Imaginad que abrís una especie de matrioshka de lo extremo y lo boreal, y que os encontráis con una (casi) isla remota y ventosa dentro de otra isla remota y agreste; una región aislada e ignota dentro de un territorio por definición solitario y desamparado; una última frontera para la civilización —otra más, sí— dentro de ese fin del mundo helado y salvaje que es Islandia.
Imaginad kilómetros y kilómetros de terreno virgen y desnudo bajo el influjo inclemente de la naturaleza y sus caprichos, allá donde —si pones la vista sobre el frío océano— solo se acerca el hielo incierto de Groenlandia. Imaginad una porción de Islandia del tamaño de Asturias que apenas acoge a 7.000 almas, y a la que solo llega uno de cada diez visitantes foráneos que pisa el país. E imaginadnos a mis compañeros de ruta y a mí siendo esos ‘uno de diez’ que se lanzan a descubrir el paisaje irreal y delirantemente bello donde la tierra del hielo y el fuego, simplemente, se acaba.
Si mi invitación a imaginar ha sido lo suficiente hábil, estaréis imaginando los Fiordos del Oeste de Islandia y, a la vez, la excitación gigantesca que me causó sumergirme en uno de los fines del mundo, no pocas de sus historias y sus múltiples caras. Aquella vuelta por el extremo noroeste de Islandia no duró más de 30 horas, pero condensó todo lo que, para mí, hace interesante y emocionante el hecho de viajar. Intentaré sintetizar tamaña experiencia y mayúsculo lugar en este textual recorrido, esperando que los Fiordos del Oeste (u Occidentales, como también les llaman) os asombren y empequeñezcan tanto como a mí.
La sensación de llegar a un lugar real y literalmente lejos de todo

Tal como hizo en el siglo IX el primer humano que viajó a Islandia intencionadamente, Hrafna-Flóki Vilgerðarson, llegamos a los Fiordos del Oeste por barco. A las 11’30 de una mañana brumosa de agosto y tras tres horas de travesía, el ferri que nos transporta —coche incluido— desde Stykkishólmsbær toca tierra. Nos anuncian el puerto de Brjánslaekur como punto de entrada a la región, pero apenas divisamos un dique y una humilde caseta abrigados por desafiantes y verticales montañas. Ni terminal, ni puerto, ni mucho menos pueblo alguno hacen acto de presencia en una bienvenida que sintetiza a la perfección los Fiordos del Oeste: la huella humana es ínfima y discreta, apenas visible.
Efectivamente, los Fiordos del Oeste son y lucen como una región geográficamente aislada del resto de Islandia —apenas conectada por una franja de tierra de 15 kilómetros de ancho—, con un paisaje diferente al del resto de Islandia —plagada de fiordos y sin volcanes, faltas de planicies y con lenguas de mar omnipresentes— y totalmente ajena al trajín de visitantes de la carretera de circunvalación. Así que, tanto al poner un pie en este territorio extremo como durante todo el trayecto por él, es fácil sentirse un poco Hrafna-Flóki Vilgerðarson y experimentar que, aunque haya pasado más de un milenio, estás en un lugar desconectadísimo, recóndito y lejano de rastro alguno de civilización vecina.
La magnanimidad laberíntica de los fiordos




El olor del fin del mundo no deja de percibirse en esta tierra. Gran parte de la culpa —más allá de su ubicación— la tienen los fiordos que la vertebran y la fisonomía del espectáculo singular y espléndido que conforman.
Fiordo tras fiordo, ves sucederse inmensos valles rocosos en forma de u donde el agua fría y multicolor del océano se cuela a lo largo de hasta decenas de kilómetros, ocupando lo que siglos atrás solo fue hielo. Paredes pétreas e implacables de centenares de metros de altura, enfrentadas entre sí, dan forma a estos accidentes geológicos gigantescos por cuyos márgenes, pegados al mar, circulan carreteras y caminos minúsculos que te van abocando, kilómetro a kilómetro, a la magnificencia.
Önundarfjörður, Patreksfjörður, Tálknafjörður… En esa sucesión incesante de fiordos con nombres tan imposibles como atractivos piensas que —literalmente— el fin del mundo aparecerá tras franquear el que estás recorriendo. Pero no hay que subestimar la magnitud de los Fiordos del Oeste: concentran un tercio de la costa de Islandia y, como si se tratara de un laberíntico acordeón infinito, tras cada fiordo siempre aguardan, prominentes, dos o tres más en el horizonte.
La belleza singular y cambiante del vacío (y de transitarlo)





