Una cajita entrañablemente ecléctica de rincones felices, una punta atlántica en la que desembarcaron tantos y tantas, un amable microcosmos urbano que te abraza, una conjunción maravillosa de librerías, cafecitos, micromuseos, placitas, palacetes y aire de puerto, un resumen de por qué hay que querer a Uruguay. Todo eso es la Ciudad Vieja de Montevideo, urbe que a Lola Flores le pareció ‘el despertar de una dulce siesta’. Y no hay más que cruzar la puerta de su barrio más antiguo para empezar a entenderlo todo.
Porque sí: la Ciudad Vieja montevideana tiene puerta. Y también —hasta 1877— tuvo murallas: fue en ese perímetro de apenas 1.500 metros de largo por 800 de ancho donde nació un Monetvideo fortificado y estratégicamente protegido, que pasó de portugueses a españoles y más tarde a ingleses, hasta finalmente liberarse y erigirse en el primer centro de la capital de Uruguay, ya en 1828.



A pie, en bicicleta, con un café y un periódico de por medio: la Ciudad Vieja es humana, y se disfruta a fuego lento. Imágenes de Cassie (CC-BY-NC 2.0) y Marcelo Druck (CC BY-NC-ND 2.0) en Flickr, y propia.
Hoy, desmurallada y abierta al mundo pero aún recogida sobre sí misma —y preservada, por suerte—, es una sucesión urbana de pequeños placeres y gustitos. Todo a escala humana, y con el olor a sal y tránsito del Río de la Plata calles abajo, en los fondos, constantemente.
Dejarse llevar con los ojos despiertos, la clave para acercarse a la Ciudad Vieja de Montevideo
Si uno cruza la susodicha Puerta de la Ciudadela, aparece frente a la peatonal Sarandí, la camiable espina dorsal de la Ciudad Vieja. Un desfiladero amable de transeúntes, oficinistas apresurados (pero no tanto), funcionarios, turistas, deambulantes y vendedores ambulantes que disecciona una muestra física del centro antiguo de Montevideo.


La peatonal Sarandí, la espina dorsal de la Ciudad Vieja de Montevideo.
Reseguir el kilómetro de Sarandí es fundirse en una cotidianeidad deliciosa y entrañable. Y aunque no hay ningún patrón obligado para dejarse seducir por la Ciudad Vieja, la opción más garantista sugiere ir tomando y dejando esta calle indistintamente, sin un rumbo fijo, alternándola con las otras arterias del lugar, secundarias y reticulares. Porque no tiene sentido acercarse con prisa, a la Ciudad Vieja. Del mismo modo que no tiene sentido dormir siestas —ni despertarse de ellas— con prisa.
Sí vale la pena, al contrario, adentrarse en este barrio montevideano con el ojo bien descansado: para embelesarse con el festival de fachadas que atesora —casonas de la época colonial, palacetes art nouveau, edificios art déco—, testimonio pétreo de su importancia histórica y vitalidad; para descubrir la mirada de Galeano aguardando tras un grafiti en una esquina cualquiera; para detenerse ante puertas de una madera tan antigua como la propia República Oriental del Uruguay.




Puertas, ventanas, forjas. En la Ciudad Vieja de Montevideo, los detalles son un encanto.
La plaza Matriz y la plaza Zabala: dos oasis urbanos para dejar el tiempo pasar
A la Plaza Constitución le llaman Plaza Matriz. Cosas de las ciudades viejas: a veces los nombres oficiales no coinciden con los que le ha acabado dando su gente. ‘Matriz’, porque en ella encuentras edificios de los que emanó y emana poder: la catedral montevideana, el Cabildo de la ciudad, el Ministerio de Transportes y Obras Públicas, el Club Uruguay, epicentro de los encuentros de la alta burguesía desde finales del siglo XIX… Plataneros de más de 30 metros los custodian, y ordenan los caminitos que rigen la plazoleta, elegante y armoniosa, y conducen a la fuente del centro.



