«Te Pito o Te Henua», «el ombligo del mundo». Así se autodefinen en Rapa Nui (la Isla de Pascua, en castellano), una de las ínsulas más lejanas a cualquier otro punto poblado de todo el planeta.
Una isla que es a la vez un píxel de roca recubierto de hierba en la inmensidad rotunda y oscura del Pacífico, por siglos desconectada del resto de la Tierra. Un universo volcánico y remoto de poco más de 8.000 personas que tiene en los moáis al icónico exponente de su cultura ancestral y única y que, en un cuarto de la superficie de Menorca, se despliega de cabo a rabo.

Por lo tanto, no es de extrañar que, para los isleños, todo empiece y acabe en su porción de tierra, ni que la escala de todo lo que existe en este enclave sea confinada. Muestra de ello es que Rapa Nui solo tiene una ciudad, que hoy funciona como epicentro social y cultural único de la isla: Hanga Roa.
Hanga Roa es, pues, el ombligo urbano de Rapa Nui. Un ombligo amable, distendido, singular, pequeñito y que late a su propio ritmo, ajeno a lo que sucede allende los mares. Y, cómo no, la única urbe del planeta que cuenta en su entramado de calles y jardines con moáis.
Tuve el gusto de patear Hanga Roa y sus lejanas curiosidades en 2017 junto a la buena de mi amiga Laia. Y, ahora, me tomo la licencia de enseñárosla con este paseo virtual.
— Iorana en el aeropuerto más remoto del planeta —
A las 11 de la mañana, acabados de aterrizar en la isla tras cinco horas de vuelo sobre el océano, Polo nos viene a buscar al minúsculo aeropuerto de Mataveri. Nuestro conductor nos da la bienvenida al lugar con un «¡Iorana!» (bienvenidos en rapanui) y, tras colocarnos un collar de flores —como manda la tradición—, y salimos de la terminal.
Es ahí donde avistamos al primer moái urbano de Hanga Roa, plantado al lado del edificio desde 1978, fecha en que el escultor local Manuel Antonio Tuki Tuki lo talló expresamente para el lugar.
Si nadie hubiera venido a buscarnos, no habría sido grave: el aeropuerto de Rapa Nui está en pleno pueblo, y debe de ser uno de los pocos del planeta a los que se puede llegar a pie. Cercanía relativa, pues se trata del aeródromo más remoto del mundo: el más cercano está a 2.603 km, en la Polinesia Francesa.

— Espacio y verde para todos —
¿Por qué iba a seguir Hanga Roa parámetros prestados? Su paisaje urbano es peculiar y forjado bajo las mismas reglas propias que el resto de la isla. Aquí, las calles son amplísimas y raramente asfaltadas; las parcelas, dispersas y juguetonamente desperdigadas; los edificios, de apenas una planta; el espacio, generoso; el abigarramiento y el agobio, inexistentes, y la brisa oceánica y el olor a confín, omnipresentes.






A diferencia de lo que sucede en el resto de la isla —donde la tala de árboles fue masiva y apenas hay árboles desde hace centurias—, en Hanga Roa hay vegetación por todos lados: palmeras repletas de cocos, plataneros, arbustos multicolores, flores —precisamente— de pascua. Además de ser el ombligo cosmopolita de la isla, Hanga Roa es también es su capital forestal y jardín general.



