Persiguiendo azules hipnóticos (y sus historias) por el oeste de Creta

Tuve la suerte de poder recorrer un tercio de Creta durante una semana: lo suficiente para dejarme cautivar irremediablemente por la isla, pero mucho menos tiempo del que me habría querido quedar. Porque Creta —puedo hablar de su oeste— es un imán: un marco geográfico complejo y diversísimo —montañas altas, gargantas pobladas de bosques, cabos, golfos, olivares salvajes—, ciudades con un pasado acordeónico, una luz bendita, filoxenía —‘amor por el visitante’— a raudales y la alegría de comprobar que, a uno y otro lado del Mediterráneo, seguimos siendo hermanos.

Creta en 8 azules
La bahía de Preveli, en el sur de Creta.

Sin embargo, muchos otros visitantes hijos del viejo Mediterráneo pasaron por Creta antes que mis apreciados compañeros de viaje y yo: minoicos, aqueos, dorios, sarracenos, romanos, genoveses, venecianos, otomanos, egipcios… Apuesto ciegamente que, ya antes de pisar Creta, todos ellos quedaron igual de prendados con esta codiciada isla que el que escribe. Es facilísimo: los azules que circundan Creta son a la vez tan eléctricamente vibrantes, atrapantes, transparentes y cálidos que no puedes sino emocionarte y quererlos al instante.

En Loutró, el agua es un espejo reluciente.

Los azules cretenses, además, son una manera fantástica de sintetizar lo polifacético e interesante que puede llegar a ser este rincón insular que navega a la deriva entre Europa, África, Oriente y Occidente. Así que os propongo jugar a la rayuela y saltar de azul en azul, de agua en agua, de historia en historia, para acercaros al oeste de Creta. ¿Vamos?

Karavostasi

Mi primer azul cretense fue el de Karavostasi, en la localidad de Bali: una cala simpática y resguardada, inserta en un tramo agreste de la costa norte de la isla, a medio camino entre Heraclión y Rétino, allí donde las carreteras casi se derraman sobre el mar desde las alturas.

La cala de Karavostasi, un espectáculo para zambullirse en el oeste de Creta.

Primera lección: en Creta, difícilmente se aparca a pie de playa —cosas de la geografía—, pero eso, a la postre, siempre es un regalo. En este caso, camino hacia el agua, nos topamos de frente con la única taberna del lugar, un típico kafeneio, con sus coloridas sillas de esparto y su generosa parra, y no pudimos sino acomodarnos bajo su sombra idílica. Y segunda lección —esta, al son de las chicharras—: en Creta, las raciones son inmensas y sabrosas, la amabilidad es auténtica y desinteresada, y el raki, el aguardiante local, en pleno verano, es mágico y reponedor.

Fruta y raki, cortesía de la casa en casi cada kafeneio.

Luego, claro, llegó el primer baño: un abrazo acuático de bienvenida. Karavostasi invita a bucear en su turquesa intenso, y a sumergirse sin fin en la claridad de su agua, proporcionalmente inversa a las ganas que dan de salir de ella.

Creta en 8 azules
Aguas que abrazan, las de Karavostasi.

En los alrededores, chumberas rebosantes, ancianas charlando de puerta a puerta mientras otra tarde pasa, barcas de pescadores amainadas y el sol que cae: pura y sutil felicidad mediterránea.

Preveli

Atravesando la isla de norte a sur —y sus densísimas montañas y olivares— y tras probablemente tres millones de curvas, te presentas en la antesala de la playa de Preveli: una escena tan épica como remota y singular; un paisaje que parece sacado de la misma Biblia.

Preveli, uno de los 8 azules de Creta
Escaleras, sí, pero con final feliz.

De nuevo, un acceso complejo pero benefactor: varios centenares de escaleras separan el punto de llegada de la propia playa, en un sinuoso pero precioso sendero. Frente a ti, la inmensidad azul y plácida del mar de Libia y, ante él, la propia Preveli: una playa, sí, pero también un río —el Megalopotamos— que, procedente del corazón montañoso de Creta, desemboca en el mar franqueado por un palmeral salvaje, enmarcado a la vez por altivas paredes rocosas. No, no se puede pedir más exotismo.

En Preveli desemboca el Megalopotamos, un río que en su tramo final está franqueado por un palmeral salvaje.

Dicen que Ulises, rey de Ítaca, se detuvo en Preveli durante algún tiempo, mientras regresaba de la guerra de Troya. Probablemente, como todos los que pasamos por el lugar, jugó a saltar de la cálida agua salada del mar a la fresca corriente del Megalopotamos (y a remontarlo, claro). ¿Y quién no lo haría?

Remontar las aguas del Megalopotamos: un clásico en Preveli.

Elafonisi

Casi 5 millones de turistas llegan a Creta al año, y la isla absorbe una quinta parte del turismo nacional. ¿Quiénes, de todos ellos, no se llegan hasta la playa de Elafonisi? Probablemente pocos, pues el turquesa caribeño de sus aguas y el —supuestamente— rosa de sus arenas son demasiado sugerentes y célebres.