Hay quienes reducen el viaje tachar destinos de una lista, y quizás no estarán hechos para los Fiordos del Oeste: aquí mandan la belleza del vacío, la amplitud más recóndita y melancólica y la vivencia increíble de transitarlas.
Y sí: transitar los Fiordos del Oeste es hacer muchos kilómetros de coche —en nuestro caso, más de 500 en un día y medio— por caminos complejos y ásperos. Pero es, ante todo, exponerse a un abanico diversísimo de paisajes, estímulos y colores difíciles de borrar de la retina y del alma, de los que hacen que viajar sea algo que nos eriza el vello.
Transitar los Fiordos del Oeste es recorrer caminos de grava solitarios que parecen insertados en otro planeta, como el que atraviesa el recóndito y lunar altiplano de Gláma por el corazón de la región. Es pasar de circular junto a aguas de color gris plomo a tener a tus pies, en cuestión de metros, una inmensa playa dorada y turquesa —Tungurif— que bien podría ser caribeña. Es detener el coche en la punta de Kambsnes y tener ante ti —y para ti solo— la vista y el aire más puros del mundo, con las nubes y la lluvia jugando con los fiordos impertérritos. Es salir del túnel de Vestfjarðagöng y dejar atrás las rocas pardas del fiordo anterior para aparecer en un valle de un verde casi radiactivo, con la ciudad de Ísafjörður allí a bajo, en el medio del siguiente fiordo. Y os aseguro que podría seguir así por varias horas.
Dynjandi: un delirio insultante y sublime de la geología



Un gigantesco pastel de nata acuático es quizás el hito-joya concreto más privilegiado de los Fiordos del Oeste. Se llama Dynjandi, y también podríamos ver en él un velo de novia infinito, o una cola de caballo inmensa y fabulosa.
Seamos claros: la monumental y escondida catarata de Dynjandi inspira poesía. Sencillamente, llegar a sus pies y no sentirse pequeñísimo e insignificante no es posible. Menos aún cuando vas descubriendo que no se trata solo de una gigante cascada de 120 metros de largo y casi los mismos de ancho, sino que es una sucesión abrumadora de saltos de agua que se encadenan por centenares de metros más hasta el océano, dejándose caer desde las alturas del núcleo rocoso e inhóspito de los Fiordos del Oeste.
Una corta caminata de 15 minutos te lleva desde el aparcamiento hasta la Dynjandi madre, a la que la ruta te enfrenta en el silencio sepulcral de la grandiosidad de este escenario afortunado. Esto es muy subjetivo, pero probablemente se trate —por todo lo que conlleva su visita y por la casi ausencia de visitantes con los que compartirla, a diferencia de lo que pasa en las cascadas del sur del país—, de la caída de agua más espectacular y sublime de Islandia.
Las termas, esos intimistas oasis árticos



Recorrer los Fiordos del Oeste es también toparse con uno de sus elementos más entrañables y fascinantes: las piscinas termales que, desinteresadamente, te regala el calor de la Islandia subterránea.
Nada que ver tienen con la famosa y masificada Laguna Azul del sur del país. Los baños termales de los Fiordos del Oeste consisten en fuentes de agua caliente natural ubicadas en medio de la más absoluta nada, que son canalizadas hacia pozas construidas por los locales. Allí, evidentemente, nadie te espera para cobrar entrada o darte indicación alguna. En su lugar, quizás un cartel te agradecerá que te hayas detenido en el lugar, te instará a cambiarte en las casetas contiguas y solitarias y, posteriormente, te invitará —previo donativo voluntario, que podrás dejar en una especie de hucha— a meterte en remojo en los 35º-40ºC cortesía de la naturaleza mientras disfrutas de la enormidad de las vistas por tanto rato como gustes. Y, todo ello, probablemente, con apenas compañía o en completa soledad.
Tuvimos la suerte de entrar en calor en dos de los oasis de los Fiordos del Oeste: las piscinas termales de Krosslaug, frente a la costa sur de la región, y las de Reykjafjarðarlaug, en la base de un espectacular y pelado fiordo. Las dos paradas fueron enormemente agradecidas: la calidez del agua ante los 10ºC exteriores es energizante, y detiene el tiempo por completo.
La virulencia desnuda e impresionante de la naturaleza y sus elementos


