la versión en inglés de la Wikipedia. Lo cual, en cualquier caso, no añade garantía científica alguna a que aquello sucediese, ni siquiera según parámetros mitológicos.

Pero, sea como sea, ¿qué más da? ¿Quién necesita que la Odisea certifique el veredicto de los sentidos? O, al revés: ¿cómo no iba Preveli y su colección exuberante de estímulos a inspirar leyendas y ensoñaciones desde que el mundo es mundo? Pues eso: imitemos a Ulises (o no), y entreguémonos a la causa y el embrujo del lugar. 🔵

Imágenes propias.

Preveli

La playa en la que descansó Ulises (o no)

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Impactante, milenaria y vivísima: Jerusalén en seis escenas únicas

Este post forma parte de la serie: Tel Aviv-Jerusalén: diario de un viaje tan inesperado como asombroso | 1. Tel Aviv2. JERUSALÉN

Hay ciudades que cumplen su rol primigenio —congregar personas que cubren y desarrollan sus necesidades personales y sociales básicas—, y luego está Jerusalén. La sagrada, disputada e incomparable Jerusalén. Una ciudad, o varias, o mucho más que todo eso junto.

Llegando desde Tel Aviv, fresca y joven, Jerusalén equivale a entrar en otra dimensión. Es una urbe que obnubila, que impacta, que deja casi sin habla. Navegarla es quedar asombrado sin pausa, toparse con una profundidad —histórica, religiosa, cultural— que abruma y parece por momentos inabordable.

Yerushaláyim en hebreo; al-Quds en árabe. Tierra de nadie y de todos, poblada y disputada desde que el mundo es mundo. Y hoy, pese a la aparente fragilidad que uno puede presuponerle, vivísima y enérgica. Escenario de una pléyade de cotidianidades rebosantes de dinamismo que, en el punto del mapa sacro y complejo que ocupan, discurren solapadamente con una naturalidad pasmosa.

Escenas únicas que definen a una ciudad extraordinaria, y que ahora inspiran estas seis viñetas —y, ojalá, desde vuestra pantalla, un viaje virtual—.

1 | David Street, Suq el-Bazaar Road o cómo empezar a quedar anonadado con la Ciudad Vieja

En la minúscula y densísima Ciudad Vieja de Jerusalén hay cuatro barrios: el musulmán, el judío, el cristiano y el armenio. Cada uno de ellos con su propio ritmo, su propia idiosincrasia, su propio sabor y su propia parcela. Cuatro microcosmos resguardados por las murallas jerosolimitanas y sus ocho puertas, un enjambre de edificios e historias amontonadas desde hace siglos en un kilómetro cuadrado santo e irrenunciable para todos ellos.

En ese terreno laberíntico y milenario, el concepto de calle es difuso como la niebla. Sin embargo, una de ellas actúa, meritoriamente, como vertebradora mestiza, haciendo de bisagra entre los barrios con los que limita —todos excepto el Cristiano—, y sirviendo de pasarela para quienes tienen su hogar en la Ciudad Vieja o deciden sumergirse en ella.

Es David Street —o, en alguno de sus tramos, Suq el-Bazaar Road—. A lo largo de ella nos dejamos deslizar tras entrar a la Ciudad Vieja por vez primera a través de la puerta de Jaffa. Son ya las siete de la noche y, bajo la luz de la luna, el ritmo vertiginoso que el comercio le imprime a esta vía empieza ya a atenuarse. Lo cual no impide que la calle, semivacía, nos ofrezca un preludio absorbente del epicentro de Jerusalén. Y que inicie su embrujo en ese preciso momento, escalón tras escalón, puerta tras puerta, tienda tras tienda.

Vehementes vendedores árabes, apresurados judíos ortodoxos, turistas rezagados. Telas relucientes, kipás de todos los colores, crucifijos, candelabros, piezas de cuero, mezquitas minúsculas, puestos de zumo de granada. Todo converge en este hilo de tierra visualmente apabullante y adictivo que conecta tanto como separa, del que decidimos salir antes de que se nos haga tarde dispuestos a redescubrirlo, con más tiempo y mayor profusión, bajo su capa diurna.

2 | Mahane Yehuda: la Jerusalén mundana y multicolor

Ciudad vieja – ciudad nueva; ciudad religiosa – ciudad secular; ciudad israelí/judía – ciudad palestina/árabe. Con diversos grados de superposición y límites a veces borrosos, las distintas y combinables dualidades de Jerusalén se revelan recurrentemente mientras intentas descifrarla. Pero lejos de ser eso lo único que la define, los 3000 años de historia y tránsitos que le han dado forma también han dejado lugar para los rangos intermedios y la fluidez de los intercambios.

El mercado de Mahane Yehuda es un buen ejemplo de ello. Fundado a finales del siglo XIX, cuando la ciudad se expandía más allá de las murallas, es hoy uno de los centros neurálgicos de la parte occidental de Jerusalén. De día, es el centro comercial de la urbe; de noche, el núcleo de su gastronomía y su ajetreo. En sus dos versiones, el mestizaje y la mezcolanza de tradiciones y herencias le da color y sabor, más allá de barreras y conflictos.

En Mahane Yehuda y sus alrededores te puedes encontrar restaurantes libaneses y sirios, locales de empanadas rioplatenses y bares de sabich —uno de los bocados con pan de pita más populares de la cocina surgida en Israel—. Desde tiendas de halva —una especie de turrón de sésamo— hasta vitrinas repletas de baklava, pasando por dulces de tradición askenazí, hijos de los judíos que llegaron a Jerusalén desde el centro de Europa. Todo ello mientras los altavoces de los puestos hacen sonar a todo trapo música mizrají, tejida con los sonidos que trajeron las comunidades judías originarias del norte de África y Oriente Medio.

Si bien las identidades son un tema capital y espinoso en Jerusalén, nada como la comida y sus rituales para compaginar lo mejor de todas las que aquí tienen, de algún modo, presencia. Sirva de ejemplo tan inesperado como feliz el restaurante Ishtabach, lugar de nuestras dos cenas jerosolimitanas: ni esperábamos comida kurda en Jersualén, ni habíamos escuchado jamás hablar del shamburak, una especie de empanada abierta que bien valdría, por sí sola, un viaje hasta esta ciudad.

3 | Las primeras (y sagradas) luces

Nuestro segundo día en la ciudad empieza bajo un cielo azul que, a estas latitudes, irradia una luz brillantísima pese a ser diciembre —y pese a ser solo las 6 y poco—. En Jerusalén, madrugar equivale a disponer de la Ciudad Vieja casi en exclusividad, y a tamaño escenario no se le puede rechazar una invitación semejante.

En apenas media hora nos plantamos, como medio día atrás, frente a la puerta de Jaffa, y de nuevo incursionamos en David Street. Esta vez, únicamente acompañados por la quietud de las milenarias piedras que, como si fueran un uniforme, colorean homogéneamente toda la ciudad —y en especial su parte más añeja—, y por un sol que las sumerge en su primer baño de la jornada, filtrándose con destreza.

Todas las puertas que anoche, abiertas de par en par, exhibían jaleo y mercancías están ahora cerradas, mostrándose como protagonistas del lugar y dejando a la vista un arcoíris de verdes, ocres y celestes que ayer nos era invisible. Un universo de fachadas, arcos, cornisas, ventanas, molduras y pasadizos imperceptibles bajo la oscuridad nocturna se despliega ante nosotros y para nosotros en la incipiente mañana, configurando una escena sublime que parece irreal.

Un giro a la derecha nos hace salir de David Street para adentrarnos en el barrio judío, donde pronto se empieza a distinguir un rumor, vago y perdido, a lo lejos. De repente, los callejones estrechos se ensanchan, y aparece —control de seguridad mediante—, impasible y recostado, el lugar más sagrado del judaísmo: el Muro de las Lamentaciones.

Con la kipá de rigor me acerco a él mientras decenas de hombres y niños oran y leen la Torá sin pausa —las mujeres lo hacen en otro segmento del muro—. La carga del lugar es innegable y ancestral: desde que los romanos lo dejaran en pie tras destruir el Segundo Templo de Jerusalén en el año 70 y provocar la dispersión del pueblo hebreo, los judíos han venerado y anhelado este trascendental rincón de la ciudad sin pausa. Tanto como los musulmanes veneran y anhelan la porción de tierra que discurre inmediatamente sobre el muro, hacia la que nos dirigimos por una pasarela de madera elevada.

4 | Gatos tránsfugas (sin ellos saberlo)

En 1947, Naciones Unidas propone un plan para resolver el conflicto entre judíos y árabes en la región de Palestina: un estado judío, otro árabe y un estatus internacional para Jerusalén. Las partes implicadas, en desacuerdo con tal repartición, se enzarzan en 1948 en una disputa armada que condena al plan al aborto antes de ver la luz y cuyos ecos, de paso, parten en dos Jerusalén: la Ciudad Vieja y el Este de la ciudad quedan bajo control jordano, y el Oeste bajo administración del nuevo estado de Israel.

Sin embargo, veinte años después, la Guerra de los Seis Días le añadió más complejidad a la cuestión. El ejército israelí conquistó la totalidad del municipio de Jerusalén, haciendo retroceder a la administración jordana. Hoy, pues, y desde 1967, la Ciudad Vieja y el Este de Jerusalén son, técnicamente, territorios controlados por Israel sin que una frontera internacional consolidada así lo avale.

Ese hecho, no obstante, no parece importarles un comino a los felinos que, tan ajenos a la geopolítica como empoderados, parecen haberse adueñado de esta disputada y compartida parcela. Uno de ellos, imperturbable, tomaba el sol sobre esa suerte de puente levadizo que conduce desde el Muro de las Lamentaciones hasta la Explanada de las Mezquitas, y que ejerce de único —y vigilado— acceso al lugar para los no-musulmanes.

Una vez arriba, se llega al espacio más amplio de la Ciudad Vieja, una especie de oasis para la vista en medio de tanta sobresaturación de materiales y superficies. Son cerca de las nueve, y los fieles aún no han llegado a rezar a la mezquita de Al-Aqsa, ni hay demasiada gente circundando el edificio más icónico y rotundamente imponente de Jerusalén: la Cúpula de la Roca.

Su cubierta, reluciente y dorada, robusta y preciosa, resguarda un significado esencial para dos de las grandes religiones del planeta: para la tradición judía, marca el punto donde se creó el mundo —punto que, hasta el año 70, formaba parte del Templo de Jerusalén—; para el islam, es aquí donde Mahoma inició su viaje al cielo para encontrarse con Alá, en el 621.

Curiosamente, desde 1967 rige un acuerdo sobre esta explanada: está gestionada por la comunidad musulmana de Jerusalén —siendo el islam el único culto permitido en su superficie—, pero controlada por la seguridad israelí.

Si no tuviese la capacidad de oír, leer e intentar comprender el laberinto de simbolismos religiosos, complejidades territoriales y vaivenes históricos que este punto de la Tierra concentra y manifiesta, solo vería un espacio impresionantemente bello, azulejos brillantes e hipnóticos, estructuras formidables, un cielo radiante.

Quizás entonces sería algo así como un gato, y quizás por ello elegiría sin dudar este recoveco bendito de Jerusalén para holgazanear. Pero soy una persona, y no profeso la fe islámica. A partir de las 10, la explanada se vuelve solo accesible para los musulmanes, y es hora de abandonarla por la exquisita Puerta del Algodón para ir a desayunar hummus al mejor garito del barrio musulmán: Abu Sukri.

5 | La maquinaria cotidiana de los barrios de la Ciudad Vieja

A media mañana —y tras nuestro hummus de rigor—, los barrios de la Ciudad Vieja ya han puesto en marcha su maquinaria cotidiana. Perderse callejeando mientras saltas de uno a otro es tan fácil como delicioso, y la constatación de que en este minúsculo microcosmos cohabitan dinámicas tan cercanas en el espacio como alejadas en la práctica.

En el barrio musulmán, un trajín fragante frente a la Puerta de Damasco reúne a mujeres que compran de todo un poco, hombres que venden desde ropa interior hasta dátiles y carros motorizados que se abren paso entre la multitud, de manera milagrosa y sutil.

En el barrio cristiano, los talleres de los artesanos funcionan en silencio, imágenes de la virgen María custodian las esquinas y todos los caminos y callejones acaban llevando hasta su centro espiritual: la iglesia del Santo Sepulcro.

Allí, cuentan, Jesús fue crucificado, y miles de peregrinos de todo el planeta cruzan el mapamundi para ver con sus propios ojos el templo. Mientras esperamos para entrar en él, otra ración de la increíble amalgama cultural que es la Ciudad Vieja jerosolimitana: desde el minarete de la contigua mezquita de Omar se oye el adhan, la llamada a la oración del mediodía.

¿Y en el barrio armenio? A ciencia cierta, en el barrio armenio nadie sabe qué ocurre: es una ciudad amurallada dentro de la propia Ciudad Vieja. En torno al monasterio de Santiago —núcleo de la fortaleza— se aglomeran las instituciones eclesiásticas del Patriarcado Armenio de Jerusalén, hijas de los monjes armenios que, desde el siglo IV, residen en Tierra Santa. Hoy, unos 2000 armenios —nos dicen— residen discreta y endogámicamente en las viviendas del barrio, cercados al margen de lo que sucede a su alrededor.

