Así es Reikiavik, esa pieza imprescindible para entender Islandia


Bajo todas las acepciones del adjetivo, Islandia es increíble. Y Reikiavik, su capital, pese a que muchas y muchos la menosprecien en su órbita de check rápido tras la naturaleza abrumadora de la isla, no lo es menos.

De hecho, no detenerse en Reikiavik es casi un sacrilegio. Equivale a decirle a Islandia, mirándola a los ojos: «no me interesa en absoluto conocer tu expresión urbana, ni cómo viven tus ricos y ecológicos humanos, ni cómo te convertiste en una superpotencia internacional del bienestar y la ultramodernidad cuando hace un siglo eras una ínsula pobre de solemnidad apartada del mundo entre aguas frías y remotas.»

Reikiavik

Todo eso. Porque, sí o sí, las ciudades sintetizan la esencia de un país, de cómo piensa, de cómo respira, de cómo lo ha hecho a través del tiempo. Más aún en el caso de Reikiavik, donde laten el 63% de los corazones islandeses.

Razones sobran para sumergirse en su escala peatonal y apacible. Ni que sea, del mismo modo que hicieron este curioso empedernido y sus compañeros de travesía, durante tres días; dos al inicio del viaje, y otro a su cierre. O con este cuaderno de retazos, rincones e impresiones de la ciudad que, ojalá, te hagan pasear virtualmente por la capital de —como decía John Carlin— «el mejor país del mundo.»


Sólfar:
con el mar empezó todo

Reikiavik existe porque existe el mar que la rodea. Navegando por el océano llegaron al lugar, en algún impreciso momento del siglo IX, los vikingos que luego le dieron forma como asentamiento, desafiando al oleaje del oscuro Atlántico norte.

En el punto en el que hoy se asienta el icónico Viajero del Sol, ‘Sólfar’, encontraron una bahía lo suficientemente tranquila como para detener sus botes. Desde 1986, la evocadora escultura de Jón Gunnar Árnason rememora el espíritu pionero, descubridor e irremediablemente navegante de quienes modelaron Reikiavik —e Islandia—. Y el paseo marítimo en el que se asienta, frente a la bahía de Faxaflói, es un gran prólogo de cualquier visita a la ciudad y, a la vez, una excusa para desperezar las piernas de buena mañana.

Reikiavik - Sólfar

Grjótaþorp:
allí donde Reikiavik dio sus primeros pasos

En el imaginario extranjero, Reikiavik es una retahíla ajardinada, perfectamente ordenada y estéticamente satisfactoria de casitas de colores. Un paseo por el céntrico barrio de Grjótaþorp lo confirma y, de paso, te da pistas de cómo Reikiavik creció como urbe, lejos ya de la etapa vikinga.

Resulta que, del antiguo y rudimentario asentamiento tribal, los colonos daneses hicieron en el siglo XIX un prolífico centro pesquero para servir a la metrópolis. En lo que hoy es un barrio residencial donde se puede encontrar la primera casa de la ciudad —el negro número 10 de Aðalstræti—, hubo antaño ocho fincas de casas que alojaban, en la más absoluta y fría humildad, a la mano de obra y a los capataces llegados de Dinamarca.

Pasear por este barrio hoy adoquinado y acicalado es algo más reconfortante que pescar arenques bajo la ventisca hace dos siglos. Cada familia nutre de un color diferente la chapa que recubre sus casas y el techo que les da cobijo, cuidando tanto del interior —visible siempre desde fuera, como marca la tradición luterana— como el exterior —que en los meses de verano se convierte en el comedor del hogar—.

Pasearás por otros barrios de Reikiavik más tarde y, aunque quizás sean menos armónicos, percibirás que nada cambia realmente mucho: es una ciudad donde el espacio sobra, y los cánones establecen que cada familia —e incluso cada negocio u oficina— tenga su propio edificio y su cuidadísimo y correspondiente jardín. Precisamente, a Reikiavik le llaman ‘el bosque de Islandia’: en un país donde la actividad volcánica y la tala de madera compulsiva de antaño acabó con los árboles hace siglos, no verás tanto verde en ninguna otra parte de la isla como en su colorida capital.


Miðborg (o Miðbær):
el centro de una metrópolis de bolsillo con herencias de ultramar

Apenas a tres minutos a pie de Grjótaþorp —el concepto de lejanía es más que relativo en Reikiavik— se abre paso el centro propiamente dicho de la urbe, allí donde se toman decisiones y bulle la política de la ciudad y del país. Al área le llaman, oficialmente, Miðborg (‘centro de la ciudad’), pero los locales prefieren ser más realistas y referirse a ella como Miðbær (‘centro del pueblo’).

