El pasado 31 de diciembre, horas antes de acabar el año, mi teléfono decidió quedarse a vivir en un taxi montevideano. Empecé 2022 como queda uno sin vida digital: colgando de una especie de nube atemporal.
Qué prólogo oportuno. Dos días después tuve la suerte de conocer el Cabo Polonio: el lugar de Uruguay más parecido a desconectarse de algo hoy tan importante como un móvil.

Porque en el Cabo Polonio apenas hay electricidad ni agua corriente. No puedes franquearlo en coche. Ni se te ocurra pensar en calles o alumbrado público. No oses esperar una cobertura telefónica robusta. Incluso tampoco, si me apuras, comodidades.
¿A santo de qué exponerse, voluntariamente, a tantas privaciones? Llanamente, porque el Cabo Polonio es, con todos sus noes, magnético y superlativo. Y lo es, sobre todo y precisamente, porque también le falta algo tiránico: relojes.

Un cabo remoto, un camión francés y un faro solitario
Vayamos a lo que sí es y sí tiene el Cabo Polonio. Que es tan avasalladoramente atractivo como lo que no.
El Cabo Polonio es, técnicamente, una punta de tierra elevada que sobresale en la costa del departamento de Rocha, la más agreste y salvaje de todo Uruguay. Hacia el suroeste, 40 kilómetros de dunas, arena y playas ininterrumpidas —inmensas y desiertas—; hacia el noreste, casi ocho. Todas, enfrentadas eternamente al Atlántico y a su viento. Aislamiento puro.
Toda la zona es, desde 1966, un área natural protegida, y plantearse alcanzar el cabo es físicamente desafiante. Respecto a la línea del océano, la carretera más cercana dista a siete kilómetros, varios baches y mucho traqueteo.
La llamada Puerta del Polonio, en el kilómetro 264 de la ruta 10, es la frontera entre el espacio exterior y la desconexión profunda.
Allí, a la entrada del Parque Nacional del Cabo Polonio, dejas tu coche para embarcar en el único vehículo autorizado a adentrarse hacia la costa: el camión francés. Hoy ya no es ni francés —ya volveremos a ello más tarde— ni tampoco uno solo, pero sí sigue siendo camión. Adaptado a su hábitat, claro.


El francés: una aventura.
Subir a él —puedes optar entre ir en cubierta, disfrutando de las vistas, o ir abajo, protegiéndote del sol— te empieza a aclimatar a la vibra de irrealidad del cabo. Tras veinte minutos entre matorrales, cuestas y colinas quizás vírgenes, aparecen al fondo los dos mirajes que vertebran el oasis del Polonio: el océano azulísimo y reluciente, allí abajo, y su eje absoluto: el faro.
Un poco de historia: cazadores de lobos, hippies, marinos y veranos
El faro es la fuerza que hace girar al planeta Cabo Polonio. Acompaña a sus tiempos y delimita sus días. Da la luz en medio de la noche atlántica y alerta de los peligros que entraña. Le da la vida y el sentido al cabo.

De hecho, lleva casi un siglo y medio haciéndolo: en 1881, ante los naufragios que este tramo de costa uruguaya solía causar a los navegantes, el faro se antojó como parte de la solución.
Fue un hecho determinante para que, desde entonces, empezara a crecer la diminuta comunidad del lugar, que hasta ese momento se dedicaba a explotar a la otra comunidad del Polonio: la de los lobos marinos. En torno al faro y a los loberos, pues, se fueron añadiendo marinos, pescadores y sus remotas cabañas, tan rudimentarias como azotadas por el viento.

Varios miles de noches alumbradas por el faro después, la naturaleza ignota del Cabo Polonio y su halo de última frontera empezaron a atraer a viajeros y espíritus nómadas de aquí y de allá. Y aquí es donde —hippie o forajido, ¿quién sabe?—aparece el francés del camión.
Versiones hay tantas como dunas tiene el cabo —o uruguayos tiene Uruguay—, pero parece ser que hace unos 40 años cayó por aquellas latitudes un exmilitar galo. Tan prendado quedó por el paraje que empezó a cavilar el modo de llevar antiguos camiones de guerra para transportar turistas desde la ruta hasta el faro.

Hasta que lo consiguió. Y así nacieron tres mitos: el del propio francés, el de los famosos camiones y el Cabo Polonio como destino ignoto y fascinante.
Hoy, en la aldea, viven no más de 60 personas durante todo el año, en un entorno casi intacto y bajo un cielo azul y silencioso como pocos. La propietaria del aislado hostel donde nos alojamos, Nancy, y su familia son parte de la intrépida y resiliente comunidad que habita el anfiteatro privilegiado que es el cabo, entregado no obstante a lo áspero del medio.

