En 2010, cuando era un tierno y estudioso pimpollo, me concedieron una beca Erasmus en Bélgica. En ese país trilingüe, plano, de naturaleza discreta y nutrido de ciudades tan deslumbrantes como amables.
Combinación perfecta: Bélgica parece diseñada para el moverse en tren, y sus muchas urbes —un gran número de ellas entre los 50 mil y los 200 mil habitantes— son casi siempre un tesoro caminable, lleno de historias y pensadas en clave eminentemente humana.

Así que billete en mano recorrimos —con la familia Erasmus siempre íbamos en comparsa— casi todas las provincias belgas para tomarle el pulso a sus ciudades. Ciudades donde lo antiguo se conserva y se aprecia, y donde todo gira en torno a lo que articula su vida desde hace siglos: las plazas.
La más paradigmática y elocuente de todas ellas será la prodigiosa Grand-Place de Bruselas, pero os lo aseguro: hay muchas más plazas belgas que bien merecen un paseo curioso y atento.
Y, siendo un Erasmus en Bélgica y si de conjugar sentidos se trata, ¿qué puede maridar mejor con una plaza que una buena cerveza? Creedme: es imposible —y altamente desaconsejable— que lanzarse a flanear por Bélgica y sus rincones urbanos no acabe virando hacia degustar alguna de las 1.500 variedades cerveceras que se producen en el país. La cerveza belga es la religión oficial nacional e, incluso, desde 2016, parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de la Unesco.

Doce años después de mi periplo en Bélgica, un arrebato de nostalgia me lleva a proponeros dirigir el rumbo hacia cinco plazas belgas llenas de historia(s), y a regar el paseo con una cerveza en cada una de ellas. Es esta una ruta apta para todo tipo de estudiantes, graduados, jubilados y otros especímenes hedonistas, pero siempre pensada para hacerla en tren: dejemos el coche para días sin tiradores ni botellines de por medio. Santé!
La Grand-Place de Mons: un mono y tres campanarios
Antes de subir a bordo, camino a la estación, pasaba siempre por la Grand-Place de Mons, mi ciudad de acogida, en el sur francófono del país.
Mons vivió siempre en el filo de la navaja: cercana a la frontera con Francia, tuvo un pasado primero medieval, luego a caballo entre sus vecinos del sur y los Países Bajos, algún tiempo español y, ya en época belga, también minero. Sus varios apogeos se fusionan en su plaza central, donde cada cual que pasó dejó su impronta.

Mons es una ciudad pequeña, como su icono principal —y residente más célebre de la plaza desde 1843—: el Petit Singe (‘pequeño mono’), una estatuilla de forja cuya cabeza hay que tocar si se pretende vivir con suerte. Lo encontrarás dándole la bienvenida a todos y cada uno de los transeúntes mientras protege la puerta del edificio más notable de la plaza, el Hôtel de Ville.

El pequeño mono de Mons es también un espectador de lujo de la ajetreada vida de la plaza y de los acontecimientos más notables que acoge. Entre todos ellos, destaca uno que tiene lugar anualmente —y que, como la cerveza, fue declarado Patrimonio de la Humanidad—: las ceremoniosas fiestas del Doudou. Su momento álgido es el combate —figurado— entre San Jorge y el dragón, donde una serie de personajes y figuras simulan la lucha eterna entre el bien y el mal en pleno centro de la plaza y enmarcados por tanta música como cerveza.

En cualquier día menos ajetreado, mirar a nivel de calle ya es un espectáculo —gótico y barroco— en la Grand-Place de Mons, pero levantar la cabeza no es menos reconfortante. Tres campanarios de formas sugerentes se divisan desde el lugar: el del ayuntamiento que la encabeza, el de la iglesia de Santa Elisabeth y el más alto de todos: el del Beffroi, emblema y punto más alto de la ciudad, que no deja de avistarse hasta que el traqueteo del tren se aleja de Mons.
UNA CERVEZA TRAPENSE PARA LA GRAND-PLACE DE MONS

Bien cerca de Mons existe una de las 14 abadías del mundo donde se produce cerveza: Chimay. La primera que os propongo es, entonces, una birra trapense, heredera de una tradición que los monjes de la abadía llevan más de 150 años manteniendo. La Chimay Bleue es oscura y fuerte, y en todas las cervecerías del país te la servirán en la copa que le corresponde. Y es un gran comienzo.
Dinant y una plazoleta dedicada al saxo
La próxima parada no nos saca de Valonia, la región sureña de Bélgica. Al contrario: nos adentra en sus entrañas.
Bordeando el cañón del río Mosa —algo bien singular en un país eminentemente plano—, la línea del tren se funde con bosques tupidos antes de detenerse en Dinant, una ciudad tan minúscula como estrecha y pintoresca.