Antes del viaje, mi grado de idealización de los Fiordos del Oeste implicaba imaginármelos siempre soleados, bajo un cielo azul radiante y totalmente secos. Nada más lejos de la realidad ni nada más improbable, como mi visita me demostró.
Camino hacia los acantilados de Látrabjarg —el punto más occidental de Europa y hogar de más aves marinas que ningún otro rincón del continente—, pensé que nuestro humilde vehículo, simplemente, decía basta. La intensa lluvia no daba tregua, el viento más extremo que jamás haya experimentado nos tambaleaba, y la ruta se convertía, minuto a minuto, en un barrizal escabroso. A pesar del temporal, llegamos al destino que perseguíamos, fuimos capaces de bajar del coche, caminar algunos centenares de metros y conseguir avistar un frailecillo. Fue suficiente; empapados hasta la médula decidimos iniciar el retorno.
De la experiencia sacamos varias lecciones. La primera, lo verídico del dicho islandés «si no te gusta el tiempo que hace, espérate cinco minutos» (o algunos más): mientras deshacíamos el camino, la lluvia desapareció de nuestra vista de un segundo a otro. La segunda, la constatación empírica de que si los Fiordos del Oeste son un terreno casi virgen es, en gran medida, por la virulencia de las condiciones climáticas en las que se inserta. Y, la tercera es que, pese a su carácter extremo y hasta peligroso, experimentar la naturaleza en este estado es sobrecogedor.
Casas solitarias y aldeas recónditas en medio de la más preciosa nada (y algún que otro barco varado)







La valiente iglesia con tejado rojo de Breiðavík frente a su playa descomunal. Una oscura cabaña de madera abandonada en la costa de Fossfjörður, un robusto fiordo. Ásgarður, una aldea de apenas quince casas desperdigadas —con escuela incluida— asomada al Atlántico más helado y temible. Un barco —el Garðar BA 64— varado en la costa desde 1981 sin que nadie lo haya pretendido mover un centímetro. Son ejemplos de los nimios testigos de la huella antrópica dispersos por una región donde puedes conducir por horas sin ver rastro humano alguno.
En ese tránsito y a decir verdad, pese a la impresionante belleza del lugar, no es difícil preguntarse recurrentemente: «¿por qué vive gente aquí?» Si bien los Fiordos del Oeste y su paz volcánica fueron proclives a la cría de ovejas desde la colonización de Islandia, y que este rincón del país vio florecer una pujante industria pesquera en el siglo XVIII, no es menos cierto que, en cien años, la población de la región ha menguado a la mitad.
Hoy, en los fríos, preciosos e inexplorados Fiordos del Oeste, los poco más de 7.000 humanos que los pueblan dedicándose mayoritariamente al campo, el mar y el creciente turismo tocan a —para ser exactos— 1,2 km2 de su vacío territorio por cabeza. Y eso es 10 veces más de lo que sucede, por ejemplo, en la provincia de Soria.
Ísafjörður: una micrometrópolis bajo la luz de medianoche










A pesar de su aislamiento, Los Fiordos del Oeste tienen una capital con características de ciudad. Es la urbe más norteña de Islandia —y el lugar más septentrional del planeta en el que he estado—, y surgió durante el siglo XVI por su ubicación estratégica para el comercio ballenero. Responde al nombre de Ísafjörður, está ubicada a 50 kilómetros del Círculo Polar Ártico, tiene 2.600 habitantes y, para los estándares de la región, es toda una megalópolis… a la islandesa, claro.
Allí llegamos hacia las 21h para pernoctar tras circular durante horas por el desértico paraíso que nos ocupa, con la voluntad, antes, de cenar en uno de los múltiples restaurantes locales. No hubo fumata blanca: a esa hora y pese a la radiante claridad que reinaba sobre Ísafjörður, todas las cocinas del lugar —y cualquier indicio de dinamismo urbano— estaban ya descansando.
Substituimos la cena, pues, por un paseo bajo la curiosa penumbra de un enclave donde el sol no se pone entre el 12 de junio y el 1 de julio. En agosto, hacia la medianoche, el resplandor solar —que a esas horas no se ve directamente— tiñe el cielo de un azul intenso, y las imponentes paredes que dan forma al fiordo, de un pardo casi liloso. La sensación de pasear entre las las coloridas casas de Ísafjörður con aquella luz, a 7ºC y acompañados por un viento helado en pleno verano fue totalmente exótico y surrealista.
Hacia las 2 de la mañana, sin embargo, el tenue resplandor se vistió de nuevo de día brillante. Algunas horas más tarde y ya bajo un sol rotundo, nos lanzamos a pasear por la versión despierta de esta localidad que conserva algunas de las construcciones de madera más antiguas de Islandia —hoy visitables y convertidas en sede del museo de historia regional—, y que tiene un centro peatonal, un cine-teatro, un estadio de fútbol, un hospital, un aeropuerto, un transitado y pintoresco puerto en el que atracan cruceros e incluso una universidad —especializada, por supuesto, en gestión de costas—.