En la plaza Matriz hay verde, fuentes, feria de antigüedades y, entre otros edificios, el Club Uruguay, con su fantástica galería de columnas.
Pateable como toda la Ciudad Vieja, raro es el sábado que en la Plaza Matriz no haya una feria de antigüedades, con sus parroquianos, sus vendedores, su ritmo soleado aunque llueva. Cuberterías llegadas de todos los rincones de la vieja Europa, platos de cerámica, jarrones, candelabros centenarios. Si todo lo que allí se vende hablara, nos contaría innumerables historias de migrantes llegados de Italia a bordo de transatlánticos y de gallegos emprendedores y empujados al mar. Y de toda su descendencia, uruguaya hoy.

También se venden en la plaza, cómo no, libros de segunda mano. Es fácil sentirse invitado a comprar uno —o bien un periódico en el kiosko de la esquina—, a elegir un banco para ojearlo y a sentarse a ver las horas y las gentes pasar.
Ya te lo decía: la Ciudad Vieja va de tomarse las cosas con calma.
Más abajo, hacia el mar, irrumpe otro oasis urbano —este menos populoso—: la Plaza Zabala. Digo ‘irrumpe’ porque su forma romboidal parece encastrada a consciencia para desestabilizar la perfecta retícula de la Ciudad Vieja. Pisarla es quizás pisar un poquito de París —del tranquilo y apaciguado, claro— en Sudamérica: residencias señoriales, forjas fantásticas, edificios de viviendas neoclásicos, palmeras y ombúes.

Pero me disgusta hacer esas analogías transoceánicas: el Río de la Plata es hoy criollísimo, y del mismo modo su arquitectura, su urbanismo, su esencia. Y su valor. La Ciudad Vieja de Montevideo no es un trocito de Europa en Sudamérica; es Sudamérica. O, al menos, una de las muchas Sudaméricas. Ese es su valor, y yo quiero verlo así.

Tres librerías y un café para viajar (en el tiempo y el espacio)
¿Qué puede haber más noble, sanador y placentero que encontrar, una tras otra, librerías añejas y a la vez vivísimas en las que perderse por horas? A nostalgia y puerto huelen también las muchas librerías de la Ciudad Vieja de Montevideo, que rezuman el amor por la literatura de un país tan pequeño como enorme en talento de letras: Benedetti, Onetti, Ida Vitale, Horacio Quiroga, de nuevo Galeano…
Discretas y amables, todas ellas, son la puerta de embarque a un viaje que no cesa por historias de papel, y que se puede llevar a casa. Me quedo con tres.
En plena peatonal Sarandí, Más Puro Verso ocupa el edificio Pablo Ferrando, una fantástica construcción art nouveau de 1917 a la que le encanta que la miren desde cualquier perspectiva —ironía fina: fue la primera óptica de Uruguay—. El escaparate de la librería no es menos fantástico, con sus vidrieras onduladas y sus columnas de hierro forjado. Y dentro, dos plantas de libros, una escalinata preciosa y un restaurante en el altillo, con vistas. La pujante y burguesa Ciudad Vieja de inicios del XX, hecha hoy palacete literato.


El edificio Pablo Ferrando aloja Más Puro Verso, una librería preciosa y armoniosa.
En Moebius, el rótulo de la puerta ya deja claro su romanticismo: ‘arte, libros y objetos en extinción’. Y música de tocadiscos, e incluso un gato plácidamente acomodado en un rincón (cuidado: te entrarán ganas de imitarlo).