6 | El Monte de los Olivos: el asombro con perspectiva

En el monte de los Olivos, las raciones de “lugares sagrados” —frente a los cuales gente de todo el planeta se emociona hasta límites inusitados— siguen plantándose ante uno en una densidad similar a la de la Ciudad Vieja: “aquí rezó Jesús en su última noche, frente al olivo más antiguo del mundo”, “aquí está enterrada la virgen María”, “sobre este terreno se alzará el puente de los siete arcos al final de los días, por el que solo pasarán los justos”.

Sea todo ello verdad o no tanta, lo cierto es que también en este montículo —aunque con una cara más vegetal y dispersa— se sucede una concentración elevadísima de rincones estéticamente impactantes y, a la vez, dotados de una profundidad que abruma. Rincones que, durante nuestro paseo bajo el incipiente atardecer jerosolimitano, toman un brillo árido, vermelloso e hipnótico.

A los pies del monte, en el valle de Cedrón, se revela uno de los más singulares: es una Petra en miniatura. Es lo que conforman, desde hace más de veinte siglos, las tumbas de Benei Hezir y de Zacarías, que fueron talladas directamente en la roca para alojar —supuestamente— a personajes que ya aparecen mencionados en los textos sagrados.

Sobre ellas, un mar de tres milenios de antigüedad y 150.000 tumbas minuciosamente desperdigadas conforman el Cementerio Judío del Monte de los Olivos, el más sagrado del judaísmo. Es impresionante lo extenso y antiguo que es, y su poder magnético: en él hay enterrados fieles de todos los puntos del mapa, quienes quizás han ahorrado durante toda la vida para reposar hasta el infinito frente al antiguo Templo de Jerusalén.

Subir al propio monte es un ejercicio exigente, pero la recompensa es un colofón inmejorable y mareantemente bello para culminar cualquier visita a esta ciudad tres veces santa.

Durante el trayecto, al fondo, las casas de los barrios palestinos de Ras al-Amud se amontonan sobre las colinas configurando otro amasijo apabullante de piezas de piedra, en este caso tan vivas como ajenas al extremo opuesto de Jerusalén.

Y, tras varios repechos y curvas, una vista extraordinaria y deslumbrante: todas las diversas y añejas capas que conforman la ciudad se entrelazan y solapan, con el faro dorado de la Cúpula de la Roca en el centro. ¿Puede caber en apenas un vistazo tanta, tantísima complejidad? Este balcón único e irrepetible ofrece, justamente, un retrato sosegado y desde la distancia de siglos y siglos de intercambios y paradojas, de credos superpuestos, de anhelos y disputas infinitas. Una imagen que, tomada como epílogo de Jerusalén, se graba a fuego en la retina para —como la propia ciudad— quedarse en ella para la eternidad. 🟡

Otros blogs para seguir leyendo sobre Jerusalén y su complejidad…

Código ético: la Oficina de Turismo de Israel en España y El Al han financiado parte de este viaje. Este post ha sido escrito por iniciativa propia y ningún establecimiento que en él aparece mencionado ha pagado por hacerlo.

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Destacada

23 edificios singulares para descubrir en 2023 (o en cualquier otro momento)

Huellas de las mujeres y hombres de otros tiempos, hitos que nos hablan del pasado y de sus capas, de sueños, anhelos y fervores. Nunca un edificio es menos que todo eso, y siempre esconden, tras sus materiales y superficies, anécdotas curiosas, hechos que definieron la historia o incluso sainetes.

Cualquier viaje acaba implicando toparse con algún edificio singular y aprender algo con él y, aprovechando este punto del calendario en que todas y todos nos planteamos propósitos para llenar el año recién estrenado, os propongo un periplo virtual por algunas construcciones peculiares que, en mis vueltas por el mapa, he tenido la suerte de conocer en persona.

Encontraréis edificios de todo tipo de estilos y concebidos para utilidades variopintas, y ojalá la lista os inspire a echar vuelo para conocerlas en esta vuelta al sol… o en cualquiera de las próximas.

1

Poesía frente al Pacífico

📍 Casa de Isla Negra · Isla Negra · CHILE

Si tuviese una casa rodeada por un pinar frente a la inmensidad del océano, con un dormitorio en el que viese el sol desde que sale hasta que se pone, con un bar privado donde celebrar la vida con mis amigos y plagada de rincones para exponer la enorme variedad de objetos recolectada durante mis viajes, creo que sería capaz de encontrar la inspiración necesaria para escribir poesía como el Nobel de Literatura de 1971. Ínfulas y bromas aparte, lo cierto es que Pablo Neruda tenía en su casa de Isla Negra, a 113 kilómetros de Santiago de Chile, su lugar en la Tierra. Por encima de ‘La Sebastiana’, en Valparaíso, y ‘La Chascona’, en la capital chilena, era su preferida de las tres viviendas que poseyó, y fue en sus estancias recubiertas de madera e inspiradas en el mar donde más tiempo pasó.

2

La capilla más fotogénica

📍 Capilla de Agios Ioannis Imerovigli · Santorini, GRECIA

Hay templos con buenas vistas, y luego está la capilla de Agios Ioannis. Suspendida en la cresta de la caldera de Santorini, aguarda impasible cada atardecer en una de las mejores ubicaciones de la isla privilegiada y única en la que se asienta. Nadie le gana a fotogenia, y eso es un arma de doble filo: en las dos puestas de sol que revoloteé por el lugar, no dejé de ver a parejas de recién casados pisando su tejado sin reparo alguno para encontrar ‘la postal perfecta’ —animados por sus fotógrafos, que tampoco cejaban de lucrarse con tan irrespetuosa práctica—.

Atardecer en Santorini

3

Un castillo modernista

📍 Casa Terradas · Barcelona · Catalunya, ESPAÑA

A inicios del siglo XX, Bartomeu Terradas Brutau, un adinerado empresario textil catalán, encargó una casa para sus tres hijas. En una Barcelona que entonces crecía geométricamente siguiendo una parrilla perfecta, el solar de que disponía era una anomalía: tenía forma triangular. El arquitecto que diseñó el edificio era un genio —Josep Puig i Cadafalch—, y su resultado no fue menos genial ni singular. La Casa Terradas —o, como se le conoce popularmente, la Casa de les Punxes— es una especie de castillo medieval concebido bajo una óptica modernista. Hoy sigue plantado en pleno centro de mi ciudad y, cada mañana, tengo el gusto de saludar a sus pinchos camino a la oficina.

4

Rezar antes de entrar al centro de la Tierra

📍 Búðakirkja · Búðir · ISLANDIA

En 1864, Julio Verne publicó ‘Viaje al centro de la Tierra’. Y resulta que al núcleo del planeta, según el libro, se entraba desde el volcán Snæfellsjökull, que corona la península islandesa agreste y preciosa en la que se inserta. Pues bien: quien por allí intentara colarse en las entrañas terrestres podría, antes de hacerlo, encomendarse a Dios en la iglesia negra de Búðir, ubicada a pocos kilómetros del cráter que inspiró a Verne y a su imaginación. Está plantada, desde 1848, en medio de la más absoluta y privilegiada nada —como casi todo en Islandia, ciertamente—, rodeada de prados verdes y vientos indomables. Su color es poco habitual si hablamos de iglesias, pero no hace más que darle un toque aún más enigmático a esta edificación solitaria tan austera como llamativa.

5

Una huella otomana en un puerto antiquísimo

📍 Mezquita de los Jenízaros · La Canea · Creta, GRECIA

Parece ser que La Canea, en Creta, es uno de los lugares poblados del mundo que más tiempo lleva siéndolo. Está en un punto estratégico: ha sido objeto de deseo —y control— de muchos pueblos a lo largo de la historia, e incluso fue capital de la isla hasta 1971. Pese a todos los vaivenes históricos, el agua del puerto veneciano de La Canea sigue intacta, limpísima, transparente y tranquila, viendo los siglos pasar. Tanto de día como de noche, patear la media luna que conforma la silueta del puerto, con sus casitas cromáticamente conjuntadas, es una delicia, y la exótica mezquita de los Jenízaros —o de Küçük Hasan Pasha, como te guste más—, su joya de la corona. Es el signo más obvio de la herencia otomana de La Canea, con sus enigmáticas cúpulas redondas al borde del agua. Y es atrapante: da para mirarla por horas, dándole vueltas.

6

Un gigante con gemelo

📍 Palacio Salvo · Montevideo · URUGUAY

Sus 83 metros y 29 plantas, con su estilo Art Déco ecléctico, parecen un cohete a punto de despegar. El Palacio Salvo de Montevideo es un fastuoso y fascinante tótem que entre 1928 y 1935 fue el edifico más alto de Latinoamérica. Hoy su silueta peculiar todavía se distingue desde muchos lugares: en el atardecer y ante el horizonte del Río de la Plata, o desde la Rambla montevideana, con el resto de la ciudad debajo. Y si bien no llega a verse desde su hermano gemelo, el bonaerense Palacio Barolo, enfrentado a 220 kilómetros agua adentro, sí que se ve desde el mar y desde el aire a medida que te acercas a la capital del ‘paisito’, de la que es icono inconfundible.

7

Una Petra en miniatura

📍 Tumbas de Benei Hezir y de Zacarías · Jerusalén · ISRAEL/PALESTINA

Jerusalén es una ciudad plagada de rincones múltiples veces sagrados, y el valle de Cedrón yace entre dos de sus epicentros místicos. Encajonadas entre el Monte de los Olivos y el Monte del Templo, sus áridas tierras son telón de fondo recurrente de las escenas bíblicas, y también alojan una Petra en miniatura. Es lo que conforman, desde hace más de veinte siglos, las tumbas de Benei Hezir y de Zacarías, que fueron talladas directamente en la roca para alojar —supuestamente— a personajes que ya aparecen mencionados en los textos sagrados. Todo ello bajo el impactante cementerio judío que sobrevuela ambas construcciones, que cuenta con hasta 150.000 tumbas.

8

El edificio que se trepa

📍 Ópera de Oslo · NORUEGA

En Noruega existe el derecho a vagar libremente por todos los terrenos y espacios, aunque sean privados. El llamado allemannsretten parte de una premisa preciosa: los ciudadanos serán respetuosos. Y en la naturaleza nórdica y en el derecho a vagar libremente se basó el estudio arquitectónico Snøhetta a la hora de concebir la Ópera de Oslo. Como un iceberg inmenso que navega a la deriva buscando puerto, el edificio fue plantado en pleno fiordo de Oslo entre 2000 y 2008, y sus 30.000 piezas de mármol son hoy una especie de plaza pública por la que puedes transitar y trepar sin límite alguno.

9

La cúpula de cemento no-armado más grande del planeta

📍 Panteón de Agripa · Roma · ITALIA

Hija de las muchas capas que han ido sedimentando en sus 3.000 años de historia, Roma es un fascinante microcosmos repleto de rincones únicos. Uno de ellos es el Panteón de Agripa, un antiguo templo romano tan robusto como sólido. Hace ya casi dos milenios que el sol se cuela por su óculo, punto central de la mayor cúpula de cemento no-armado del planeta, y en todos sus siglos de vida no ha dejado de ser un edificio usado. Hoy convertido en la basílica de Santa María y los Mártires, recibe un nombre popular menos pomposo: Santa María Rotonda.

10

Fe a los pies de los Andes

📍 Templo Bahá’í de Chile · Santiago · CHILE

En todo el mundo, hay ocho templos continentales de adoración Bahá’í, culto surgido en Irán en el siglo XIX: en Samoa, Uganda, Panamá, Alemania, India, Australia, Estados Unidos… y Chile. Este último es el más joven de los ocho, y su construcción —terminada en 2016— coincidió con la época en que viví en Santiago. Es un edificio hipnótico que recuerda a una flor aún por abrirse, y que —como el resto de templos de esta religión— tiene el número de lados considerado perfecto por los bahaí: nueve. Perfecto es también su emplazamiento, a los pies de los imponentes Andes, desde donde se vislumbra una perspectiva de la capital chilena inmejorable.

11

El icono de Berlín

📍 Fernsehturm · Berlín · ALEMANIA

La Torre de Televisión de Berlín y su bola plateada y reluciente ocupan el mejor rincón del corazón de Berlín. Con sus 368 metros de altura —antena incluida—, se convirtió en el edificio más alto de Europa occidental en 1969, cuando fue construida por la República Democrática Alemana como símbolo de poder comunista. Desde entonces, e incluso cuando vivió dividida en dos mitades antagónicas, el edificio se ve desde absolutamente todas las partes de la ciudad. Hoy, la Fernsehturm funciona como brújula inequívoca para marcar el centro —y el camino hacia él— en la capital de Alemania, y ha conseguido convertirse en el símbolo inconfundible de una ciudad y un país felizmente reunificados.

12

El hospital más bonito del mundo

📍 Hospital de la Santa Creu i Sant Pau · Barcelona · Catalunya, ESPAÑA

En la parte antigua del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau, absolutamente todo está bendecido por la voluntad modernista de embellecer la obra humana y de hacer que despertara emociones, rindiendo un homenaje constante a la naturaleza. Hay 17.000 hospitales en todo el planeta, pero no creo que sea un atrevimiento afirmar que este, obra de Lluís Domènech i Montaner, es el más bonito de todos. Flores, hojas y árboles —con el permiso de la heráldica— inspiran toda su ornamentación, y perderse entre las vidrieras, portales, techos alicatados, curvas y columnas que le dan forma es un placer absoluto.