Esa mezcla de impresiones coloridas, salvajes y a la vez relajadísimas es lo que nos entregó Hanga Roa mientras el 4×4 de Polo nos conducía a nuestro alojamiento, una cabaña «en las afueras» a la que llegamos en… cuatro minutos. No en vano, para ser honesto —y viniendo desde una de las ciudades más densamente pobladas de Europa—, es difícil discernir dónde empieza y acaba Hanga Roa, y quizás su mayor gracia sea justamente esa.
— «El reino Rapa Nui jamás entregó ni cedió la soberanía a Chile» —
Una vez instalados, volvemos desde la laberíntica y verde periferia metropolitana de Hanga Roa a su centro en un cuarto de hora de caminata.
Un centro identificable en torno a las calles Policarpo Toro, Te Pito o Te Henua y Atamu Tekena, donde toparse con una iglesia construida con roca volcánica, un mercado artesanal donde comprar tallas de madera y objetos de coral, decenas de agencias de turismo donde contratar excursiones por la isla o alquilar un Jimmy y otras tantas decenas de tiendas donde comprar pareos, crema solar, botellas de agua y esa clase de enseres comunes que se encuentran en los lugares a los que los turistas llegamos por puñados.
Mientras estiramos las piernas por la calle Atamu Tekena, un cartel nos advierte que estamos en una tierra con raíces inconfundibles. «Para conocimiento nacional e internacional, el reino Rapa Nui jamás entregó ni cedió la soberanía a Chile», aclara un escrito al borde de la vía.

En el plano jurídico, Rapa Nui es Chile desde 1888. Tras siglos en que la isla estuvo sujeta a saqueos, invasiones y al azote del esclavismo, fue en aquel año cuando quienes dan nombre a dos de las calles mencionadas —el marino chileno Policarpo Toro y el jefe local Atamu Tekena— firmaron el llamado Acuerdo de Voluntades. Su contenido es espinoso: según su versión en español, incluía una cesión de soberanía territorial, algo que la versión en rapanui no asevera.
Desde entonces, la exigua sociedad isleña ha seguido reivindicando y viviendo su esencia bajo el alero de un estado que lo reconoce como pueblo originario y del que, a casi 4.000 kilómetros, depende en términos prácticos. A nivel de calle —cartel mediante—, el visitante observará y oirá en Hanga Roa diferencias notables respecto al Chile continental, y notará la evidente frontera étnica y oceánica que une o separa a ambas tierras, según quiera verse.
— Moáis cosmopolitas —
Tahai, una especie de plaza-prado frente al negro Pacífico, es uno de los lugares favoritos de locales y foráneos para ver el atardecer en Hanga Roa. Allí, tres imponentes y enigmáticos ahu —altares sobre los que se ubican hasta siete moáis— rinden homenaje a los ancestros de los clanes rapanui en honor a quienes fueron levantados, y regalan una estampa que no se puede presenciar desde ningún otro punto de la isla: el océano tragándose al sol tras las espaldas de estas estatuas incomparables.

No son los únicos moáis cosmopolitas, claro. En el estadio de fútbol de Hanga Roa —inaugurado en 2014 por el mismísimo Pelé, por cierto—, todos los partidos se juegan bajo la atenta mirada de los dos moáis del ahu Tautira.


Justo al lado, custodiando el animado puerto de Hanga Roa, otro moái nos anuncia que estamos en la plaza Hotu Matu’a, dedicada al primer rey rapanui. Hacia el sur, el moái del ahu Mata Ote Vaikava mira al agua con sus ojos restaurados y relucientemente blancos, y en la caleta de pescadores de Hanga Piko, un moái erguido y otro tumbado protegen a quienes se aprontan para lanzarse al mar o deambulan frente a él.




Más allá de postales irrepetibles y contra lo que cabría esperar antes de poner un pie en Hanga Roa, son ejemplo de cómo los moáis también están presentes en el paisaje cotidiano del único enclave urbano de la isla, mostrándole al visitante una muestra de los linajes que llevan siglos dándole forma a Rapa Nui.
— Todos los caminos conducen al océano —
Si los ahu son el núcleo ceremonial de la cultura rapanui, el frente marítimo de Hanga Roa es la columna vertebral de su vida social. ¿Cómo no iba a serlo, en este universo-isla desde donde siempre se ve y huele el mar?
La calle Policarpo Toro lo va resiguiendo, dejando un margen de verde a veces bien generoso entre la propia vía y el mar donde, al ritmo de la misma cadencia sosegada y distendida de la totalidad del pueblo, se van sucediendo rincones curiosos.
La minúscula playa de Poko Poko, por ejemplo: es una síntesis entrañable de la famosa playa de Anakena, en el norte de la isla, o de aquello que uno consideraría una postal polinesia de manual. Una decena de palmeras perfectamente dispuestas configuran un anfiteatro natural donde darse un chapuzón protegido del oleaje, y quizás con la compañía de algún que otro caballo que paste por el lugar.