Creta y sus azules
El turquesa de Elafonisi es claro y atrayente.

Por ello, y pese al aislamiento de Elafonisi, hay que llegar pronto al lugar si lo que se pretende es tener una mínima intimidad ante tal espectáculo. La sobrepoblación de sombrillas de paja que aguardan inquilinos desde que sale el sol ya da una idea de las hordas de turistas que la playa está dispuesta a absorber en cuanto, sobre las 11, empiecen a desembocar en ella barcos y buses llenos hasta la bandera.

Sin embargo, no hay que sufrir: el lugar es lo suficientemente amplio. De hecho, si tienes suficiente ímpetu para ir un poquitín más allá de donde se aglomera todo el mundo y cruzas el istmo que separa a la playa y la laguna de la propia península de Elafonisi, tendrás premio: mismas aguas, pero ausencia total de sombrillas, tumbonas y aglomeraciones.

Si cruzas el istmo, llegarás a ‘otra’ Elafonisi ajena a la horda turística.

A propósito de cruzar el istmo: en 1824, en la rocosa península de Elafonisi, se refugiaron centenares de locales buscando huir hacia las islas jónicas ante el avance de las tropas turcas. Según cuentan, un caballo del ejército otomano, que acampaba en la playa, cruzó hacia la península y avistó a los cretenses que se escondían. El desenlace fue fatal, y casi un millar de personas fueron asesinadas. Hoy, una placa conmemora y recuerda el acontecimiento, ante un espejo azul que, en cualquier caso, es difícil de olvidar.

Stavros

El azul de la playa de Stavros es un color que tiene sonido. En sus orillas se rodó, en 1964, la escena principal de ‘Zorba, el griego’, donde Zorba (Anthony Quinn) enseña a bailar a Basil (Alan Bates) al son de algo hoy más griego que el propio Zorba: el sirtaki.

Ha llovido mucho desde entonces, pero no lo suficiente para evitar que el sirtaki se convierta en el cliché musical más icónico de Grecia. Una danza que —volviendo al lugar que nos atañe— podrías bailar en remojo en las aguas de Stavros: son una piscina plácida, translúcida y relajada, rodeada de un paisaje casi lunar, y donde te verás los pies mientras dances felizmente.

La piscina de Stavros: un buen lugar para bailar sirtakis.

Puerto de la Canea

Parece ser que La Canea es uno de los lugares poblados del mundo que más tiempo lleva siéndolo. Está en un punto estratégico: ha sido objeto de deseo —y control— de muchos pueblos a lo largo de la historia, e incluso ejerció como capital de la isla hasta 1971.

En La Canea, las calles invitan a recrearse perdiéndose.

El ajetreo de tantos siglos de idas y venidas y tantos aportes variopintos ha dado pie a una ciudad hoy preciosa, con un entramado laberíntico y ondulado de calles y callejones, templos, buganvillas, recovecos para deleitarse y sí: un puerto urbano potenciado por los venecianos tan armónico como apetecible.

El puerto de la Canea, pintoresco a cada metro.

Pese a todos los vaivenes históricos, el agua del puerto veneciano de La Canea sigue intacta, limpísima, transparente y tranquila, viendo los siglos pasar. Sorprende que un puerto urbano tenga un agua tan cristalina, a través de la cual, incluso de noche, puedes ver todo cuanto hay en el fondo.

Un señor pesca en una mañana de sábado en las aguas cristalinas del puerto veneciano de La Canea.

Tanto de día como de noche, patear la media luna que conforma la silueta del puerto, con sus casitas cromáticamente conjuntadas, es una delicia. La exótica mezquita de los Jenízaros —o de Küçük Hasan Pasha, como te guste más— , signo más obvio de la herencia otomana de La Canea, con sus enigmáticas cúpulas redondas al borde del agua, es atrapante: da para mirarla por horas, dándole vueltas.

Creta y sus playas
La mezquita de los Jenízaros, en el puerto veneciano de La Canea.

Para ser justos, ¿qué no atrapa, de la vieja Canea? Piérdete por las calles del antiguo barrio judío y cena bajo sus parras: un vinito blanco de la casa y una ración de fava —la versión cretense del hummus— le alegran la vida a cualquiera.

Balos

Entre todos los azules vistos en Creta, al de la laguna de Balos no le gana ninguno en intensidad y rotundidad. De lo que Google te arroje al teclear este lugar, créetelo todo e incluso más.

Creta en 8 azules: Balos
Una barca se balancea en el turquesa brillante de Balos.

Balos es un lugar privilegiado por la naturaleza: un islote queda unido por una lámina de arena blanca a la montañosa, imponente y solitaria punta noroeste de Creta, afilada y ajena por completo a la huella humana. Esta singular configuración, unida al cielo nítido que la cubre y a la claridad del agua que se entremezcla, le da al mar un color turquesa que cuesta creer, y al paisaje, en su conjunto —con los 700 metros de cresta del monte Cimarus en primer plano—, una impresión tan desoladora como impactante.