13

Una iglesia cavada en la roca

📍 Iglesia de Temppeliauikio · Helsinki · FINLANDIA

¿Es un ovni clavado en un parque? ¿Es un almacén de residuos nucleares? Desde fuera, la iglesia de Temppeliauikio, en pleno centro de Helsinki, puede parecer muchas cosas menos un templo. No era la idea original de sus propulsores, que consistía en erigir, en la década de 1930, una iglesia luterana de apariencia tradicional. Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial dinamitó los planes previstos y, en 1969 el proyecto vencedor —de los hermanos Timo y Tuomo Suomalainen— acabó dando pie a un edificio totalmente rompedor. El resultado, una iglesia cavada en la roca, con una cúpula que deja colarse la luz natural y una acústica fantástica —dicen—, y lo que hoy es uno de los hitos turísticos de Finlandia.

14

El fruto futurista de un intercambio internacional

📍 Casa da Música · Oporto · PORTUGAL

En 1998, Oporto y Róterdam fueron elegidas como Capitales Europeas de la Cultura para el año 2001. Y, aprovechando la ocasión, surgió la idea entre ambas ciudades de que un arquitecto holandés trabajara en Oporto y uno portugués en Róterdam. Fruto de ese intercambio nació la Casa da Música de Oporto, de Rem Koolhaas, un enorme bloque de hormigón de múltiples caras que desde 2005 acoge a las tres orquestas municipales de la segunda ciudad de Portugal. Entrar en ella es como subir a una nave espacial, y dejar atrás la pintoresca arquitectura tradicional de Oporto para teletransportarse al futuro.

15

Art Nouveuau chileno

📍 Palacio Baburizza · Valparaíso · CHILE

Antes de que se construyera el canal de Panamá, Valparaíso vivió una época de esplendor. Su puerto era parada obligada de todos los navíos que tenían al estrecho de Magallanes en su ruta, y su ubicación estratégica lo convirtió en hogar de numerosos comerciantes europeos ansiosos por hacer fortuna. Uno de ellos fue el italiano Ottorino Zanelli, que en 1916 encargó la construcción de un palacete frente al Pacífico, en lo alto del Cerro Alegre. Para desgracia suya, el buen hombre murió durante las obras, y nunca vio terminado su anhelo, diseñado bajo los preceptos del Art Nouveau, el Art Déco y el Modernismo. En 1925, su viuda le vendió la casa al empresario y amante de la pintura croata Pascual Baburizza, quien lo habitó por dieciséis años. Tras su fallecimiento y por decisión propia, su colección de arte fue legada a la ciudad de Valparaíso, que en 1971 adquirió el llamado Palacio Baburizza y alojó en él el museo de Bellas Artes municipal.

16

Una iglesia bajo la hierba

📍 Iglesia de Hof · Hof · ISLANDIA

Como les sucede a muchos edificios tradicionales islandeses, esta iglesia de 1884—que parece sacada de un cuento— está cubierta de una reluciente capa de hierba verde que la aísla del frío clima local. Situada equidistantemente entre los glaciares del área de Skaftafell y de la laguna helada de Jökulsárlón, queda resguardada por las amenazantes montañas que la rodean, y la estampa es de una belleza impactante. En la tranquilísima aldea donde se ubica hay menos huellas humanas que bajo el jardín que bordea a este pintoresco edificio: sí, los montoncitos de hierba que se ven en la imagen son tumbas sobre las que la vegetación, por décadas, ha ido creciendo.

17

Supervivientes en la costa catalana

📍 Casetes del Garraf · Sitges · Catalunya, ESPAÑA

Hace ahora un siglo exacto, empezaron a surgir frente al Mediterráneo de la cala escondida de Garraf unas sencillas y pintorescas construcciones de madera. Alguna década más tarde y dada su privilegiada ubicación, los veraneantes y pescadores empezaron a sofisticarlas y a protegerlas sobre pilares de cemento para evitar la erosión marina. Hoy siguen siendo 33, y las ‘Casetes del Garraf‘, uniformadas de verde y blanco, constituyen uno de los frentes marítimos más singulares de Catalunya. Su escala humana y tradicional está, por suerte, protegida para siempre: en 2022 fueron declaradas Bien Cultural de Interés Nacional.

18

¡Un brindis por la asimetría!

📍 Catedral de Amberes · Amberes · BÉLGICA

La torre más alta de Bélgica tiene 123 metros, y es la maravilla gótica que corona, desde 1518, la catedral de Amberes —capital mundial de los diamantes, por cierto—. Una catedral tan maravillosa como asimétrica, pues la segunda torre del edificio apenas cogió un tercio de la altura que tomó su compañera. Poco importa: el edificio es majestuoso y rotundamente impresionante, y forma parte del Patrimonio Mundial de la Unesco. Curiosidad extra para las y los cerveceros: en una de sus capillas, en su interior, hay un bar.

19

El estadio donde prendió la llama de los Mundiales

📍 Estadio Centenario · Montevideo · URUGUAY

El Estadio Centenario de Montevideo es un monumento del fútbol mundial. Inaugurado el 18 de julio de 1930 —coincidiendo con la principal fiesta patria de Uruguay—, fue construido para albergar la primera Copa Mundial de fútbol de la historia. Allí ganó la primera de sus estrellas la selección uruguaya y, desde entonces, ha sido casa de ‘La Celeste’, del Mario Benedetti cronista deportivo en los años cuarenta y de millares de aficionados y jugadores de Nacional, Peñarol y de los tantos equipos que pueblan la capital de un país que respira fútbol por todos sus poros.

20

Una maravilla portuguesa

📍 Castillo y muralla de Óbidos · Óbidos · PORTUGAL

¿A quién no le encanta Portugal? El país vecino es tan entrañable como precioso, y guarda un patrimonio arquitectónico espléndido. En 2007, el Ministerio de Cultura de Portugal impulsó un concurso para definir, popularmente las siete maravillas nacionales. Entre ellas se colaron estructuras ilustres y célebres como la Torre de Belém, el Monasterio de los Jerónimos o el Palacio da Pena, en Sintra, pero también otras menos difundidas como el castillo y las murallas de Óbidos, al norte de Lisboa. Estas últimas rodean al espectacular pueblo del mismo nombre, se entrecruzan con algunos de sus edificios e incluso alojan, en su interior, capillas y santuarios. Todo un viaje, a pie, por el medioevo.

21

Un trampantojo compostelano

📍 Casa do Cabido · Santiago de Compostela · Galicia, ESPAÑA

Los trampantojos existían ya en 1758, y la prueba es la Casa do Cabido, en Santiago de Compostela. Fue aquel año cuando, para completar el contenido de la plaza de las Platerías, Clemente Fernández Sarela diseñó una fachada harmoniosa y rimbombante. Digo fachada, porque poco más hay tras ella: el edificio tiene apenas cuatro metros de profundidad. En cualquier caso, la edificación cumplió de sobras con su objetivo, embelleciendo el ya bellísimo centro de Santiago frente a la Fonte dos Cabalos. Hoy, y desde 2011, alberga una estrecha y larga sala de exposiciones.

22

Allá donde fabricaban las medicinas del rey de Brasil

📍 Mansiones del Largo do Boticário · Rio de Janeiro · BRASIL

Si vas a Rio de Janeiro, piérdete por el barrio de Cosme Velho, a los pies del Corcovado, para transportarte de pleno al siglo XIX carioca. Y déjate llevar hasta su síntesis perfecta, envuelta en una vegetación abrumadora: las mansiones neocoloniales del Largo do Boticário. Una placita que antaño fue el hogar de Joaquim Luís da Silva Souto, farmacéutico que producía las medicinas y ungüentos para la familia real de Brasil —de ahí el nombre del lugar—, y que hoy vive entre la decadencia nostálgica y la exuberancia selvática.

23

Una iglesia solitaria en las alturas

📍 Iglesia de Machuca · Machuca, desierto de Atacama · CHILE

4.115 metros de altura. Es el hito que marca la iglesia de Machuca, perdida en la inmensidad del desierto a unos 30 kilómetros de distancia de San Pedro de Atacama, en Chile. Su campanario bajo y aplastado parece haber capitulado ante el mal de altura, ¿y quién no lo haría? Con sus puertas azules y sus techos cubiertos por paja, el templo rezuma entrañabilidad en un medio árido, duro y despojado, en ese incierto y bellísimo cruce de caminos y texturas entre la frontera chilenoboliviana, los volcanes andinos y los humeantes géiseres del Tatio. Pura magia hecha paisaje.

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Destacada

Impresiones de Tel Aviv: una primavera de contrastes

Este post forma parte de la serie: Tel Aviv-Jerusalén: diario de un viaje tan inesperado como asombroso | 1. TEL AVIV 2. Jerusalén

En una tarde de mayo, en Salou, me hicieron subir a un escenario. Se celebraba la novena convención anual de Barcelona Travel Bloggers, y resulta que era uno de los finalistas de un concurso que organizaban la oficina de turismo de Israel y su aerolínea nacional, El Al, para la ocasión. Contra todos mis pronósticos, acerté más preguntas que el resto —tales como «¿Cuántos restaurantes veganos hay en Tel Aviv?», «¿Qué lleva la shakshuka?»…— y, de repente, había ganado un viaje, acompañante incluido, a un punto del mapa que por entonces no formaba parte de mi lista de futuribles.

Varios meses después, tras encajar el regalo en mi espinoso calendario anual, llegó el momento de plantarnos en Oriente Medio por casi cinco días: dos y medio para Tel Aviv, y otros tantos para Jerusalén. Ahora, tras haber ya regresado, las tres lecciones que saco de esta historia son claras. La primera: es difícil encontrar una región más compleja, magnética, llena de contrastes y cultural, religiosa y socialmente interesante que la estrecha porción de tierra comprendida entre el Mediterráneo y el río Jordán. La segunda, ¿cómo narices no se me había pasado por la cabeza visitarla hasta este bendito año? Y, por último: la vida, a veces, te tiene reservadas sorpresas más que agradables.

Aquí dejo, a modo de testigo y en dos tomos, un diario de impresiones de esta travesía inolvidable y sorprendente —y más corta de lo que habría sido deseable—, repleta de vivencias y escenas curiosas y, desde el prisma del aprendizaje viajero y personal, superlativa. Primera parada: Tel Aviv.

Día 1 | domingo, 4 de diciembre de 2022

BARCELONA – TEL AVIV

9h00 | Preguntas y respuestas en el Aeropuerto del Prat

«¿Cuál es el propósito de vuestro viaje? ¿De qué os conocéis? ¿Vivís juntos? ¿Quién ha hecho vuestra maleta?» Antes de facturar en el mostrador de El Al, la seguridad israelí se ha encargado de cerciorarse de que nuestras intenciones viajeras son benévolas. El cuestionario ha sido exhaustivo, pero ejecutado con una exquisita amabilidad. «Tel Aviv os encantará: es una ciudad fantástica», nos dicen sonrientes, a modo de remate. No sin antes colocarnos, en el equipaje y en el pasaporte, un adhesivo que, nos cuentan, certifica que hemos pasado el control de seguridad.

12h30 | Sobrevolando, pongamos, Cerdeña

Sí, se puede comer rico a bordo. Y no, no es por hacer publicidad gratuita, pero nunca he comido un bocadillo aéreo tan sabroso y crujiente como el que nos ofrecen en El Al: carne jugosa en salmuera, con pepinillos y cebolla. Por supuesto, es ternera.

16h40 | Trámites

Tras cruzar el Mediterráneo de cabo a rabo, el avión toca tierra en el aeropuerto de Ben-Gurión, que lleva el nombre de quien pronunciara la proclamación de independencia del Estado de Israel en 1948. Oímos nuestro primer «shalom!» por megafonía y, después de bajar de la nave y recorrer varios pasillos, la máquina encargada de registrar mi pasaporte e imprimirme el visado se detiene en seco y me dice que me dirija a un mostrador. Allí me dan el susodicho papel: una tarjetita azul que hace las veces de sello —Israel evita estampar los pasaportes de los turistas para facilitar que puedan entrar a un país árabe en el futuro—. Una cola de veinte minutos nos separa del siguiente control, la propia aduana, donde nos vuelven a preguntar por el motivo de nuestro viaje. El adhesivo que nos han colocado en el Prat agiliza el trámite, y nos permite franquear —por fin— la puerta de salida al mundo exterior. Antes de dejar el aeropuerto cambiamos 100 euros por 325 shéquels: no es un mal trato.

17h30 | Un tren cómodo y rápido

12 minutos de tren separan al aeropuerto de nuestro destino, la estación de HaHagana, en el centro de Tel Aviv. El vagón es cómodo y, para nuestra sorpresa, silencioso; la información de las pantallas, trilingüe —hebreo, árabe e inglés—, y avistamos una decena de soldados que viajan a bordo, metralletas incluidas. Es noche cerrada: el día, aquí, a estas alturas del año, finaliza a las 16h30.