En Moebius todo es relajado. Y los visitantes lo perciben.
Traspasar la puerta de Linardi y Risso es sellar de nuevo el pasaporte. A pocos pasos de la plaza Matriz, esta librería avisa a su entrada, desde 1944, su especialidad: libros uruguayos y latinoamericanos, antiguos y modernos. Las escaleras de mano que cuelgan de sus estanterías parecen listas para que trepes por tanta historia escrita, y el espacio invita a sumergirse en él por días. «Una librería que busca y preserva, y esconde la sorpresa que debemos hallar. ¡Qué delicia aunque no nos llevemos casi nada!», escribió —y bien— Neruda en el libro de visitas de Linardi y Risso, en 1960.


Linardi y Risso, una institución.
En las tres podrás detenerte a leer sin que nadie te moleste ni presione, a ojear sin que se te abalancen apresuradamente para venderte este o aquel libro, a saborear letras sin el ajetreo de los lunes.
Más allá de leerse, la nostalgia también se bebe y se come, en la Ciudad Vieja de Montevideo. Seguramente hay un rincón donde todo ello, desde 1877, se fusiona: el Café Brasilero. 57 metros cuadrados que son una institución viva de la historia cultural de la ciudad, refugio afable y con mesitas humildes de la bohemia uruguaya: Onetti empezó a escribir ‘El Pozo’ allí mismo; en sus sillas Benedetti y Galeano ojearon el periódico asiduamente; Gardel cayó por el local alguna que otra vez… Hoy ya no los tenemos con nosotros, pero el Café Brasileiro sigue vivísimo, esperándonos a los que seguimos deambulando por la Ciudad Vieja.

La ciudad (y el país) que llegó por barco y tres micromuseos para entenderla mejor
“Los mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos descienden de los incas y los uruguayos y argentinos descendemos de los barcos”,
—dijo una vez Eduardo Galeano.

Fruto del tráfico marítimo y todos sus avatares nacieron el Montevideo que la Ciudad Vieja encarna, los sueños que refleja, sus pujanzas y letargos, su cadencia relajada pero sin pausa. Solo entre 1860 y 1920, cerca de 600 mil europeos se instalaron en este rincón del mundo llegando, precisamente, por el puerto de la Ciudad Vieja.
Grúas, marinos, pescadores esperanzados que toman mate en las escolleras, buques que parten y llegan, aduanas, pasajeros, tránsito y embarcaderos. El puerto y su entorno son parte viva de este barrio, y nos ayudan a entender dónde y cómo empezó —casi— todo el universo montevideano.
Por mar llegaron a Uruguay las familias de tres de sus artistas ilustres: Joaquín Torres García, José Gurvich y Pedro Figari. ¿Qué guardan en común, los tres? Pues que bebieron del rico y plural trasfondo migratorio y efervescente del Uruguay del siglo pasado, y que contribuyeron a enriquecer la identidad cultural de un país que entonces se adentraba en su segundo siglo de vida. Y en la Ciudad Vieja hay tres joyas de bolsillo para disfrutar de sus respectivas obras: los micromuseos de cada uno de ellos.
El más famoso de los tres, el de Torres García, nos acoge en el inicio de la peatonal Sarandí. El artista pasó algunos años de su juventud en Cataluña —lugar de origen de su padre—, donde conoció a los modernistas y, entre ellos, a Gaudí. A su vuelta a Uruguay, impulsó ‘La Escuela del Sur’, en 1944, faro de reivindicación de la autonomía artística y cultural de Latinoamérica. «Nuestro norte es el sur», proclamaba, y suya es la famosa y bonita América invertida, de 1943. Buscó un arte capaz de expresar conceptos con un lenguaje universal, ideas transmisibles. Y su museo es una excusa fantástica para adentrarse, en una tarde feliz, en ese universo estético.


‘El Pez’ y ‘América Invertida’, dos de las obras más famosas de Torres García.
Un poquito más abajo, en la misma Sarandí, uno de sus aprendices aventajados nos enseña, en otra visita breve y apacible, su parcela artística: Gurvich. Lituano de nacimiento y uruguayo de adopción, empezó abanderando el estilo constructivista de la Escuela del Sur para luego acabar desarrollando una simbología pictórica propia, muy influenciada por sus idas y venidas por el mundo y por sus raíces judías. Un fragmento de otro —y al mismo tiempo el mismo— Uruguay.


