Lo confieso: mi afición preferida es perderme caminando por una ciudad. Algo así como a lo que en francés llaman flâner: una palabra que suena estupenda y que viene a significar ‘deambular al azar’.
Y hay que decir que Barcelona se presta fantástica para ello. ¿Por qué? Pues porque tiene algo de todas esas dicotomías que dan pie a que sea un lugar interesante: viejo/nuevo, caótico/planificado, encantador/inhóspito, diverso/monolítico, cemento/verde, marítimo/cerrado. Y la que más me gusta a mí: llano/ondulado.
Así, contando con que mis pateos por Barcelona pueden llegar con facilidad a los 20 kilómetros en un buen domingo, es fácil que cualquiera de ellos acabe pasando, irremediablemente, por las alturas.
Y eso equivale a recibir una clase presencial y en directo sobre la historia de Barcelona y cómo modeló su trama urbana, sobre su marco geográfico –único y privilegiado– o sobre su rol como cruce de caminos eterno. Equivale a conocer, a cada paseo, una nueva perspectiva de la ciudad, un detalle inadvertido sobre sus barrios y rincones. Equivale a no aburrirse nunca, vaya.
Pero, ¿qué se ve de Barcelona, desde sus miradores? ¿Qué muestran? ¿Hay vida, en las alturas barcelonesas, más allá de los búnkeres y las panorámicas gaudinianas? Aprovechando el desconfinamiento y que el debate que suscitan esas preguntas es bien jocoso, aquí va una seleción personal, pateable, combinable (o no), gratuita y saludable de miradores no-tan-famosos de Barcelona para conocer más y mejor la ciudad desde bien arriba.
1. Vistas ‘famosas’ pero sin competencia: el Parc del Guinardó
Como le pasa a Roma o a Lisboa, Barcelona tiene –entre mar y montaña– siete colinas o turons. Y si hablamos de ellos como miradores, el que se lleva la palma de la fama es, sin duda, el de la Rovira, cuyos búnkeres se han convertido en los últimos años en estrella indiscutible del postureo de altura barcelonés.
Pero esto va de alternativas y no vale la pena sufrir, así que celebremos que hay opciones menos populosas para quienes prefieren vistas más relajadas. En realidad, el turó de la Rovira forma parte de un parque enorme –el parc del Guinardó– con multitud de recovecos desde donde ver la ciudad sin nadie que te atosigue mientras se hace selfis y bebe cava. Y, la mejor manera de llegar a ellos es entrando al parque desde la discreta calle de Francesc Alegre y disfrutando de las vistas a medida que subes por la colina.

¿Por qué ir?
Además de para evitar aglomeraciones, porque verás la hipnótica retícula del Eixample y la silueta de la Sagrada Família como desde ningún otro lugar, porque acabarás teniendo delante el frente marítimo de la ciudad enmarcado por pinos verdes y porque estarás en un bosque sin salir de Barcelona.
2. La Barcelona que creció de golpe desde las alturas del Carmel
De las siete colinas barcelonesas que nombrábamos, la más alta es la del Carmel. Con 266 metros, da nombre a un barrio nacido abruptamente a mediados del pasado siglo para alojar a parte de las olas migratorias que poblaron la ciudad de repente y que, desde varios puntos de su zona alta, es posible observar con calma y profusión mientras paseas. Por ejemplo, desde el carrer del Doctor Bové, desde el carrer de la Gran Vista o desde las escaleras del Carrer de l’Alguer.
¿Por qué ir?
Porque, además del Carmel, verás el crecimiento desmesurado de los años 50 y 60 tanto de Barcelona como del norte de su área metropolitana -Badalona, Santa Coloma de Gramenet…–, una Barcelona escarpada, inclinadísima y encorvada y una trama paisajístico-urbana que pocas veces te enseñarán por otros medios, pero que no deja de ser una de las definiciones de la cotidianidad barcelonesa del hoy.