17h45 | Shalom, Tel Aviv

Salimos de la estación y nos da la bienvenida el balagan local, el famoso alboroto de estas tierras: frente a un skyline luminoso dominado por rascacielos y carreteras superpuestas, un trajín alborotado de vehículos y personas de todas las edades y tonalidades circula en todas las direcciones posibles. Reseguimos la calle Levinski, que nos tiene que llevar hasta el hotel en unos 20 minutos a pie, en un tramo de vía que dista de ser la más bella y harmoniosa de la ciudad. Pero la escala grotesca y destartalada de la avenida y sus edificios se convierte en cuestión de minutos en un laberinto de callejuelas peatonales cálidas y casi pueblerinas, y de repente aparecen colmados de especias, ancianos que comen frutos secos sentados al fresco y terrazas en plena calzada donde la gente disfruta de su cerveza a los 23 grados de diciembre.

18h15 | Los contrastes que vendrán

Llegamos a nuestro alojamiento —Selina Neve Tzedek— y comprobamos que está insertado en un complejo de casas centenarias de dos plantas que, a diez metros de distancia, ven como un rascacielos de viviendas de 100 metros de altura se abalanza sobre ellas. El contraste arquitectónico y urbanístico se reafirma como primera evidencia en Tel Aviv. Bordeando el alojamiento, la antigua vía de tren ha sido convertida recientemente en parque, y decenas de patinetes eléctricos descienden por él hacia el mar dejando atrás a otras tantas decenas de megaedificios.

19h00 | Neve Tzedek, el barrio más añejo

Tel Aviv es una urbe relativamente nueva —fue oficialmente establecida en 1906—, pero nuestra primera parada es su barrio más añejo: Neve Tzedek. Sus casonas, bajas y ajardinadas, de colores pastel, y los pasajes que le dan forma, construidos de 1887 en adelante, relucen bajo el brillo de una luna clarísima, que parece una inmensa lámpara flotante. En esta urbe a distintas alturas, Neve Tzedek es un oasis de tranquilidad repleto de cafeterías, galerías de arte, restaurantes y tiendas de decoración y, en de alguna forma, recuerda a una versión mediterránea y oriental del centro de Reikiavik.

20h30 | La noche de Tel Aviv (I): Florentin

Nos adentramos momentáneamente en la la calle principal de Tel Aviv —Rothschild Boulevard— para comprobar que, con la ayuda de inmensas grúas, la ciudad crece a pasos agigantados. Pronto, de nuevo, la trama cambia, y ya estamos en Florentin: el barrio hipster y grafiteado de la urbe, de edificios bajos y callejuelas estrechas, lleno a estas horas de terrazas abarrotadas sobre las aceras. Que a Florentin le vaya la marcha no impide que nos encontremos, en nuestro deambular, con varias sinagogas. Es el momento de cenar en el patio de un local llamado Casbah, probar la berenjena a la brasa envuelta en tahini y pagar unos 9 euros por una cerveza de medio litro. Por cierto: en Tel Aviv, te animan a pagar propina —sugiriéndote un 10% del total—.

22h30 | La noche de Tel Aviv (II): el Barrio Yemení

La noche está cálida y suave, y el mar nos atrae. Tras cruzar una zona de antiguas y destartaladas barracas de pescadores hoy convertidas en animados bares, nos acercamos hacia el parque de Charles Clore —un inmenso prado plagado de gimnasios al aire libre— para oler el Mediterráneo de Tel Aviv. No hay demasiado ambiente a esta hora en el frente marítimo de la ciudad, y tras saludar a los megahoteles que le dan forma, nos sumergimos en un barrio mucho más sugerente: el Yemení, erigido por los judíos que llegaron aquí desde el sur de la península arábiga a principios del siglo XX. Un laberinto de bloques de pisos bajos y casas envueltas en árboles y buganvillas nos regala, en torno al mercado de Carmel —que a esta hora duerme— otra pléyade de terracitas bien pobladas y animadas. Un refrigerio más, y a la cama: mañana, más y mejor.

Día 2 | lunes, 5 de diciembre de 2022

TEL AVIV

8h30 | Teletrabajo con estilo

El segundo día de la semana israelí —el primero es el domingo, tras el sabat— se despierta con un sol radiante. Desayunamos en Ma Jolie, una cafetería/galería de arte de Neve Tzedek en la que, ya a estas horas, hay una legión de estilosos teletrabajadores instalados en el lugar —varios de ellos con sus mascotas—, sorbiendo café tras sus enormes gafas de sol mientras teclean en sus MacBooks y hablan sin parar por teléfono. Tel Aviv es un hub mundial de startups tecnológicas y emprendimientos digitales, y todo el mundo parece, de algún modo, participar de ese hito a todas horas.

9h30 | La colina de primavera

Cuando a inicios del siglo XX, las 60 familias judías que la impulsaron planeaban la creación de una nueva ciudad en las entonces dunas frente al Mediterráneo, le pusieron por nombre ‘colina de primavera’. Eso es lo que significa Tel Aviv en hebreo, y no hay palabras que encajen mejor con esta urbe: hay plantas, árboles, flores y frutos por todas partes. En los preciosos rincones de Neve Tzedek, la exuberancia vegetal es un espectáculo; a medida que nos acostamos hacia el centro de la ciudad, las palmeras, los ombúes y los ficus alcanzan alturas deslumbrantes. El clima ayuda: en pleno diciembre, con esta brisa húmeda y agradable, estamos a 24 grados.

10h00 | El mercado de Carmel

El Barrio Yemení parece otro a esta hora. Las persianas que anoche yacían cerradas se han transformado en los toldos y las paradas del mercado de Carmel, lleno de colores. Aquí, en los puestos a pie de calle o en las tiendas de los bajos de los edificios —que se intercalan formando una red de vías que, a ciencia cierta, no sabes dónde empieza o termina— se encuentran desde las granadas y las alcachofas más grandes que visto en mi vida hasta kipás de todos los colores, pasando por pan, cordero o pelotas de fútbol. Contra lo que cabría esperar, no es este mercado un enclave agobiante, sino un zoco apacible.

11h00 | Tel Aviv, capital Bauhaus

Durante la década de 1930, cuando Tel Aviv se regía bajo el mandato británico de Palestina, oleadas de inmigrantes huidos de la Alemania nazi recalaron en la ciudad. Entre ellos, arquitectos formados bajo los preceptos de la escuela Bauhaus, una corriente arquitectónica de origen teutón que pregonaba líneas rectas, espacios funcionales y superficies blancas. En aquel momento, la ciudad se expandía hacia el norte a marchas forzadas, y aquel estilo copó su desarrollo. El resultado, la archiconocida ‘Ciudad Blanca’: 4.000 edificios Bauhaus que hacen de Tel Aviv la urbe con más construcciones de ese estilo de todo el planeta, y que desde 2003 son Patrimonio Mundial de la Unesco. Venimos hasta la calle Bialik para ver —leemos— «la mejor de las muestras», y nos la encontramos, en su mayoría… en obras. El calor y la humedad de estas latitudes han dañado muchos de los ejemplares Bauhaus erigidos casi hace un siglo, y muchos de ellos están hoy en proceso de reforma a lo largo y ancho de la ciudad. Hacemos una parada en una tienda en la que habría estado por horas y que resulta ser un punto clave para entender la magnitud y el peso de esta arquitectura austera y servicial en el ADN de la ciudad: el Bauhaus Center Tel Aviv. Sus libros y postales son una ventana fantástica para observar cómo, en cuestión de décadas, el movimiento Bauhaus hizo que Tel Aviv pasara de ser desierto al embrión de una metrópolis cómoda y eficiente.

12h00 | ¡El mar!

Otro capítulo de contrastes telavivíes: su paseo marítimo. Qué preciosidad de tonos despliega el Mediterráneo en este rincón, qué arenas tan luminosas y qué despropósito de moles de hormigón tienen plantadas a sus pies. Mientras decenas de grúas se preparan para seguir trufando la costa de la ciudad de hoteles de lujo y clubes de playa, caminamos bajo el sol por una pasarela fantástica donde hay gente corriendo, andando en bicicleta, deambulando sin prisas y hasta catando el agua —que, por cierto, parece una piscina inmensa—. A 3.000 kilómetros de Barcelona, el ambiente relajado y marino de este paseo tiene un sabor parecido al del Port Olímpic. Pasada la playa Hilton, nos encaramamos por un camino de piedra hasta el parque de la Independencia, un balcón verde frente a la amplitud acuática.

13h30 | Bocinas fáciles

Navegamos de nuevo por los frondosos y calmos barrios residenciales de Tel Aviv y, bruscamente, se nos cruza la ruidosa calle Shlomo Ibn Gabirol, completamente patas arriba por las obras del tranvía. Ríos de viandantes circulan yendo a comprar, deteniéndose a almorzar o volviendo de la escuela, y nos queda más que clara una cosa: en esta ciudad, el umbral de paciencia para emitir un bocinazo desde un bus o un coche es, prácticamente, inexistente.

13h30 | El techo de Israel

Bordeamos el Ayuntamiento de Tel Aviv —un edificio brutalista de 1966 al que no es fácil cogerle cariño— y, en pocos minutos, nos plantamos frente al celebérrimo Museo de Arte de la ciudad, que comparte manzana con el Centro de Artes Escénicas y la Biblioteca Central. Una manzana, por cierto, cuya panorámica parece sacada de una película futurista: se adivinan, al fondo, las torres Azrieli y sus alturas espejadas y estratosféricas, que llegan a los 235 metros. Son los edificios más altos de Israel y, para un barcelonés poco acostumbrado a los rascacielos, generan un cierto vértigo. En este tramo, de repente, Tel Aviv recuerda más a una ciudad norteamericana que a una de escala europea.

14h00 | Rothschild Boulevard

Es increíble como el sol, a esta hora ya empieza a bajar y a teñir de rojizo el horizonte. Rothschild Boulevard, con esta luz, es más que disfrutable tanto para el peatón como para el ciclista, con sus palacetes Bauhaus y sus elegantes edificios en los que, a menudo, hay sorpresas escondidas en forma de esculturas.

15h00 | ¡HUMMUS!

El hambre acecha y es hora, ahora sí, de rendirse a una delicia celestial de que en estos lares es religión: el hummus. Una receta de Oriente Medio tan vieja como el propio Mediterráneo, que probamos en el restaurante Kaful de la colorida y peatonal calle Nahalat Binyamin, repleta de terrazas y palacetes otomanos. ¿Puede una mezcla tan sencilla como garbanzos, ajo, limón, tahini y aceite de oliva generar tanto, tanto placer gustativo? Sí, por supuesto, ¡vaya que si puede! Este hummus tiene más tahini y menos ajo y limón de lo que estamos acostumbrados a probar, y es cremosísimo. Que no falte la pita para rebañar, por favor.

16h00 | Una postal al atardecer

A estas alturas, hemos dado una vuelta completa a lo que podría considerarse el centro de Tel Aviv. La ciudad es refrescante y efervescente, con gente, tiendas, bares y restaurantes por todas partes, y con una población totalmente entregada a la causa de disfrutarlos. Volvemos al paseo marítimo para despedir al sol, allí donde se adivina la casba y los minaretes del antiquísimo barrio de Jaffa. Y el emplazamiento es un lugar fantástico para observar una muestra de la enorme diversidad de la población local: desde judíos con kipá corriendo frente al mar hasta mujeres árabes con hiyab que desfilan hacia el sur, pasando por una enorme mayoría de individuos con aspecto completamente laico. Y, por supuesto, muchos, muchos gatos: son ellos, en realidad, quienes dominan Tel Aviv.

19h30 | La noche de Tel Aviv (III): Jaffa

Tras un sesteo más que necesario, hacemos caso de la recepcionista de nuestro hotel: «Id a Jaffa, a la zona del mercado: ¡está muy animada de noche!» En apenas quince minutos nos plantamos en un barrio que esperábamos visitar mañana y que, en estricto rigor, es una especie de tatarabuelo de la actual Tel Aviv. Jaffa (o Yafo, en hebreo), es un lugar con una historia, una arquitectura y un mosaico social previo y propio respecto al de la Tel Aviv que hemos visto hoy. Aparece en escritos de hace 4000 años, cuentan que está poblada desde hace 9500 y, por supuesto, preexistía a la nueva ciudad que creció al norte. No fue hasta 1950 que esta la absorbió en su municipio, que oficialmente se llama Tel Aviv-Yafo, y hoy forman un continuo urbano en el que, no obstante, está más que claro donde y cuando empieza Jaffa. La Torre del Reloj marca la hora desde 1903, y es la primera huella evidente del largo dominio otomano del lugar, que lo impregnó todo con sus muros y arcos de piedra caliza. Lo que no difiere del resto de Tel Aviv es el ambiente. Efectivamente, alrededor del mercado todo bulle: restaurantes, cervecerías, y cafeterías se entrelazan en otra maraña de callejuelas que, a estas horas, ha bajado las persianas y se entrega a su lado más ocioso. El encanto de Jaffa es el de los rincones con siglos y siglos de historia, una luz cálida y la herencia de todos quienes han pasado por aquí. Antes de retirarnos a dormir, le damos una vuelta a la mezquita de Al Siksik, muestra estupenda de este cóctel.