También frente al mar reposan los lugareños fallecidos. Es allí donde se ubica el único cementerio de la isla, reubicado en el punto actual solo desde mediados el siglo pasado. Es tan peculiar como Rapa Nui: las tumbas son coloridas y siempre decoradas con flores, y reflejan la fusión de tradiciones espirituales que hoy prevalece en la isla.

Desde el agua llegó la vida humana a Rapa Nui entre los siglos IV y VIII, y es el medio líquido una especie de extensión natural de los locales y de Hanga Roa. En los varios puertos —caletas, les llaman— que tiene Hanga Roa, tan pequeños como coquetos, verás botes y barcas que vienen y van, que traen pulpos fresquísimos del océano, que transportan a submarinistas ávidos o que reposan antes de volver a surcar el Pacífico.

De nuevo en el puerto principal, frente al campo de fútbol, además del tránsito marino, verás un atardecer formidable entre las palmeras. Y, para redondear el asunto, harás bien en combinar el momento con una empanada de un atún sabroso como pocos en el restaurante Ahi Ahi.

Precisamente, si de alimentarnos hablamos, no existe en Hanga Roa la opción de comer bien pagando poco. No es de extrañar: casi todo —excepto los frutos que da el mar— se importa desde Chile. «En la isla hay dos opciones: restaurantes caros y malos, o restaurantes caros y buenos», nos dijo Pancha, la dueña de la cabaña en que nos alojamos, antes de recomendarnos tres locales de la segunda categoría, obviamente ubicados frente al mar: Te Moana, Haka Honu y Tataku Vave.

Probamos este último, en una noche fresca y húmeda del agosto polinesio, y la experiencia fue, como todo lo visto y sentido en la isla, incomparable. En un recoveco casi secreto de la costa de Hanga Roa, en una terraza sobre el mar, con el ruido de las olas de fondo y la luna ante nosotros como lámpara principal, nos despachamos un salpicón de pulpo y una cerveza de la vecina Tahití que nos dejó obnubilados.
— Un epílogo privilegiado —
Pese a mi entusiasmo por Hanga Roa, entendería la posibilidad de que al visitante solo le parezca un punto ineludible para alojarse y partir a descubrir esos rincones realmente sobrecogedores por los que llegará hasta la isla, como el Ahu Tongariki, la desoladora y agreste costa norte o el impresionante cráter de Rano Kau.
Sin embargo, me guardo una última bala para convencer a los dubitativos. Porque más allá de un enclave peculiar o una mera necesidad logística, Hanga Roa es también la oportunidad de experimentar vivencias privilegiadas e irrepetibles, como la que nos regaló nuestra última tarde en la isla.
Resulta que la hija de la familia en cuya cabaña nos alojamos participaba en el festival de fin de curso de su instituto, y nuestros anfitriones no dudaron en invitarnos. En el patio del recinto escolar más verde y amplio que haya podido ver nunca y sentados entre las familias de los alumnos, nos empapamos de bailes, canciones y representaciones en una lengua que apenas hablan dos millares de personas y que, rotundamente, no se pueden escuchar ni ver en ningún otro rincón del planeta.
Poco importa que no entendiéramos apenas nada. Hanga Roa es el ombligo de un ecosistema cultural tan precioso como frágil. Un dato: a punto estuvo de desaparecer cuando, a finales del siglo XIX, poco más de un centenar de locales habían sobrevivido a la explotación y las enfermedades que los foráneos habían traído a este universo ínfimo y milagroso.
Verlo reproducirse en vivo y en directo, dos siglos después, me empequeñeció tanto como me estremeció. ¿Hay algo que valga más la pena, del hecho de viajar, que momentos como este? Pues eso: gracias infinitas, Hanga Roa. 🟢
Imágenes propias y de Laia, a quien le dedico este post.

Hanga Roa
Un paseo curioso por el ombligo urbano de Rapa Nui

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