El promontorio Cimarus, de 700 metros, allí donde se acaba Creta.

Hasta allí solo se llega en barco o en coche. En ambos casos, el trayecto es más que tortuoso: la ubicación extrema del lugar lo somete a un viento indomable y lo desconecta de las rutas confortables. Elijas la opción que elijas, hay premio cromático: fíjate bien en cómo el mar muta de color, de oscuro a casi fluorescente, a medida que te acercas a la laguna.

Hora Sfakion

Playas de Creta
Hora Sfakion, la pequeña capital de la región sfakiota, en el sur de la isla.

La región de Sfakia es un mundo aparte del resto de la isla. Enfrentada al mar de Libia, en la cara sur de Creta, Sfakia dista curvas y curvas y montañas y montañas de su capital provincial —La Canea—, y se despliega en un terreno salvaje y agreste que por años vivió al margen de todo.

Fue en sus pliegues rocosos donde latió con más fuerza la resistencia cretense ante los turcos —antes de que la isla se convirtiera finalmente en griega en 1913—, y fue por sus barrancos por donde huyeron los aliados australianos y neozelandeses durante la Segunda Guerra Mundial, escapando de las tropas de Hitler. Por su orografía y por su historia, quizás, Sfakia huele un poco a fin del mundo.

La capital del área, Hora Sfakion, es un puerto tranquilo y discreto que vive encajonado entre montañas peladas e imponentes y un mar azul cobalto que, a medida que se acerca al pueblo, se aclara hasta extremos inesperados.

Escenas callejeras en Hora Sfakion, con el mar al fondo, siempre.

La mayoría de viajeros usa Hora Sfakion para embarcarse hacia otros destinos que, inaccesibles por carretera, requieren de barco para ser visitados. Ese fue nuestro caso, lo cual no evitó que hiciéramos tiempo para poder probar —junto al agua, claro— la rica especialidad local: el sfakianes pites, una especie de crêpe grueso relleno de queso de cabra y cubierto de miel. Vale la pena hacerlo.

Creta y sus azules
En Hora Sfakion se toman barcos para ir hasta los puntos más inaccesibles del suroeste de Creta.

Loutró

Tras el momento dulce de Hora Sfakion, de allí partió el barco que nos llevó a Loutró, un pueblo únicamente accesible por mar que bien merece todo cuanto haya que hacer para llegar hasta él.

Creta en 8 azules
El agua de Loutró es un sueño.

La estampa de Loutró es hedonismo puro: una única fila de edificios blanquísimos —casi todos ellos ocupados por restaurantes y hoteles amables— queda enmarcada entre los montes que los sustentan y el borde turquesa radioactivo y rabiosamente transparente que el mar asume en este punto de Creta, poblado de barquitas y nadadores felices. Y regado por un sol que lo magnifica todo —azules incluidos—.

Todo en Loutró invita a quedarse.

Hemos vuelto a Loutró con más detalle desde este blog, porque el lugar fascina. No hay comparación posible: el agua de Loutró es la más apetecible de la isla. La tranquilidad que se respira en este rincón cretense tampoco admite comparaciones. A Loutró cuesta quizás llegar, pero más cuesta irse: ¿Quién querría dejar de bucear en esos azules increíbles y hospitalarios? ¿Quién querría dejar de sestear en una hamaca frente a ese mosaico de tonalidades?

Aunque, en realidad, en Loutró la pregunta que a uno le asalta más salvajemente es la siguiente: ¿Quién querría irse de Creta? Yo, sinceramente, no. 🔵


Todas las imágenes son hechas por mí, Sergio García i Rodríguez.

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Creta

En un paseo por ocho de sus azules más vibrantes

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Publicado por Sergio García i Rodríguez

Me llamo Sergio García Rodríguez y nací en 1990 en Canovelles, Barcelona. Soy un explorador compulsivo al que le encanta perderse investigando, leyendo y —sobre todo— escribiendo sobre (re)descubrimientos viajeros, la ‘cara B’ del mundo y sus curiosidades. Y para contagiar todo ese ímpetu eché a andar este blog, en 2019.

4 comentarios sobre “Persiguiendo azules hipnóticos (y sus historias) por el oeste de Creta

  1. M’he enamorat d’aquest racó de la Mediterrània, tot llegint el detallat article.
    Creta, per a mi, era una gran desconeguda i ara un destí desitjat.
    Gràcies Sergio, pel teu relat encisador.

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    1. Gràcies a tu, Toni! Un plaer, una il.lusió i una gran alegria que el que escric et faci pensar a viatjar i descobrir Creta! I totalment d’acord: per a mi, aquesta illa també era una gran desconeguda fa uns mesos i ara és una indret estimat i on, evidentment, caldrà tornar. Espero que coneguis Creta aviat!

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