Día 3 | martes, 6 de diciembre de 2022

TEL AVIV — JAFFA — JERUSALÉN

9h00 | Jaffa de día

El sol mañanero es igual de radiante que el de ayer, y un chubasco nocturno nos entrega una Tel Aviv reluciente. Volvemos a Jaffa bordeando el Mediterráneo para zambullirnos en lo que anoche no vimos —y su joyita mejor conservada—: la vieja casba y su viejísimo y bíblico puerto. La ausencia de gente, a esta hora, contrasta con la enorme cantidad de quienes han pasado por este laberinto embrujador en los milenios precedentes. Varias mezquitas, un monasterio franciscano, una iglesia ortodoxa griega, una armenia… Es difícil encontrar más y tan diversos legados en un pedacito de tierra así de minúsculo. Incluso Napoleón, leemos, asedió Jaffa en marzo de 1799. Hoy, los muchos recovecos de la casba de Jaffa son totalmente cautivadores, plagados de puertecitas deslumbrantes, cactus, palmeras, buganvillas y esculturas. Y muchas, muchas galerías de arte, joyerías y tiendas de artesanía. Desde el punto más alto de Jaffa se ven, entre campanarios y minaretes, los modernos rascacielos de Tel Aviv frente al mar. Es el último contraste que esta ciudad nos regala antes de que tengamos que decirle adiós.

12h00 | Hasta otra, Tel Aviv

Las calles deslavazadas que nos dieron la bienvenida hace un par de tardes nos despiden ahora bajo el sol, mientras paseamos nuestras maletas entre puestos callejeros de comida y una pléyade de negocios diminutos y transitadísimos. Avanzamos hacia la estación de tren de HaHagana sintiéndonos en sintonía total con esta ciudad diversísima, hedonista, ambiciosa y tan sofisticada como canalla. Es fácil empatizar con ella y su mezcla seductora, pero toca cambiar de tercio. Pasamos el control de metales antes de bajar a las vías y subirnos en un vagón que, en media hora larga y por 24 shéquels (6,60 euros), nos dejará en una ciudad tres veces santa y muchas más veces increíble: Jerusalén. 🟠

Código ético: la Oficina de Turismo de Israel en España y El Al han financiado parte de este viaje. Este post ha sido escrito por iniciativa propia y ningún establecimiento que en él aparece mencionado ha pagado por hacerlo.

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En los Fiordos del Oeste: así es el fin del mundo (islandés)

Imaginad que abrís una especie de matrioshka de lo extremo y lo boreal, y que os encontráis con una (casi) isla remota y ventosa dentro de otra isla remota y agreste; una región aislada e ignota dentro de un territorio por definición solitario y desamparado; una última frontera para la civilización —otra más, sí— dentro de ese fin del mundo helado y salvaje que es Islandia.

Imaginad kilómetros y kilómetros de terreno virgen y desnudo bajo el influjo inclemente de la naturaleza y sus caprichos, allá donde —si pones la vista sobre el frío océano— solo se acerca el hielo incierto de Groenlandia. Imaginad una porción de Islandia del tamaño de Asturias que apenas acoge a 7.000 almas, y a la que solo llega uno de cada diez visitantes foráneos que pisa el país. E imaginadnos a mis compañeros de ruta y a mí siendo esos ‘uno de diez’ que se lanzan a descubrir el paisaje irreal y delirantemente bello donde la tierra del hielo y el fuego, simplemente, se acaba.

Si mi invitación a imaginar ha sido lo suficiente hábil, estaréis imaginando los Fiordos del Oeste de Islandia y, a la vez, la excitación gigantesca que me causó sumergirme en uno de los fines del mundo, no pocas de sus historias y sus múltiples caras. Aquella vuelta por el extremo noroeste de Islandia no duró más de 30 horas, pero condensó todo lo que, para mí, hace interesante y emocionante el hecho de viajar. Intentaré sintetizar tamaña experiencia y mayúsculo lugar en este textual recorrido, esperando que los Fiordos del Oeste (u Occidentales, como también les llaman) os asombren y empequeñezcan tanto como a mí.

La sensación de llegar a un lugar real y literalmente lejos de todo

Tal como hizo en el siglo IX el primer humano que viajó a Islandia intencionadamente, Hrafna-Flóki Vilgerðarson, llegamos a los Fiordos del Oeste por barco. A las 11’30 de una mañana brumosa de agosto y tras tres horas de travesía, el ferri que nos transporta —coche incluido— desde Stykkishólmsbær toca tierra. Nos anuncian el puerto de Brjánslaekur como punto de entrada a la región, pero apenas divisamos un dique y una humilde caseta abrigados por desafiantes y verticales montañas. Ni terminal, ni puerto, ni mucho menos pueblo alguno hacen acto de presencia en una bienvenida que sintetiza a la perfección los Fiordos del Oeste: la huella humana es ínfima y discreta, apenas visible.

Efectivamente, los Fiordos del Oeste son y lucen como una región geográficamente aislada del resto de Islandia —apenas conectada por una franja de tierra de 15 kilómetros de ancho—, con un paisaje diferente al del resto de Islandia —plagada de fiordos y sin volcanes, faltas de planicies y con lenguas de mar omnipresentes— y totalmente ajena al trajín de visitantes de la carretera de circunvalación. Así que, tanto al poner un pie en este territorio extremo como durante todo el trayecto por él, es fácil sentirse un poco Hrafna-Flóki Vilgerðarson y experimentar que, aunque haya pasado más de un milenio, estás en un lugar desconectadísimo, recóndito y lejano de rastro alguno de civilización vecina.

La magnanimidad laberíntica de los fiordos

El olor del fin del mundo no deja de percibirse en esta tierra. Gran parte de la culpa —más allá de su ubicación— la tienen los fiordos que la vertebran y la fisonomía del espectáculo singular y espléndido que conforman.

Fiordo tras fiordo, ves sucederse inmensos valles rocosos en forma de u donde el agua fría y multicolor del océano se cuela a lo largo de hasta decenas de kilómetros, ocupando lo que siglos atrás solo fue hielo. Paredes pétreas e implacables de centenares de metros de altura, enfrentadas entre sí, dan forma a estos accidentes geológicos gigantescos por cuyos márgenes, pegados al mar, circulan carreteras y caminos minúsculos que te van abocando, kilómetro a kilómetro, a la magnificencia.

Önundarfjörður, Patreksfjörður, Tálknafjörður… En esa sucesión incesante de fiordos con nombres tan imposibles como atractivos piensas que —literalmente— el fin del mundo aparecerá tras franquear el que estás recorriendo. Pero no hay que subestimar la magnitud de los Fiordos del Oeste: concentran un tercio de la costa de Islandia y, como si se tratara de un laberíntico acordeón infinito, tras cada fiordo siempre aguardan, prominentes, dos o tres más en el horizonte.

La belleza singular y cambiante del vacío (y de transitarlo)

Hay quienes reducen el viaje tachar destinos de una lista, y quizás no estarán hechos para los Fiordos del Oeste: aquí mandan la belleza del vacío, la amplitud más recóndita y melancólica y la vivencia increíble de transitarlas.

Y sí: transitar los Fiordos del Oeste es hacer muchos kilómetros de coche —en nuestro caso, más de 500 en un día y medio— por caminos complejos y ásperos. Pero es, ante todo, exponerse a un abanico diversísimo de paisajes, estímulos y colores difíciles de borrar de la retina y del alma, de los que hacen que viajar sea algo que nos eriza el vello.

Transitar los Fiordos del Oeste es recorrer caminos de grava solitarios que parecen insertados en otro planeta, como el que atraviesa el recóndito y lunar altiplano de Gláma por el corazón de la región. Es pasar de circular junto a aguas de color gris plomo a tener a tus pies, en cuestión de metros, una inmensa playa dorada y turquesa —Tungurif— que bien podría ser caribeña. Es detener el coche en la punta de Kambsnes y tener ante ti —y para ti solo— la vista y el aire más puros del mundo, con las nubes y la lluvia jugando con los fiordos impertérritos. Es salir del túnel de Vestfjarðagöng y dejar atrás las rocas pardas del fiordo anterior para aparecer en un valle de un verde casi radiactivo, con la ciudad de Ísafjörður allí a bajo, en el medio del siguiente fiordo. Y os aseguro que podría seguir así por varias horas.

Dynjandi: un delirio insultante y sublime de la geología

Un gigantesco pastel de nata acuático es quizás el hito-joya concreto más privilegiado de los Fiordos del Oeste. Se llama Dynjandi, y también podríamos ver en él un velo de novia infinito, o una cola de caballo inmensa y fabulosa.

Seamos claros: la monumental y escondida catarata de Dynjandi inspira poesía. Sencillamente, llegar a sus pies y no sentirse pequeñísimo e insignificante no es posible. Menos aún cuando vas descubriendo que no se trata solo de una gigante cascada de 120 metros de largo y casi los mismos de ancho, sino que es una sucesión abrumadora de saltos de agua que se encadenan por centenares de metros más hasta el océano, dejándose caer desde las alturas del núcleo rocoso e inhóspito de los Fiordos del Oeste.

Una corta caminata de 15 minutos te lleva desde el aparcamiento hasta la Dynjandi madre, a la que la ruta te enfrenta en el silencio sepulcral de la grandiosidad de este escenario afortunado. Esto es muy subjetivo, pero probablemente se trate —por todo lo que conlleva su visita y por la casi ausencia de visitantes con los que compartirla, a diferencia de lo que pasa en las cascadas del sur del país—, de la caída de agua más espectacular y sublime de Islandia.

Las termas, esos intimistas oasis árticos

Recorrer los Fiordos del Oeste es también toparse con uno de sus elementos más entrañables y fascinantes: las piscinas termales que, desinteresadamente, te regala el calor de la Islandia subterránea.

Nada que ver tienen con la famosa y masificada Laguna Azul del sur del país. Los baños termales de los Fiordos del Oeste consisten en fuentes de agua caliente natural ubicadas en medio de la más absoluta nada, que son canalizadas hacia pozas construidas por los locales. Allí, evidentemente, nadie te espera para cobrar entrada o darte indicación alguna. En su lugar, quizás un cartel te agradecerá que te hayas detenido en el lugar, te instará a cambiarte en las casetas contiguas y solitarias y, posteriormente, te invitará —previo donativo voluntario, que podrás dejar en una especie de hucha— a meterte en remojo en los 35º-40ºC cortesía de la naturaleza mientras disfrutas de la enormidad de las vistas por tanto rato como gustes. Y, todo ello, probablemente, con apenas compañía o en completa soledad.

Tuvimos la suerte de entrar en calor en dos de los oasis de los Fiordos del Oeste: las piscinas termales de Krosslaug, frente a la costa sur de la región, y las de Reykjafjarðarlaug, en la base de un espectacular y pelado fiordo. Las dos paradas fueron enormemente agradecidas: la calidez del agua ante los 10ºC exteriores es energizante, y detiene el tiempo por completo.

La virulencia desnuda e impresionante de la naturaleza y sus elementos

Antes del viaje, mi grado de idealización de los Fiordos del Oeste implicaba imaginármelos siempre soleados, bajo un cielo azul radiante y totalmente secos. Nada más lejos de la realidad ni nada más improbable, como mi visita me demostró.

Camino hacia los acantilados de Látrabjarg —el punto más occidental de Europa y hogar de más aves marinas que ningún otro rincón del continente—, pensé que nuestro humilde vehículo, simplemente, decía basta. La intensa lluvia no daba tregua, el viento más extremo que jamás haya experimentado nos tambaleaba, y la ruta se convertía, minuto a minuto, en un barrizal escabroso. A pesar del temporal, llegamos al destino que perseguíamos, fuimos capaces de bajar del coche, caminar algunos centenares de metros y conseguir avistar un frailecillo. Fue suficiente; empapados hasta la médula decidimos iniciar el retorno.

De la experiencia sacamos varias lecciones. La primera, lo verídico del dicho islandés «si no te gusta el tiempo que hace, espérate cinco minutos» (o algunos más): mientras deshacíamos el camino, la lluvia desapareció de nuestra vista de un segundo a otro. La segunda, la constatación empírica de que si los Fiordos del Oeste son un terreno casi virgen es, en gran medida, por la virulencia de las condiciones climáticas en las que se inserta. Y, la tercera es que, pese a su carácter extremo y hasta peligroso, experimentar la naturaleza en este estado es sobrecogedor.

Casas solitarias y aldeas recónditas en medio de la más preciosa nada (y algún que otro barco varado)

La valiente iglesia con tejado rojo de Breiðavík frente a su playa descomunal. Una oscura cabaña de madera abandonada en la costa de Fossfjörður, un robusto fiordo. Ásgarður, una aldea de apenas quince casas desperdigadas —con escuela incluida— asomada al Atlántico más helado y temible. Un barco —el Garðar BA 64— varado en la costa desde 1981 sin que nadie lo haya pretendido mover un centímetro. Son ejemplos de los nimios testigos de la huella antrópica dispersos por una región donde puedes conducir por horas sin ver rastro humano alguno.

En ese tránsito y a decir verdad, pese a la impresionante belleza del lugar, no es difícil preguntarse recurrentemente: «¿por qué vive gente aquí?» Si bien los Fiordos del Oeste y su paz volcánica fueron proclives a la cría de ovejas desde la colonización de Islandia, y que este rincón del país vio florecer una pujante industria pesquera en el siglo XVIII, no es menos cierto que, en cien años, la población de la región ha menguado a la mitad.

