Cuando los aeropuertos eran lugares singulares: el tour de Quim Monzó

Avión aterrizando en la playa. Singularia.Foto de Ramon Kagie en Unsplash

El romanticismo y la globalización aeroportuaria

A la búsqueda y encuentro de lugares singulares es muy probable que haya que llegar por avión. Pero con su código pictográfico propio, el romanticismo de los códigos de las aerolíneas y sus paneles de salidas y llegadas, ¿acaso no son también los aeropuertos, por sí solos, lugares singulares?

O quizás lo eran. Es cierto que la globalización ha hecho de cada aeropuerto un templo capitalista cortado por el mismo patrón: mismas tiendas, mismos restaurantes, mismas cintas transportadoras… Centros comerciales gemelos de sus pares de la ciudad y faltos de la magia que tenían, por ejemplo, allá por 1996.

Catorze Ciutats comptant-hi Brooklyn, de Quaderns Crema. Singularia
Quim Monzó escribió crónicas para El Periódico desde siete aeropuertos europeos en verano de 1996. Imagen de Quaderns Crema

Precisamente, en el verano de tal año, Quim Monzó (Barcelona, 1952) se dedicó a viajar por Europa de aeropuerto en aeropuerto y redactar sendas crónicas para El Periódico, poniendo el foco en las terminales donde empiezan y acaban tantos viajes y aventuras.

Y el resultado –inserto en el libro Catorze ciutats comptant-hi Brooklyn, (Catorce ciudades contando Brooklyn), de 2004– es un retrato hoy valiosísimo, lleno de sarcasmo y concisión, de la época en que la diversidad era característica de los aeropuertos del viejo continente.

Una colección de siete aeropuertos

¿Por qué viajar de aeropuerto en aeropuerto? Según Monzó, básicamente, para poder presumir de haber viajado a muchos países sin tener que soportar hacerlo a aquellos que no nos interesan absolutamente nada. Y, bajo esa premisa genialmente irónica –como todo lo que basa la obra de Monzó; escritor, traductor, guionista y mucho más–, arranca este tour por siete aeropuertos –singulares o no, que cada una o uno juzgue– que acogen al escritor.

Sobre Heathrow, Quim Monzó afirma que es “uno de los tres aeropuertos europeos donde pasar una semana de vacaciones sin problemas” en el que “los snacks son una maravilla”. Y así, de bar en bar y whisky en whisky, puede uno agotar una escala en Londres.

En Roma, el escritor llega a un Fiumicino en huelga, y se pasea entre variopintos y típicos recuerdos como figuras de vidrio de Murano, cuádrigas romanas, spaghettini embolsados y mortadelas varias. La nostalgia se acentúa cuando se nos señala que en los quioscos del aeropuerto romano las revistas veían con cintas de vídeo de regalo. Mientrastanto, en la megafonía se anuncia la misa de las cinco en la capilla.

Imagen de VanveenJF en Unsplash.com
En 1996, esperar en un aeropuerto podía ser igual de anodino que ahora, pero diferente.
Imagen de VanveenJF en Unsplash.com

En 1996 y respecto a 1989, el triunfo del capitalismo es claro en Praga. De los solitarios anuncios de Havana Club cuando el telón de acero aún sobrevivía, Monzó retrata como el aeropuerto de la capital checa pasa alojar a un sinfín de marcas del nuevo consumo –de Siemens a Visa– en un evidente templo al souvenir kafkiano.

El de Copenhague –dice Monzó– es un aeropuerto para ir con criaturas, pese a que también hay placeres adultos –y singulares–, como el bar en el que te cambian la calderilla escandinava por su equivalente cantidad de cerveza minutos antes de que abandones Dinamarca.

Quim Monzó, en 2008.
Fotografía de Salvador Altimir en Flickr, bajo licencia CC BY-SA 2.0

El aire arábigo del aeropuerto Malta es lo más interesante que se describe en su respectiva crónica, más allá de la decepción de los turistas catalanes que, a punto de regresar a Barcelona, se lamentan de haber visitado una isla por ese entonces destartalada y desangelada.

Al mismo tiempo, en Frankfurt –nos cuenta Quim– las copas salían a 14 marcos (7,16 euros). Una discoteca y un sex shop, además de unos baños sospechosos de donde no paran de entrar, salir y reentrar los mismos hombres, son las grandes atracciones de este aeropuerto.

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La última parada es el aeropuerto de un destino peculiar: Bodø, en Noruega. Los aviones locales del momento no asignaban asientos a sus pasajeros, así que Monzó describe como primero accedían a ellos los niños y, seguidamente, los adultos. Ni altavoces, ni música ambiental, ni avisos, ni ruido alguno en un aeropuerto familiar (o de «ambiente catedralicio») donde finaliza un recorrido ciertamente singular.

Como apuntábamos, Quaderns Crema editó la versión catalana y de bolsillo de este libro, de apenas 216 páginas y con un precio de 12 euros. Acantilado, por su parte, edita la versión en español, por el mismo precio. Una divertidísima y fugaz manera de volar, desde el sofá, a siete aeropuertos que tenían ese ‘algo’ especial.

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Publicado por Sergio García i Rodríguez

Me llamo Sergio García Rodríguez y nací en 1990 en Canovelles, Barcelona. Soy un explorador compulsivo al que le encanta perderse investigando, leyendo y —sobre todo— escribiendo sobre (re)descubrimientos viajeros, la ‘cara B’ del mundo y sus curiosidades. Y para contagiar todo ese ímpetu eché a andar este blog, en 2019.

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