Las ganas de volver a los Fiordos del Oeste… y algunos datos prácticos para futuros visitantes
Mientras las dejas atrás, las imágenes de los Fiordos del Oeste y su esplendidez desoladora se vuelven, en tu interior, adictivas. Quieres más. Ciertamente, pudimos apenas recorrer una muestra: no nos fue logística ni materialmente posible llegar a rincones singulares e icónicos de la región como el nuevo e increíble mirador de Bolafjall —una plataforma de cristal suspendida a 600 metros de altura sobre un fiordo—, la entrañable Old Bookstore de Flateyri —una librería preciosa gestionada por la misma familia desde 1914—, la reserva natural de Hornstrandir —casa del zorro ártico y «último espacio virgen de Europa», dicen—, la dorada playa de Rauðisandur o la intrigante costa de Strandir —plagada de piscinas termales y formaciones rocosas tan desconcertantes como superlativas—.
A decir verdad, nada queda cerca de nada en los Fiordos del Oeste, y a las y los —ojalá— futuros visitantes de la región os diré que no dejéis de pensar que, por sencilla que parezca sobre un mapa, se requiere tiempo y paciencia para abarcar la compleja y extendida geografía del lugar y hacer y deshacer sus bellos pero a veces desafiantes y rudimentarios caminos. Hay muy buenas carreteras en algunos tramos y túneles que permiten agilizar el trayecto, pero la climatología puede entorpecer los planes de cualquiera sin previo aviso, sobre todo entre septiembre y mayo.
En resumen: probablemente requiráis dedicar más de un día y medio a los Fiordos del Oeste para degustarlos como se merecen; planificar bien en qué orden visitar la región, por dónde circular y dónde pernoctar; disponer de coche propio para tener libertad de movimientos —existe transporte público entre pueblos y aldeas, sí, pero no resulta ágil para el foráneo—, y llegar hasta este rincón privilegiado del mundo, idóneamente, en verano.
Con todas esas lecciones sacadas y la retina saciada, tras el paseo matinal por Ísafjörður iniciamos nuestro regreso al concurrido reino turístico del sur de Islandia, a unas cinco horas de distancia en dirección al este. Estáis leyendo —por si no se ha notado— a un fan absoluto y abnegado de lo ignoto y lo recóndito y, para ese grupo de personas en el que me autoinserto, os aseguro que los salvajes Fiordos del Oeste de Islandia equivaldrán a una dosis de excitación y recompensa similar a la que obtiene un niño con la visita de los Reyes Magos. Y no, teniendo en cuenta todo lo que nos quedó en el tintero por allí arriba, no me parece una mala idea pedirle a los Reyes, de aquí a algún tiempo, un segundo capítulo por aquellos lares. 🔵
🇮🇸 Para saber más sobre los Fiordos del Oeste y cómo descubrirlos:
- Web oficial de turismo de la región: visitwestfjords.is
- Web oficial del gobierno islandés sobre el estado actualizado de las carreteras (imprescindible consultarla): road.is
- Principales modos de llegar a los Fiordos del Oeste:
- ⛴️ Por mar: en ferri desde Stykkishólmsbaer, en la península de Snæfellsnes, con Seatours, en 3 horas. En temporada baja, por 4.750 coronas (33 €) por cabeza y trayecto, y en verano por 6.490 coronas (45 €), más el mismo costo por viajar cargando un coche de tamaño estándar.
- 🚗 Por tierra: desde Reikiavik hay 454 km a Ísafjörður, que se recorren en unas 6 horas, y 424 km y el mismo tiempo hasta Látrabjarg.
- ✈️ Por aire: Icelandair vuela desde Reikiavik a Ísafjörður en 40 minutos, con una frecuencia de uno a dos vuelos diarios, y —con suerte— por unos 200€ (ida y vuelta).
- ⛴️ Por mar: en ferri desde Stykkishólmsbaer, en la península de Snæfellsnes, con Seatours, en 3 horas. En temporada baja, por 4.750 coronas (33 €) por cabeza y trayecto, y en verano por 6.490 coronas (45 €), más el mismo costo por viajar cargando un coche de tamaño estándar.
Los Fiordos del Oeste
Nuestra ruta por el fin del mundo islandés

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sergio@singularia.blog

s
Preciosa entrada. La mejor descripción de los Fiordos del Oeste que he visto en la web. Una lástima que solo pudieras estar un día y medio. La región da para mucho más.
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¡Qué alegría leer tu comentario! Muchísimas gracias por pasarte por el blog, leer la entrada y apreciarla. Coincido contigo: un día y medio en los Fiordos del Oeste fue poquísimo tiempo. Ya estoy deseando volver para tener la oportunidad de recorrerlos más y mejor (y, por supuesto, leeré atentamente lo mucho y bueno que tienes sobre la región en tu blog). ¡Un saludo!
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Interesantísima la entrada y que hemos leído con detalle porque este verá queremos ir.
Saludos blogueros
LoBo BoBo 🐺
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¡Muchas gracias, Paco! Es una región impresionante. Si necesitáis ayuda o creéis que os puedo orientar, estaré encantado. Un abrazo.
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