Hoy, en los fríos, preciosos e inexplorados Fiordos del Oeste, los poco más de 7.000 humanos que los pueblan dedicándose mayoritariamente al campo, el mar y el creciente turismo tocan a —para ser exactos— 1,2 km2 de su vacío territorio por cabeza. Y eso es 10 veces más de lo que sucede, por ejemplo, en la provincia de Soria.

Ísafjörður: una micrometrópolis bajo la luz de medianoche

A pesar de su aislamiento, Los Fiordos del Oeste tienen una capital con características de ciudad. Es la urbe más norteña de Islandia —y el lugar más septentrional del planeta en el que he estado—, y surgió durante el siglo XVI por su ubicación estratégica para el comercio ballenero. Responde al nombre de Ísafjörður, está ubicada a 50 kilómetros del Círculo Polar Ártico, tiene 2.600 habitantes y, para los estándares de la región, es toda una megalópolis… a la islandesa, claro.

Allí llegamos hacia las 21h para pernoctar tras circular durante horas por el desértico paraíso que nos ocupa, con la voluntad, antes, de cenar en uno de los múltiples restaurantes locales. No hubo fumata blanca: a esa hora y pese a la radiante claridad que reinaba sobre Ísafjörður, todas las cocinas del lugar —y cualquier indicio de dinamismo urbano— estaban ya descansando.

Substituimos la cena, pues, por un paseo bajo la curiosa penumbra de un enclave donde el sol no se pone entre el 12 de junio y el 1 de julio. En agosto, hacia la medianoche, el resplandor solar —que a esas horas no se ve directamente— tiñe el cielo de un azul intenso, y las imponentes paredes que dan forma al fiordo, de un pardo casi liloso. La sensación de pasear entre las las coloridas casas de Ísafjörður con aquella luz, a 7ºC y acompañados por un viento helado en pleno verano fue totalmente exótico y surrealista.

Hacia las 2 de la mañana, sin embargo, el tenue resplandor se vistió de nuevo de día brillante. Algunas horas más tarde y ya bajo un sol rotundo, nos lanzamos a pasear por la versión despierta de esta localidad que conserva algunas de las construcciones de madera más antiguas de Islandia —hoy visitables y convertidas en sede del museo de historia regional—, y que tiene un centro peatonal, un cine-teatro, un estadio de fútbol, un hospital, un aeropuerto, un transitado y pintoresco puerto en el que atracan cruceros e incluso una universidad —especializada, por supuesto, en gestión de costas—.

Las ganas de volver a los Fiordos del Oeste… y algunos datos prácticos para futuros visitantes

Mientras las dejas atrás, las imágenes de los Fiordos del Oeste y su esplendidez desoladora se vuelven, en tu interior, adictivas. Quieres más. Ciertamente, pudimos apenas recorrer una muestra: no nos fue logística ni materialmente posible llegar a rincones singulares e icónicos de la región como el nuevo e increíble mirador de Bolafjall —una plataforma de cristal suspendida a 600 metros de altura sobre un fiordo—, la entrañable Old Bookstore de Flateyri —una librería preciosa gestionada por la misma familia desde 1914—, la reserva natural de Hornstrandir —casa del zorro ártico y «último espacio virgen de Europa», dicen—, la dorada playa de Rauðisandur o la intrigante costa de Strandir —plagada de piscinas termales y formaciones rocosas tan desconcertantes como superlativas—.

A decir verdad, nada queda cerca de nada en los Fiordos del Oeste, y a las y los —ojalá— futuros visitantes de la región os diré que no dejéis de pensar que, por sencilla que parezca sobre un mapa, se requiere tiempo y paciencia para abarcar la compleja y extendida geografía del lugar y hacer y deshacer sus bellos pero a veces desafiantes y rudimentarios caminos. Hay muy buenas carreteras en algunos tramos y túneles que permiten agilizar el trayecto, pero la climatología puede entorpecer los planes de cualquiera sin previo aviso, sobre todo entre septiembre y mayo.

En resumen: probablemente requiráis dedicar más de un día y medio a los Fiordos del Oeste para degustarlos como se merecen; planificar bien en qué orden visitar la región, por dónde circular y dónde pernoctar; disponer de coche propio para tener libertad de movimientos —existe transporte público entre pueblos y aldeas, sí, pero no resulta ágil para el foráneo—, y llegar hasta este rincón privilegiado del mundo, idóneamente, en verano.

Con todas esas lecciones sacadas y la retina saciada, tras el paseo matinal por Ísafjörður iniciamos nuestro regreso al concurrido reino turístico del sur de Islandia, a unas cinco horas de distancia en dirección al este. Estáis leyendo —por si no se ha notado— a un fan absoluto y abnegado de lo ignoto y lo recóndito y, para ese grupo de personas en el que me autoinserto, os aseguro que los salvajes Fiordos del Oeste de Islandia equivaldrán a una dosis de excitación y recompensa similar a la que obtiene un niño con la visita de los Reyes Magos. Y no, teniendo en cuenta todo lo que nos quedó en el tintero por allí arriba, no me parece una mala idea pedirle a los Reyes, de aquí a algún tiempo, un segundo capítulo por aquellos lares. 🔵

🇮🇸 Para saber más sobre los Fiordos del Oeste y cómo descubrirlos:

  • Web oficial de turismo de la región: visitwestfjords.is
  • Web oficial del gobierno islandés sobre el estado actualizado de las carreteras (imprescindible consultarla): road.is
  • Principales modos de llegar a los Fiordos del Oeste:
    • ⛴️ Por mar: en ferri desde Stykkishólmsbaer, en la península de Snæfellsnes, con Seatours, en 3 horas. En temporada baja, por 4.750 coronas (33 €) por cabeza y trayecto, y en verano por 6.490 coronas (45 €), más el mismo costo por viajar cargando un coche de tamaño estándar.
    • 🚗 Por tierra: desde Reikiavik hay 454 km a Ísafjörður, que se recorren en unas 6 horas, y 424 km y el mismo tiempo hasta Látrabjarg.
    • ✈️ Por aire: Icelandair vuela desde Reikiavik a Ísafjörður en 40 minutos, con una frecuencia de uno a dos vuelos diarios, y —con suerte— por unos 200€ (ida y vuelta).

Los Fiordos del Oeste

Nuestra ruta por el fin del mundo islandés

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Crónicas de Islandia: una ruta singular, 12 días y un país superlativo

No tengo claro el porqué, pero desde que tengo uso de razón lo remoto y lo solitario me atrae. La naturaleza extrema me emociona: cuánto más agreste, exótica e ignota, mejor. Y, al mismo tiempo, me admira que en lugares que combinan ambas cosas, pese a tener a la hostilidad de todos los elementos absolutamente en contra, la vida en sociedad sea capaz de desarrollarse en plenitud.

No hay ningún país del planeta que sintetice mejor todo ese paradigma que Islandia. El séptimo territorio menos densamente poblado del planeta es también el que, según los indicadores internacionales, puede presumir de una mayor igualdad de género. De la adversidad, las y los islandeses sacaron virtud: ser una excolonia arrinconada en el frío, durante siglos pobre de solemnidad y con la misma población que la Las Palmas de Gran Canaria —en la superficie de dos Croacias— no ha impedido que la ‘tierra del hielo’ sea hoy un paraíso socioeconómico que, dicho sea de paso, reposa sobre el —quizás— terreno geológicamente más fascinante y diverso del planeta.

El viaje más ansiado y una ruta atípica

Todas esas razones, juntas, hacen de Islandia el lugar del mundo que más ganas he tenido nunca de conocer en persona. Y, exactamente por eso, para mí y mis reticencias conservadoras, se trataba de un destino que bien merecía ser explorado con el tiempo y el dinero suficientes. Sin embargo, hace algunos meses, mi compañero de vida me sugirió con atino lanzarnos en este verano infernal a descubrir esa isla anhelada y helada haciendo como los resilientes islandeses: diseñado una ruta que aprovechara lo que teníamos y no lo que querríamos tener.

De modo que, en los 12 días de que disponíamos y haciéndole hueco a todos los rincones de Islandia que más nos llamaban la atención, recorrimos una especie de cuarto menguante que, en consecuencia, no coincide con la ruta habitual que siguen la mayoría de los visitantes, consistente en darle una vuelta completa al país. En lugar de ello peinamos todo lo que se comprende entre los aislados Fiordos del Oeste, en el extremo noroccidental de la isla —el súmmum de lo remoto; una especie de Meca para mí y mi fijación por lo ignoto—, y la sublime laguna de hielo de Jökulsárlón, en el suroeste de Islandia.

Y si las expectativas eran altas, la vivencia las multiplicó exponencialmente. Dejando al margen la —cara— cuestión gastronómica, no le cambiaría ni una coma a nada de lo que nos sucedió por allí arriba en los 12 (cortos pero intensos) días que duró nuestro ansiado viaje, que bastaron para convencerme de algo que presentía: Islandia es simplemente deslumbrante y superlativa. Espero escribir largo y tendido y con mayor enfoque sobre algunos de los rincones con los que este país fascinante ha obsequiado a mi retina, pero, por lo pronto, aquí va una síntesis de lo vivido y disfrutado.

Día 1
Barcelona – Reikiavik

✈️ 2.983 km | 🚗 51 km | 🚶 3 km | 🛏️ Reykjavik Downtown Guest House

Aterrizar en Islandia fue ya un espectáculo: el avión se esforzó para mostrarnos, a medida que descendíamos, desde los blanquísimos glaciares del sur hasta el volcán Fagradalsfjall, en plena erupción. Desde el aeropuerto de Keflavík, un trayecto por una solitaria carretera casi lunar, de 45 minutos, nos planta en Reikiavik, la capital más septentrional del planeta. Primera ronda de reconocimiento: bajo la intensa luz celeste de medianoche y con 11º en pleno agosto, esta animada metrópolis de bolsillo tiene un brillo irreal y atrayente. Probamos, por supuesto, los famosos y ricos perritos calientes de Bæjarins Beztu Pylsur. Una cerveza abrigada —a 12€— en plena Laugavegur, la calle de bares local, inaugura oficialmente nuestras vacaciones.

Día 2
Reikiavik, la capital feliz

🚶 16 km🛏️ Reykjavik Downtown Guest House

No se necesita demasiada pauta para perderse por Reikiavik, una simpática capital con alma de pueblo llena de arquitectura singular y notable: en un paseo nos topamos con la catedral luterana Hallgrímskirkja, de Samúelson —«el Gaudí islandés», nos cuentan—, que parece pura ciencia ficción; con Sólfar, la futurista escultura en forma de barco vikingo que te invita a lanzarte al mar; o con Harpa, el exquisito centro de conciertos, hecho de espejos y vidrio. Un free tour nos muestra el primer centro de la capital, que creció hace poco más de dos siglos en torno al colorido barrio de Grjótaþorp, y los minúsculos y curiosos Parlamento y Oficina de la Primera Ministra. Todo en la ciudad —incluso el altar de la catedral— celebra la diversidad: este es un país radicalmente abierto, inclusivo y feliz.

Día 3
La península de Snæfellsnes: viaje al centro de la Tierra

🚗 304 km | 🚶 15 km | 🛏️ Stykkishólmur: cabañas Vatnsás 10

La ruta nos conduce hacia las entrañas islandesas del noroeste. Primera etapa: la península de Snæfellsnes, allá donde Julio Verne situó la puerta de entrada al centro de la Tierra. No es para menos: en la inmensidad desierta de este brazo de tierra agreste empezamos a entender por qué es absolutamente imposible avanzar 100 kilómetros en Islandia sin detenerse y asombrarse hasta decenas de veces. Las sobrias columnas de basalto de Gerðuberg; Bjarnarfoss, nuestra primera cascada islandesa; la iglesia negra y misteriosa de Búðakirkja; la grieta de Rauðfeldsgjá, tan implacable como imponente; los acantilados indescifrables de Arnarstapi, el faro naranja de Öndverðarnes, desde donde avistamos orcas… La concentración de bendiciones de la naturaleza impresionantes y extremas es, en este punto del país, insultante. La pirámide natural de Kirkjufell pone la guinda a un día que se apaga en Stykkishólmur, donde dormimos, aún alucinando, bajo el amparo de un gnomo.

Día 4
Navegando hacia los Fiordos del Oeste: de Stykkishólmur a Ísafjörður

⛴️ 53 km🚗 293 km | 🚶 6 km | 🛏️ Ísafjörður: Gamla Guesthouse

En el puerto de Stykkishólmur y de buena mañana, cargamos nuestro coche en el ferry para descubrir la región más remota y agreste de un país —por definición— remoto y agreste: los Fiordos del Oeste. Ya en tierra y bajo la lluvia, las termas naturales de Krosslaug son nuestra primera oportunidad de practicar la religión oficial islandesa: llegar, ducharse, calzarse el bañador en las cabinas y sumergirse en los 38º que, en medio de la más absoluta nada, te regala, casi en exclusividad, la Tierra. Tras ese placer completo y energizante, surcamos carreteras auténticamente espectaculares y sobrecogedoras sembradas de casas solitarias, y reseguimos decenas de fiordos que van dibujando, uno tras otro, perfiles tan amenazantes como impactantes. Los ventosos acantilados de Látrabjarg —el punto más occidental de Europa— y Dynjandi —la cascada más impresionante de todas las vistas en el país, a mi humilde parecer— trazan una ruta cambiante y preciosa que, finalmente, nos devuelve a la civilización en Ísafjörður, la urbe más norteña de todo el país.