Casitas perfectas y coloridas enfrentadas al agua, una colegiata imponente y la cornisa verde de los acantilados de fondo regalan una fenomenal postal al visitante, pero una de las singularidades de Dinant es menos visible: aquí nació en 1814 Adolphe Sax, el inventor del saxofón. Y, cómo no, la ciudad lo tiene más que presente.
Sax es a Dinant lo que María Pita a La Coruña o Juana de Arco a Ruán: es omnipresente en la ciudad. Él y su casa —en la calle principal, que se llama, obviamente, Adolphe Sax—; él y su semblante —con una figura a tamaño real, frente a su antiguo hogar—; él dando nombre al conservatorio local pero, ante todo, él y su invento por todas partes.
Desde 2010, precisamente, un proyecto artístico llena Dinant con 34 saxos de unos dos metros de altura —y de todos los colores— repartidos por los rincones de la villa.
Pero otro saxo lleva aún más tiempo en la ciudad: el de la intersección entre las calles Adolphe Sax, Petite y Saint-Jacques —que en la práctica forman una plaza—, que vive allí desde 1997. Poco suena, pero bien que se ve.

UNA CERVEZA MUSICAL PARA DINANT

Adolphe Sax, obviamente, también tiene una cerveza en su Dinant natal: la Saxo, que producen artesanalmente en la Brasserie Caracole. Picante, rubia, con un toque de cilantro, hecha al fuego de leña y con 7,7º de alcohol: estupenda para completar un día más-musical-imposible.
La plaza Ladeuzeplein de Lovaina: ¿un escarabajo verde?
No nos engañemos: quien tiene a Bélgica en su imaginario viajero le debe sus más poderosos reclamos a Flandes. Y, sobre todo, a sus ciudades. Ya desde la Edad Media, las urbes flamencas se erigieron en importantes y conectadísimos centros comerciales, y la floreciente manufactura textil las convirtió, urbanística y arquitectónicamente, en la joya que aún son hoy en día.
En esa red de emergentes centros urbanos medievales no podían faltar las universidades, emblema evidente de la prosperidad flamenca. Y, precisamente, una de ellas juega un rol preeminente en la plaza Ladeuzeplein de Lovaina, nuestra siguiente parada. Se trata de la Universidad Católica de Lovaina, que tiene instalada su imponente biblioteca en tal enclave frente a… un enorme escarabajo verde atravesado por una aguja de 23 metros.
Erasmo de Rotterdam, que dio clase en la ciudad hace ya cinco siglos, habría quedado patidifuso al encontrarse con ‘Totem’ —así se llama la escultura—, del artista belga Jan Fabre. Fue un regalo de cumpleaños: en 2004, la universidad local celebró su 575º aniversario, y en homenajear el cuerpo de un escarabajo —un mecanismo preciso fruto de la evolución natural— consistió su ofrenda.


UNA CERVEZA ESTRELLA PARA LOVAINA

Seguro que a Erasmo de Rotterdam le gustaba la cerveza más famosa de Lovaina —y la más conocida fuera de Bélgica—: la Stella Artois, fabricada en la ciudad desde 1366. Es también de las más populares y masivas del país, pero siempre conviene considerarla para calibrar el nivel de partida de las cervezas nacionales.
La Grote Markt de Amberes: manos arrojadas al río
Resulta que, en la antigüedad, Amberes se regía por la tiranía del gigante Druon Antigoon, quien usaba su castillo a las orillas del río Escalda para cobrar peaje al valiente que transitara por sus aguas. El navegante tenía dos opciones: someterse al poder del gigante y pagar, o exponerse a que el pérfido personaje le cortara una mano y la lanzara al río.
Todo aquello terminó cuando el listo del soldado romano Silvius Brabo cayó por aquellos lares. Al pasar por el castillo, el militar se negó a pagar y decidió retar al gigante a un duelo, que obviamente ganó y celebró seccionando la mano de su contrincante y —devolviéndole la gracia— tirándola al frío Escalda.

Hay quien incluso vaticina que Antwerpen —el nombre de la ciudad en flamenco— viene de ant (‘brazo’) y werpen (‘arrojar’). Sea como sea, hoy y desde 1887, una estatua de Jef Lambeaux mantiene viva la leyenda y sus derivadas frente al escandalosamente espectacular edificio del Ayuntamiento, ocupando el centro de la Grote Markt (‘plaza del gran mercado’) de Amberes.
Como al observar un retablo, pasearse por esta plaza triangular y opulenta es exponerse a un condensado resumen de la historia local que, más allá de la leyenda del gigante y Silvius Brabo, va de burgueses ambiciosos.
Del mismo modo que suele pasar en el resto de plazas mayores belgas, las casas que rodean la Grote Markt de Amberes fueron originariamente ocupadas por los pujantes gremios que desde el siglo XVI comerciaban en ella. Verás que cada una de ellas, triangulares y refinadísimas —¿a cuál más deslumbrante?—, está coronada por figuras doradas que representan, precisamente, al patrón de cada gremio.