3. La ‘nueva Barcelona’ de rascacielos y cristal
En Barcelona siempre anda vivo el debate de si las calles suben desde el mar o bien bajan hacia él. Un paseo por la parte más alta de los barrios de la Font d’en Fargues o del Guinardó no deja clara la respuesta, pero sí da pistas sobre por qué existe tal cuestionamiento.
En uno de mis paseos desprevenidos acabé por aquellos lares –que en algún momento debieron ser un reducto bucólico de las afueras de Barcelona–, y en el cruce entre las calles Aguilar y Llobet i Vall-Llosera me topé con la cuesta abajo (o arriba) más pronunciada que haya visto yo en Barcelona.
¿Por qué ir?
Vale la pena perderse por allí porque la vista se dirige instantáneamente a un entorno insólito en la ciudad condal: la nueva Barcelona de principios de siglo XXI encarnada en los rascacielos del distrito de innovación del 22@ y del Fòrum. Una lucha entre lo arquitectónicamente moderno y lo aberrante, entre lo esbelto y lo abigarrado, que se destaca por encima de todo como desde ningún otro lugar de paso.
4. Vistas gratis y –casi– 360º desde –casi– el Park Güell: el Turó de les Tres Creus
Volviendo al Carmel, diremos que en una de sus faldas reposa un clásico de los clásicos de la Barcelona turística: el Park Güell. Un lugar desde el que todos sabemos –y hemos visto millones de veces– que Barcelona luce estupenda.
Pero hay una solución para quienes quieran ver lo mismo que desde el interior del Park sin entrar a él: la parte libre del Turó de les Tres Creus. Porque si bien este promontorio forma parte del recinto gaudinano, existe una pequeña entrada escalonada desde la avinguda del Coll del Portell que permite disfrutarlo sin pagar.
¿Por qué ir?
Primero, por una razón básica: disfrutar de unas vistas fantásticas que se arrojan directamnte sobre la Ciutat Vella –y del omnipresente hotel Vela– ahorrándote las hordas de turistas selfífilos del Park Güell y el precio de su entrada. Y, segundo, porque tanto el lugar en sí como sus alrededores ofrecen una vista panorámica de la zona alta de Barcelona y el contraste de su esponjosa y arbolada trama urbana con el resto de la ciudad, así como una multitud de postales de esa Barcelona ondulada, pendiente y enigmática.
5. De espaldas al mar y entre plantas de todo el mundo: el Jardí Botànic
¿Puede que Montjuïc sea uno de los hitos urbanos más infravalorados de Barcelona? Para mí, totalmente. Porque las fuentes danzantes son preciosas, el Museu Nacional d’Art de Catalunya es impedible (panorámica incluida, obviamente) y el Palau Sant Jordi sirve para todo. Pero más allá de eso, Montjuïc es un pulmón verde fantástico, ha tenido un rol histórico relevantísimo en la vida pública de la ciudad y sí: también es el hogar de algunas de las mejores vistas de Barcelona.
Y, entre sus panorámicas escondidas, desapercididas y sorprendentes, de Montjuïc me quedo con las del Jardí Botànic –a donde, por cierto, es gratis entrar los domingos a partir de las 15h00–.
¿Por qué ir?
Porque las del Jardí Botànic son vistas con premio: el del viaje por toda la vegetación a la que da pie el clima mediterráneo alrederdor del mundo –de Australia a Chile, hay una representación de todas sus variantes–. Pero, además, porque permiten asomarse a Barcelona dando la espalda al mar. Y estamos de acuerdo en que el mar siempre suma a una vista, pero mirar a la ciudad sin él permite enfocarse en otros detalles que suelen quedar en un segundo plano –como, por ejemplo, cómo Barcelona se desparrama hacia L’Hospitalet y el Llobregat, y cómo trepa por Collserola hasta el Tibidabo–.
Y quien se fija en lo que no se había fijado antes, descubre y redescubre.
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