Día 5
Saborear el camino y la amplitud: de Ísafjörður a Bær

🚗 382 km | 🚶 7 km | 🛏️ Bær: Fossatún Camping Pods

En las latitudes de Ísafjörður —a 50 kilómetros del Círculo Polar Ártico— y por estas fechas, en lugar de noche existe una leve penumbra que, hacia las 2 de la mañana, se ha convertido de nuevo en claridad. Algunas horas más tarde nos despertamos bajo un sol radiante para pasear por esta colorida ciudad de 2.600 habitantes surgida durante el siglo XVIII y de pasado pesquero que, aunque vive aislada aquí arriba sobre una lengua de tierra suspendida en las frías aguas de su fiordo, tiene un centro peatonal, un transitado y pintoresco puerto y hasta universidad —especializada en gestión de costas, obviamente—. Hacia media mañana iniciamos una larga y solitaria ruta en dirección hacia el más transitado centro del país, de nuevo bordeando fiordos espectaculares y entregándonos a una maravilla patria que no aparece en las guías: el camino y la amplitud islandesas. Tras una parada intermedia en la poza termal —de cuento— de Guðrúnarlaug, llegamos a nuestro destino y hogar por una noche: las cabañas —también de cuento—de Fossatún.

Día 6
El Círculo Dorado

🚗 218 km | 🚶 12 km | 🛏️ Hella: cabañas de Árhús Café

Después de habernos transportado por caminos extraterrestres cruzando las profundidades de los Fiordos del Oeste, donde solo llegan el 10% de los visitantes que acuden a Islandia, encontrarse en el triplete de lugares que conforman el Círculo Dorado equivale, casi, a sumergirse en la Rambla de Barcelona. En la primera parada, Þingvellir, vemos lo que en su día fue el escenario del primer parlamento democrático —al aire libre— del planeta, en el año 930. En la segunda, el área geotermal de Geysir, comprobamos bajo una lluvia torrencial que Islandia está hecha sobre un hervidor gigante: mientras el propio Geysir —que da nombre a todos los géiseres del mundo— duerme desde hace un siglo, su compañero Strokkur suelta, enigmáticamente, un chorro de agua caliente de quince metros cada diez minutos. Y en la tercera, ya empapados por el temporal, observamos la potencia imparable de la cascada de Gulfoss. Pese a que los tres lugares son ciertamente impactantes, las maravillas que venimos viendo en los días precedentes —y las que veremos después— hacen que el Círculo Dorado nos parezca de lo más discreto que este país conmovedor atesora.

Día 7
Parajes sobrenaturales: Seljalandsfoss, el cráter de Kerið y el valle geotermal de Reykjadalur

🚗 205 km | 🚶 14 km | 🛏️ Hella: cabañas de Árhús Café

Los planes B son a veces un gran acierto. Hoy íbamos a pasar el día en Landmannalaugar, en las inhóspitas Tierras Altas. Pero el temporal previsto, el alto coste del billete de bus —nuestro coche no podía acceder a esos caminos— y el largo trayecto —8 horas, sumando ida y vuelta— nos desmotivaron. De modo que dedicamos la jornada a comprobar, de nuevo, la enorme variedad de paisajes y colores que Islandia es capaz de condensar en apenas unos kilómetros. De las verdísimas colinas de Hlíðarendi, con la iglesia de Hlíðarendakirkja y la cascada de Gluggafoss, saltamos hacia la sobresaliente catarata de Seljalandsfoss, cuya prodigiosa y concurrida caída de agua, de 65 metros, se puede rodear. Tras una parada técnica en Selfoss para abastecernos de cerveza y buen vino en el Vínbúðin del lugar, la tienda estatal de licores —en ningún supermercado islandés normal encontrarás bebidas alcohólicas—, quedamos maravillados con el cráter rojizo de Kerið, que aloja un inverosímil lago verde esmeralda sobre el que la no menos inverosímil Björk dio una vez un concierto, hace ya algunos años. Y, para terminar la jornada, otra ración de paisajes inauditos y sobrenaturales: el del valle geotermal de Reykjadalur. Por él, una caminata de una hora larga nos condujo, entre fumarolas y multicolores colinas peladas, hasta un tramo de río de aguas calientes en las que —por supuesto— nos detuvimos para remojarnos.

Día 8
El sur es verde: la ruta de Fimmvörðuháls, el glaciar Sólheimajökull y el valle de Seljavallalaug

🚗 93 km | 🚶 14 km | 🛏️ Eyvindarhólar: Lambafell Welcome Hotel

Que saborear Islandia es, ineludiblemente, saborear el camino, es una máxima de la que esta isla no deja de convencerte. Podría estar siglos recorriendo el verdísimo y puntiagudo extremo sur del país que la ruta de Fimmvörðuháls tan bien sintetiza. Partiendo desde la majestuosa cascada de Skógafoss, nos entregamos a hacer el primer tramo de esta travesía que, si uno finaliza, conduce al valle de Þórsmörk. No fue nuestro caso; durante dos horas y media —y, entre la ida y la vuelta, unos 5 kilómetros— nos dedicamos a remontar la ruta bordeando el curso de agua y la inacabable retahíla de cataratas que este rincón del mapa islandés concentra. ¿Habremos visto 15 cascadas? ¿20? ¿30? Ni las guías son capaces de definir un número concreto. Más tarde, tras visitar en las cercanías el impactante glaciar Sólheimajökull, que mezcla el azul pálido de su masa helada con el negro de la roca volcánica que lo rodea, quisimos dirigirnos hacia el recóndito y precioso hotel de madera que nos alojaba y dejar de visitar lugares. Sin embargo, la curiosidad nos ganó por enésima vez, instándonos a explorar la cercana piscina termal de Seljavallalaug, una de las más antiguas de Islandia. De nuevo, la realidad descuartizó a las expectavivas: aquella piscina yace en el centro de un valle que parece sacado de Parque Jurásico, por donde centenares de cascadas se dejan caer desde lo alto de las paredes pétreas.

Día 9
Hacia el este: el negro de Dyrhólaey y la playa de Reynisfjara y el gran blanco del Vatnajökull

🚗 226 km | 🚶 11 km | 🛏️ Hof: Adventure Hotel Hof

A estas alturas del viaje uno empieza a pensar que Islandia no puede sorprenderle más. Hasta que sale el sol, y esa jornada climáticamente benévola coincide con el espectáculo mineral de los negros acantilados de Dyrhólaey y la igualmente oscura playa de Reynisfjara. Incluso el punto más meridional de Islandia es arte hecho lugar: el arco de roca con el que concluye Dyrhólaey marca la frontera sur del país, impasible ante las violentas olas que lo acechan y que, desde el faro del lugar, parecen minúsculas. Es aquí donde aparecen, por fin, los esperados frailecillos, que se divierten desafiando al Atlántico y lanzándose al viento desde las alturas agrestes en las que anidan. Ya en la playa negra de Reynisfjara, la enorme densidad de aves y el marco incomparable que conforman las imposibles columnas de basalto te regalan un espectáculo visual emocionante y difícil de borrar de la retina. Nuestra ruta avanza hacia el este y, tras surcar inmensos mares de lava solidificada, empieza a personarse frente a nosotros la enormidad blanca que hace unos días vimos desde el avión: es el intimidante Vatnajökull, el campo de hielo más robusto de Europa. El atardecer nos atrapa en Hof, con su entrañable y iglesia cubierta de césped, el sabio aislante ancestral de los islandeses.

Día 10
Jornada de glaciares: Jökulsárlón, Fjallsárlón y Skaftafell

🚗 171 km | 🚶 13 km | 🛏️ Kirkjubæjarklaustur: Hunkubakkar Guesthouse

Nuestro décimo día en Islandia marca el extremo oriental del viaje. Un extremo helado: hasta aquí hemos venido para visitar dos de los glaciares más célebres de Islandia: la laguna de Jökulsárlón, con sus impresionantes y efímeras esculturas flotantes, y la esplendorosa y descomunal escalinata helada de Fjallsarlón. Ambas nos han dejado mudos: el de los glaciares es un espectáculo tan escandalosamente bello como frágil, tan majestuoso como amenazado. Ya de vuelta hacia el oeste, en Skaftafell, de nuevo otro glaciar nos conmueve: el de Skaftafellsjökull. Ver su lengua desde las alturas, sumida en un retroceso imparable, duele tanto como eriza la piel. Deshaciendo ruta concluimos el día en las placenteras cabañas de Hunkubakkar, donde nos conjuramos para dejar atrás ocho días repletos de almuerzos y cenas a base de pan y embutidos para deleitarnos probando el cordero de kilómetro 0 que crían en la granja del propio alojamiento. Unos 50 euros —cerveza y postre incluidos— gastados con alegría.

Día 11
El sur con sol: Skógafoss, el volcán Fagradalsfjall y vuelta a Reikiavik

🚗 325 km | 🚶 8 km | 🛏️ Reikiavik: Hotel Frón

La enorme satisfacción de haber descubierto (parte de) un país singular, bellísimo, impactante y a cada metro espectacular se mezcla ya con el sabor tristón de lo que se acerca a su fin. Pero la recompensa del paisaje islandés no da tregua y, celebrando el radiante sol que brilla sobre nuestras felices cabezas, nos detenemos de nuevo en Skógafoss, la reina de las cascadas del sur de Islandia. Y la postal es mágica: un arcoíris doble saliendo de la propia catarata rubrica nuestra bendita ruta por este no menos bendito país. En otro arrebato culminatorio, se nos ocurre acercarnos a chafardear por las cercanías del volcán Fagradalsfjall, que lleva casi dos semanas en erupción. Para nuestra sorpresa, todo está perfectamente habilitado para las y los curiosos, y existen cuatro rutas para acercarse a la lava —en este punto, ya lejos de la espectacularidad incial— que ha emanado desde las entrañas de la Tierra. Ya en Reikiavik, nos entregamos a los placeres mundanos: nos bañamos en la playa dorada de Nauthólsvík, que recibe agua caliente canalizada y que los capitalinos denominan nuestra propia Ibiza; celebramos nuestra última noche en Islandia con la famosa y concurrida Happy Hour de las calles del centro —ayudados por la recomendable app Appy Hour, que nos dirige de bar en bar— y disfrutamos del atardecer eterno en la ciudad haciendo cosas tan impensables en otros países como, por ejemplo, pasear, a las 23h30, por los jardines del Parlamento, abiertos de par en par.

Día 12
Reikiavik – Barcelona

✈️ 2.983 km | 🚗 51 km | 🚶 13 km

Nuestro último día en Islandia amanece con un sol nítido y un aire puro a rabiar. Las casitas de colores de Reikiavik brillan felices con el monte Esja de fondo, tanto como la propia ciudad: humana, amable y llena de rinconcitos y esquinas entrañables. Me deleito rememorando la ruta hecha con el enormérrimo mapa 3D de Islandia que aloja el vestíbulo del Ayuntamiento de Reikiavik, un edificio magistral completamente abierto a la ciudadanía —como todo en este país—, y circundando el Tjörnin, el reluciente lago urbano situado en el corazón de la capital. Sus alrededores —con su verde exquisitamente cuidado, con las casas señoriales que lo bordean, con las esculturas que lo custodian— son simplemente preciosos. Allí se encuentra también una de las sedes de la Galería Nacional de Islandia, a la que entramos para acercarnos a la historia artística del país. Hay quien decide no dedicarle sino unas horas a la capital de esta nación, y creo que se equivoca rotundamente: es en ella donde uno le puede tomar más y mejor el pulso a una sociedad excepcional, creativa, igualitaria y pragmática. Y, para terminar, una panorámica colorida e icónica: la que te entrega —por unos 12€— el campanario de la Hallgrímskirkja.

Una catedral que, mientras nos acercamos al aeropuerto, cuando el sol ya empieza a bajar, no deja de verse en ningún momento. De algún modo, parece no querer despedirse. Y os aseguro que lo mismo os sucederá si hacéis caso a este humilde consejo —ahora sí, ya con conocimiento de causa—: id, por favor, a dejaros deslumbrar por y con Islandia, ese país remoto y único. 🔵

Dedicado a los mejores compañeros de ruta posibles —y coautores fotográficos de este post—, Lucho y Abel.

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Un día en las Torres del Paine, el color especial de la Patagonia

📝
Guía narrada de la Patagonia chilena
➡️ Punta Arenas ➡️ Puerto Natales ➡️ Glaciares Balmaceda y Serrano 📍 TORRES DEL PAINE ➡️ Perito Moreno ➡️ Leer y ver la Patagonia

Es un espectáculo imponente. Una mole inimaginablemente inmensa y robusta de rocas amontonadas, con formas imposibles y una pendiente vertiginosa. Una cordillera acordeónica plantada en medio del fin del mundo y peinada para siempre por el viento infinito de la Patagonia y su cielo inacabable. Tiene un nombre ancestral y es multicolor. Es el macizo Paine, las montañas azules.

No exactamente azul, sino celeste, significa Paine en mapudungún, la lengua del pueblo originario más numeroso de lo que hoy es Chile. Y parece ser que con esa palabra bautizó a este remoto enclave montañero un tal Santiago Zamora, campesino —baqueano, como le llaman allí— enviado por el gobierno chileno en 1868 hacia el extremo austral de América para inspeccionar la región.