El Museo Gurvich, en plena Sarandí, y ‘Kibutz’, una de sus obras.
Pedro Figari, nacido en 1861, es el más veterano de los tres. Hijo de inmigrantes italianos, fue abogado, político, escritor, periodista y filósofo y, ya cuando se acercaba a su sesentena, también pintor. Con su obra intentó reivindicar, del mismo modo que Torres García, a su región. Con más mancha que línea, pintó escenas cotidianas del pasado poscolonial y rural de Uruguay: de los salones de baile donde la burguesía criolla se divertía, de los negros que tocaban candombe en las plazas, de los campos y los ombúes al atardecer. Una preciosa forja —como tantas otras de la Ciudad Vieja— precede a la puerta de su también micromuseo, que invita a descubrir el Uruguay de ayer en una hora amable.



Al museo de Figari se entra por una forja preciosa, y en él se alojan escenas pictóricas del Uruguay del pasado.
El Teatro Solís y el palacio Salvo: la Ciudad Vieja como puerta al resto de la capital
Hoy, sin murallas, es fácil salirse de la Ciudad Vieja. Eso hace que pasearla sea aún más interesante, porque te funde con el Montevideo que se expandió allende sus límites, con nuevas formas. Dos ilustres rincones contiguos a este antiguo barrio cerrarán este paseo virtual.
Primero, cerca de la puerta de la Ciudadela y en el borde del viejo muro, perdámonos por el Teatro Solís, el principal de Uruguay. Por fuera es amable, coqueto y explorable —como todo lo que lo rodea—, y dentro, en su sótano, esconde una sorpresa: un laberíntico (y gratuito) centro de exposiciones.

Acostumbrado a la marabunta de visitantes que habitualmente puebla —o poblaba— cualquier museo de Barcelona, perderme por las tripas del Solís fue una aventura tan casi privada como disfrutable. En su día, me tocó una exposición sin desperdicio alguno sobre la llegada del cine a Uruguay y las primeras películas hechas en el país, de cuando todo llegaba aún por barco. De nuevo, la nostalgia.
Todas las ciudades tienen un icono, y el de Montevideo es el Palacio Salvo. En el borde de la también vecina Plaza Independencia, casi enfrentado a la puerta de la Ciudadela, queda este fastuoso y fascinante tótem que entre 1928 y 1935 fue el edifico más alto de Latinoamérica. Y que parece, tal vez, a punto de despegar cual cohete.

Se ve desde muchos lugares: en el atardecer y ante el horizonte del Río de la Plata, o desde la Rambla, con el resto de la ciudad debajo. Y si bien no llega a verse desde la torre de su hermano gemelo, el bonaerense Palacio Barolo, enfrentado a 220 kilómetros agua adentro, sí que se ve desde el mar y desde el aire, al acercarse a Montevideo.
El cierre a esta vuelta lo pongo allí, en el Palacio Salvo, plantado donde la Ciudad Vieja se lanzó a ser más grande, más amplia, más extendida, más nueva. Y más alta. Pero hacia esa otra Montevideo —también sin prisas, claro— ya nos dirigiremos en otra ocasión. 🔵
🇺🇾🚢 Una cajita ecléctica de rincones entrañables, una punta rioplatense en la que desembarcaron tantos y tantas, un amable microcosmos urbano que te abraza: todo eso es la #CiudadVieja de #Montevideo, y hasta allí vamos | via @singularia_blog
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Al amor de mi vida y a la parte uruguaya de la familia.
Todas las imágenes son propias (excepto cuando se indica lo contrario).
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La Ciudad Vieja
de Montevideo

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Un comentario en “La Ciudad Vieja de Montevideo: placitas, librerías, nostalgias y otros pequeños placeres”