Hoy los santos siguen allí, pero los gremios han dado paso a cervecerías y a fines más paganos que, en cualquier caso, no han restado a la plaza un ápice de trajín y brillo.
UNA CERVEZA PICANTE PARA AMBERES

Amberes es cosmopolita, vibrante y ajetreada. Le va muy bien una Judas: una cerveza densa y con deje a pimienta, dulce y a la vez amarga, juguetona. Que aproveche.
La Grote Markt de Malinas: un marco muy bien enmarcado
No más de 25 kilómetros y 25 minutos de tren separan a Amberes de Malinas —Mechelen en flamenco—, donde otra Grote Markt bien merece un paseo curioso.
El aire de Malinas es compartido con otras urbes vecinas: un centro peatonalísimo, casas de apenas dos o tres plantas erguidas desde hace más de cinco siglos, gente que va y viene sin aparentar demasiado estrés y, por supuesto, una maravillosa plaza central donde se encuentran los edificios más notables de la villa —y, de nuevo, tan marcadamente góticos y renacentistas como despampanantes—.
Así que sí: en la Grote Markt de Malinas encontrarás el mismo hilo conductor que en cualquier plaza belga. Pero, en mi opinión, con algo extra: a esta ciudad no llegan las hordas de visitantes que invaden Brujas, Gante o Amberes, y todo —la arquitectura, las terrazas, el ambiente— tiene una pátina de autenticidad destacable.
Destacables son también dos vistas que esta plaza te regala.

A un lado —y de nuevo— un Ayuntamiento memorable. Con más de 700 años de historia, es una especie de castillo compuesto de piezas aparentemente inconexas pero lleno de armonía: tiene hasta una torre, e integra al antiguo mercado textil de la ciudad. Al otro lado, más altura y más complejidad estética: el único e imponente campanario de la catedral gótica de San Rumoldo sobresale tras seis fachadas gremiales que compiten entre sí para ver cuál se lleva más aplausos, y la composición visual parece especialmente proyectada para sobrecoger.

No en vano, tanto el Ayuntamiento de Malinas como su catedral son parte de los 56 campanarios municiapales de Bélgica y el norte de Francia incluidos, juntos —sí, ellos también— de la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco.
LA ‘MEJOR DARK ALE DEL MUNDO’ PARA LA GROTE MARKT DE MALINAS

Como bien manda la tradición del país, cada ciudad tiene su fábrica de cerveza. Malinas no iba a ser menos, y allí se encuentra Het Anker, que arrancó a producir cuando era el hospital de un antiguo convento. Hoy vale la pena probar una Gouden Carolus Classic, una dark ale de color rojizo y 8’5º que en 2012 fue reconocida como la mejor del planeta en su variedad.
Una reflexión —inmaterial— final
La fijación de los belgas por la Unesco y sus listas es notable, y en la del patrimonio inmaterial quisieron que ingresara, hace un par de años, la otra religión gastronómica del país: las (mejores) patatas fritas con mayonesa (del mundo). Aún no lo han logrado, pero en mi humilde opinión no deberían tardar demasiado: ese manjar y el arte con el que se mima en Bélgica son asombrosos y loables.
No le he añadido tan crujiente tercera pata a esta ruta maridada porque la cosa daría como para un tratado, pero las patatas fritas de Bélgica están completamente alineadas con las plazas y las cervezas del país en lo que a cualidades se refiere: son aparentemente sencillas pero increíblemente refinadas, derivan de una tradición tenaz que las viene sofisticando desde hace siglos, y disfrutarlas es tan reconfortante como accesible —y, además, a un costo más que razonable, como mi yo Erasmus agradecerá por siempre—. Quizá es esa la combinación de factores que define a Bélgica, al fin y al cabo. ¿Y qué más se puede pedir? 🔴
Post dedicado a todo@s l@s Erasmons, esa familia de recuerdo inmejorable. Y no, ninguna empresa me paga o retribuye por hablar de sus cervezas en este post 🙂
Las imágenes cuyo autor no se especifica son mías, Qué lástima no tener una mejor cámara en 2010…
2 comentarios sobre “Bélgica maridada: 5 plazas y 5 cervezas (más allá de Bruselas)”