Patagonia azul
Los Cuernos del Paine y, tras ellos, las Torres del Paine. Con el lago Pehoé delante.

¿Qué pensaría, el buen hombre, al dejarse caer por aquellas latitudes perdidas y quedar plantado ante semejante portento de la naturaleza? Pues lo mismo que yo, muy probablemente: que las Torres del Paine deben de ser uno de los paisajes más majestuosos y bonitos del planeta.

Hacia las Torres del Paine

Son apenas las 6h30 cuando suena la alarma, y los rayos de sol ya se asoman por el sur del planeta. Un desayuno frugal y a esperar a la camioneta: la excursión que he contratado por unos 35 euros en el propio hostel —y como sucede siempre en Puerto Natales— me pasa a recoger por su puerta.

La camioneta ya va llena: de compañera de expedición me toca una familia chilena entera, pequeños y mayores incluidos. Coincidencias: son de Temuco, cerca de donde —parece ser— procedía el mismo Sebastián Zamora.

Torres del Paine azules
El canal Señoret, que bordea a Puerto Natales, recibe al día con nubes y luces nítidas.

Despedimos Puerto Natales con los primeros vientos y luces del día sobre el canal Señoret, bajo nubes que corren raudas y veloces. Tocan casi dos horas de trayecto entre bosques, cumbres enharinadas, lagos y cielos cambiantes hasta llegar —tras visitar la accesoria cueva del Milodón—a uno de los accesos al Parque Nacional Torres del Paine, la portería Serrano.

Paramos en la caseta solitaria que da la bienvenida a este oasis de hielo y roca y me llama la atención el enorme cartel que qué responde a la pregunta de qué hacer si te encuentras con un puma. La reserva natural es más grande que —por ejemplo— toda Guipúzcoa, y en la inmensidad despoblada del lugar el fiero puma es el rey absoluto.

Pasamos el trámite de pagar la entrada, que no está incluida en el precio de la excursión. Los residentes en Chile —como era mi caso por aquel entonces— pagan 7.300 pesos (unos 8,25 euros); los extranjeros, 35 dólares. Es un precio alto, pero comparado con la magnificencia del lugar, todo lleva a dejar el calificativo en ínfimo.

Un cofre de azules remotos y exultantes

Hay varias maneras de adentrarse en el Parque Nacional de las Torres del Paine. Muchas y muchos optan por circuitos como la W o la O, de varios días, que implican acampar en distintos puntos del parque y recorrer sus recovecos por tramos siguiendo las siluetas de las letras en cuestión. Es algo exigente y, seguro, reconfortante. Sin embargo, viajé a la Patagonia solo y no era el momento de sobreestimar mi preparación montañera, así que opté por una excursión que, en media jornada, me mostrara una visión panorámica del parque, transitando por sus puntos capitales.

A modo de rayuela, la camioneta va peinando el áspero terreno en el que se inserta este cofre de geografías remotas y exultantes, saltando de una a otra. Pronto, al fondo se empieza a divisar el mastodonte imponente que es el macizo Paine, entregándote vistas poliédricas de sus componentes, que se contornean y solapan a medida que el trayecto los orbita como figuras de ajedrez gigantes.

Y pronto, también, empiezas a darte cuenta de que en este medio agreste hay otro rey además del puma: el color azul (y toda su familia). No me voy a entretener en narrar cómo la camioneta se va deteniendo en cada uno de los fantásticos rincones que conforman el circuito definido, sino en señalar algunos de sus azules, turquesas y celestes, hipnóticos y sublimes, que percuten la retina sin remedio.

🔵 El lago Grey

Patagonia azul
La inmensa playa del lago Grey.

La primera parada elige una playa. De arena negra, larga, anchísima y ventosa, el agua del lago Grey la peina constantemente con unos invitados también siempre presentes: los témpanos de hielo que se desprenden del glaciar que lleva el mismo nombre.

Su lengua, situada a más de 15 kilómetros de distancia, va soltando bloques inmensos de hielo de un azul brillante, congelado y efímero. Como si de terrones de azúcar se tratara, el hielo se disuelve sin remedio en las grises aguas del lago, en un espectáculo tan químico como poético.

Compara el tamaño de un témpano con el de un humano y verás lo pequeños que somos —sobre todo, en plena Patagonia—.
Torres del Paine azules

La parada en el lugar es también una invitación a epatarse, mirando al fondo y a la derecha del lago, con la parte más robusta del macizo Paine: el cerro Paine Grande. Son 2.845 metros de castillo pétreo coronado por nieves perpetuas —o eso esperamos— cuya escala intimida.

Un sendero de un par de kilómetros bordea la península boscosa que se forma justo en medio de la playa, y te permite abalanzarte sobre los témpanos de hielo para comprobar su magnitud de más cerca. Todo, entre el verde de unos coihues patagónicos que viven, desde hace siglos, desafiando al viento.

El bosque de coihues que rodea el sendero sobre el lago Grey.

🔵 El salto Grande

Avanzando entre praderas y baches la camioneta se detiene en punto estratégico donde se unen dos de los lagos ubicados en el parque, el lago Nordenskjöld y el lago Pehoé. Entre ellos, una cortina acuática de 10 metros de un turquesa cegador se desmorona para salvar el desnivel: el salto Grande.

Patagonia azul
El salto Grande: más turquesa no se puede ser.

Su color parece imposible: el fondo negro de rocas sobre el que se desliza no da pie a tanta claridad. Sin embargo, la razón es clara: los glaciares de los que deriva el agua de los lagos desmenuzan la roca que se encuentran a su paso, y ese proceso genera un fino polvo que, a efectos cromáticos y jugando con la luz solar, acaba dando pie a un turquesa glaciar que impresiona.

Retrocediendo hacia la camioneta, la panorámica te obsequia con una de las mejores vistas corales de todo el macizo Paine, y la mejor de las oportunidades para diseccionar las tonalidades que le dan nombre —y las que trascienden el universo de los celestes y azules—. Porque, bajo el sol, la oscuridad de sus rocas devuelven un azul grisáceo intenso y duro, pero también blancos manchados, negros y todo un abanico de grises.

El macizo Paine y todos sus rincones, de frente.

A la derecha de la postal, el cerro Paine Grande —que ya habíamos visto desde el lago Grey—; a la izquierda, una formación más barroca todavía: los Cuernos del Paine. Cuernos que parecen diseñados por capas, casi a modo de tarta de cumpleaños.

Fijarse en cómo la luz de la primavera austral, filtrada por el cielo siempre cambiante, repercute sobre el macizo Paine y sus millones de ángulos es un espectáculo gratuito al que cualquier persona vidente podría someterse por infinitas horas. Un espectáculo al que, por desgracia, dos duros —y provocados— incendios en 2005 y 2011 le arrebataron el verde. Hoy, sin embargo, la vida resurge de nuevo en este rincón de Chile, y su vida vegetal y animal se asoma de nuevo para formar parte de esta estampa inolvidable.

En las Torres del Paine, el verde recobra su vida tras los incendios de 2005 y 2011.

🔵 El lago Pehoé

Siguiendo el curso descendiente del salto Grande, la visita nos detiene en el camping Pehoé. Directamente: no se me ocurre un lugar con mejores vistas para acampar, ni con un contraste cromático más impresionante. Dicen que los atardeceres, aquí, elevan la experiencia a una categoría sideral. Tendré que volver para comprobarlo con mis propios ojos.

Patagonia azul
El Pehoé es un lago pseudocaribeño.

Volciendo al mediodía, el propio lago Pehoé y su turquesa electrizante te transportan a latitudes tan distantes como el más radiante Mediterráneo o un cayo del Caribe. Si no fuera porque el macizo Paine, amenazante y majestuoso, sigue plantado en medio de todas las miradas, pensaría que el agua que tengo bajo mis pies está a 30 grados.

Ante la belleza del enclave no es difícil comprender que no seamos los únicos presentes: no hay rastro alguno del anunciado puma, pero los tordos revolotean por todos lados, y en pleno pasto aparecen armadillos por aquí y por allá, campando a sus anchas. ¿Quién no lo haría?

Es también a orillas del lago Pehoé donde se divisan, por vez primera en el día, las propiamente llamadas Torres del Paine. Porque al cerro Paine Grande y a los Cuernos del Paine hay que sumarle al macizo el tercero —y quizás más conocido— de sus elementos notorios, tres monolitos completamente verticales de entre 2.200 y 2.900 metros que, desde mi posición, se asoman tras los susodichos cuernos.

Torres del Paine azules
Las Torres del Paine se asoman tras el extremo derecho de la nube presente en la imagen.

🔵 Avistando —ahora sí— las Torres del Paine

El paseo por los azules extraterrestres de este extremo de la Patagonia chilena llega a su fin, precisamente, acercándonos a las Torres del Paine. Un accidente geográfico que, además de dar nombre al parque nacional, es un icono patrio y cotidiano del imaginario chileno: hasta aparecen —guanaco mediante— en los billetes de mil pesos.

Mil pesos son hoy 1,13 euros.

La cascada del río Paine no es quizás el más azul de los elementos del lugar, pero sí uno de los escenarios desde donde, sin necesidad de acercarse en exceso, se pueden divisar mejor los tres famosos promontorios que nos ocupan. Juntos, desafían a la gravedad más que ninguna otra forma de las que conviven en el parque, como una peineta triple clavada sobre el Chile más extremo.

Por lo tanto, no: esta excursión de una jornada no te permite llegar hasta el emblemático mirador de las Torres del Paine, al que únicamente se puede acceder mediante una caminata de varias horas. Sin embargo, de alguna manera, te permite convertirte en una versión motorizada y contemporánea del baqueano Santiago Zamora, revoloteando una maravilla por la que vale la pena desviarse todos los centenares de kilómetros que sean necesarios.

Toca deshacer camino, y la camioneta se dirige de nuevo hacia Puerto Natales surcando las estepas doradas de esta región de la Patagonia chilena ya limítrofe con la inmensa Argentina. Es un preludio del paisaje que me tocará recorrer mañana para llegar a otra maravilla también —y por suerte— limítrofe: el glaciar Perito Moreno. 🔵

Torres del Paine azules
Las Torres del Paine en un día: información práctica
¿Cómo llegar?

Para visitar las Torres del Paine en un día la opción más eficiente es hacerlo mediante una excursión de jornada completa. Se puede contratar en cualquier hostel u hotel —o agencia de turismo, por supuesto— tanto de Puerto Natales como Punta Arenas, y siempre incluye la recogida en el propio establecimiento, todos los traslados y las explicaciones por parte de un guía local, pero no la entrada al propio parque nacional.

¿Cuánto cuesta?

Dependiendo de la agencia, los precios de la excursión —desde Puerto Natales—pueden costar entre 38.000 y 42.000 pesos chilenos (entre 43 y 48 euros, al cambio de 2022). Desde Punta Arenas, el costo es de entre 52.000 y 59.000 pesos chilenos (59 y 67 euros).

A esa cantidad hay que sumarle la entrada al parque nacional: 7.300 pesos chilenos (unos 8,25 euros) para los residentes en Chile y 35 dólares para los extranjeros.

Las excursiones de un día no incluyen el almuerzo, y es recomendable llevar bocadillos o tentempiés ya preparados desde Puerto Natales.

¿Cuánto dura la excursión?

Se parte de Puerto Natales sobre las 7h30 y se regresa en torno a las 18h30. Desde Punta Arenas, la paliza es considerable: se sale sobre las 5h00 y se vuelve cerca de las 22h00.


Guía narrada de
la Patagonia chilena –y un pellizco de la argentina—


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La Roma auténtica en 31+1 rincones y un paseo curioso

Roma es muchas cosas. Por ejemplo, tres colas sucesivas —a cuál más poblada— para poder acceder a un —también superpoblado— Coliseo. O una marabunta tras la que se esconden una veintena de guías gritando, repetida e intercaladamente, mientras esperas para entrar al Foro, «¡Por aquí, grupos! ¡Por allí, visitantes individuales!» Roma puede ser vendedores ambulantes de souvenirs Made in China por todas partes, entre los cuales delantales con el torso del David de Miguel Ángel, escultura residente a 270 kilómetros de Roma —total, ¿qué más da?—.

Porque una realidad como un templo —romano— es que Roma es una ciudad atestada de turistas. Y que muchos de ellos, palo de selfie en mano, no buscan más que tachar los hits de la capital italiana de su lista limitándose a embutir sus cuentas de Instagram con posados ante lugares de los que probablemente se pregunten pocas o nulas cosas. Como le pasó y de nuevo pasa a Barcelona —pero a una escala sensiblemente mayor—, Roma es capaz de inspirar lo peor del fast food turístico.

Pero este post no va de eso, sino de todo lo contrario. Si tantas y tantos acudimos a Roma no es solo porque su patrimonio infinito e inigualable definió la civilización de la que derivamos. Sino porque, hija de las muchas capas que han ido sedimentando en sus 3.000 años de historia, Roma es a la vez y ante todo un fascinante microcosmos repleto de rincones, detalles y cotidianidades auténticos e irrepetibles, que cristalizan en su personalidad rotunda e inconfundible y que, pesando en la balanza mucho más que el infame turismo de masas, hacen que te enamores perdida y locamente de ella.