El progreso, sin embargo, ha hecho llegar al lugar algunos generadores eléctricos, la posibilidad de disponer de agua, un almacén de víveres, decenas de alojamientos, algún que otro bar y construcciones más sofisticadas que sus predecesoras. Y, en verano —claro—, un alud de veraneantes.
Qué hacer en el Cabo Polonio: la naturaleza primigenia, tribus y otros rituales
Pese a descubrirlo en la plenitud del verano y ya inserto en una cierta modernidad, el Cabo Polonio me pareció un oasis de sosiego en la hiperconexión constante a la que nos somete el mundo hoy.
Y sí, ya entonces había perdido el teléfono, pero ¿para qué habría querido conectarme a algo que no fuera la naturaleza pura y dura que tenía delante? Realmente, la gracia de todas las cosas que puedes hacer en el Cabo Polonio reside en que no tienen artificios, que están despojadas de lo superficial.

Puedes recorrer playas inmensas, infinitas, con kilómetros y kilómetros de naturaleza sin aditivos y alguna que otra casa solitaria y desperdigada, hasta encontrar tu parcela ideal. Puedes zambullirte en un mar tan frío como acogedor y energizante. Puedes perderte sin rumbo por la aldea, entre la madera pintada de las casas del centro hasta llegar a las rocas, miradores fantásticos e hipnotizantes del Atlántico. Puedes encontrarte con gente en el mismo y preciado estado de desconexión que tú, y sentirte parte de esa nueva tribu sin pantallas. Y créeme: todo junto es reparador.




El ‘centro urbano del Cabo Polonio.
También puedes entregarte a una de las religiones oficiales de Uruguay —más allá del fútbol, el asado y el mate—: ver cómo el mar se traga al sol.
Ya sea desde el punto más prominente del cabo —allá donde descansan los lobos marinos—, desde lo alto del faro o desde la arena de la playa Sur con una cerveza en mano, las puestas de sol del Cabo Polonio llevan al ritual a su expresión más pura y limpia.




Ver cómo el sol se pone: uno de los grandes regalos del cabo.
En este reino de relojes fluidos, tras el adiós del sol llega otro espectáculo para marcar el inicio de una nueva etapa: el de uno de los cielos más rabiosamente estrellados del planeta. Estrellas que, junto al faro, la luz tenue de las velas y alguna que otra hoguera, hacen de única guía para orientar a la tribu en la noche del Polonio.

Disponerse a salir a cenar no implica demasiados rompederos de cabeza: hay apenas un par de restaurantes. Uno de ellos es Mucho Bueno, donde —cosas curiosas del Polonio— nos atendió una camarera de Barcelona que vive allí permanentemente. Ya decíamos que el cabo atrae (e incluso retiene).
¿Y cómo no? De repente, en torno a la hoguera de la terraza del restaurante y bajo millares de constelaciones, arranca un concierto improvisado. La gente, mientras come, canturrea y baila. Si no fuera porque las mesas son de plástico, suena rap y pagamos con billetes, podríamos estar, perfectamente, en un festín medieval.

Para quienes quieren seguir moviendo el cuerpo con el resto de la tribu, la noche sigue en La Estación. En vez de bola de espejos, en el medio de la sala de baile de esta discoteca oceánica brilla otra hoguera. El fuego, en el Cabo Polonio, une.
Navegar la noche al ritmo del cabo
Volver a donde te alojes, en cambio, sí que puede ser una complicación en la madrugada. La oscuridad del Polonio es mucho más poderosa que cualquier otra cosa, y transitar la playa de vuelta a nuestro hostal fue una odisea casi a tientas. Una odisea preciosa, en cualquier caso.

Es ahí, cubierto por ese manto brillante y negro que te hace sentir ínfimo en medio de una playa más inmensa que nunca, donde caes en la cuenta de lo tanto que los humanos, por más que queramos desconectar, necesitamos referencias. Y el faro te las da, bajo la lógica mágica e inversa del Cabo Polonio. Ya lo cantaba Jorge Drexler. La unidad de medida del Polonio, en su noche profunda, no es la luz que emite el faro, sino lo que hay entre cada vez que vuelve a aparecer: doce segundos de oscuridad.
Ya en el hostel de Nancy, tumbados en las hamacas del patio y contagiados por la nueva cadencia, nos entregamos a contar, de doce segundos en doce segundos, todas las estrellas y galaxias que podíamos avistar. Y ahí llega una pregunta inevitable: ¿quién querría volver a relojes que no sean los que el cabo te impone? 🔵
«Un faro para
sólo de día,
guía mientras no deje de girar.’12 segundos de oscuridad’, Jorge Drexler
No es la luz
lo que importa en verdad
son los 12 segundos de oscuridad.»
Un comentario en “Cabo Polonio, ese oasis atlántico sin relojes”