Austurvöllur, con su césped repleto de tumbonas y sus flores impolutas, es algo así como la plaza mayor de la ciudad. Me planto frente al Parlamento de Islandia, que preside el lugar, y pienso en el Ayuntamiento de Tarragona o el de la Coruña: es —sin exagerar— diez veces más pequeño. Es un buen ejemplo de la escala de Reikiavik: sus tamaños son de pueblo, pero su ambiente y sus infraestructuras son totalmente capitalinos.

A dos pasos de donde se deciden los designios del país desde la independencia de los daneses en 1944 está plantada otra solemne institución de la ciudad: el carrito de perritos calientes Bæjarins Beztu Pylsur. Su receta —mezcla de cordero y cerdo— y su horario corrido son imbatibles, así como los 4 euros que cuesta cada pieza. El pylsa o pulsa —no hay acuerdo entre los islandeses para llamar a la salchicha— es la herencia directa de la base militar que plantó en Keflavik Estados Unidos, quienes usaron a Islandia de atalaya estratégica durante la Guerra Fría y, de paso, trajeron a la isla apenas independizada retazos de lo que hoy conocemos como ‘modernidad’.

Otro curioso punto del centro primigenio de la ciudad es el Ayuntamiento. Mitad sumergido bajo Tjörnin —el gran lago de Reikiavik—, mitad flotando sobre él, alberga un inmenso mapa en 3D de Islandia que puede absorberte durante horas —palabra de adicto a la cartografía—. A través de sus puertas siempre abiertas podrás entrar como Pétur por su casa cuando quieras y sin pagar un céntimo, como manda la práctica local.


Harpa:
una gema musical semiártica

En contraposición con el humilde y discreto origen de Reikiavik, un enorme iceberg de vidrio y metal parece erigirse mirando al futuro, reluciente y refinado, sobre el frente costero de la ciudad. El edificio se llama Harpa, y es la deslumbrante sede de la Orquesta Sinfónica y la Ópera de Islandia y de la Big Band de la ciudad, un centro cultural y de conferencias y la construcción más laureada de la isla: ganó el premio de arquitectura contemporánea Mies van der Rohe de la Unión Europea en 2013.

Por fuera encandila tanto como por dentro. Los bloques de vidrio que lo conforman, coloreados con los tonos de los paisajes del país, reflejan la luz caprichosamente para crear combinaciones y superposiciones visuales realmente hipnotizantes.

Conscientes de las limitaciones, pero ambiciosos y tenaces. Así son los islandeses, y Harpa es la imagen de ello. Pese a ver su economía colapsar en 2008 arrastrados por una banda de banqueros sin escrúpulos, apenas tres años después pusieron en pie una obra que, en una ciudad de apenas 120.000 habitantes, podría equivaler a la casa de la música de cualquier otra —y mayor— capital, por ejemplo, escandinava.

Justamente, con sus vecinos nórdicos los islandeses comparten también el amor por hacer de sus hogares —en los que pasan tantas horas cuando el sol desaparece— refugios acogedores y entrañables. En la tienda de productos de diseño islandés Rammagerðin me quedaría a vivir: todo lo que contiene esta joya ubicada en el interior del Harpa es, además de made in Iceland y carísimo, sublime. No es la única, puesto que en las céntricas y peatonales calles de Laugavegur y Skólavörðustígur hay una nutrida colección de concept stores en las que curiosear y deleitarse por horas.


Reikiavik y su boyante oferta cultural: del ‘Gaudí islandés’ al ‘hogar de un artista’

Un impactante y notorio templo que parece salido de una película de ciencia ficción, una pléyade de esculturas desperdigada por todos lados o una poliédrica Galería Nacional que impregna la ciudad entera. Son apenas tres ejemplos —más— de la destacable oferta cultural y artística de Reikiavik, y el reflejo —de nuevo— de la enorme concentración de creatividad que Islandia y su capital atesoran y despachan por cápita.

Empecemos por la icónica Hallgrímskirkja, la iglesia —que no catedral— luterana de la capital del país. ¿Un cohete? ¿Una versión nórdica del Taj Majal? Es difícil compararla o definirla, tanto como dejarla de avistar: con sus 74,5 metros, el edificio más alto de Islandia se divisa, en un día claro, incluso desde Keflavik, donde se ubica el aeropuerto internacional de la isla.

Reikiavik - Hallgrímskirkja

Es la obra más notable del denominado —por el guía de nuestro Free Tour por Reikiavik— como ‘el Gaudí islandés’: Guðjón Samúelsson. Más allá de porque su arquitectura está presente por toda su ciudad y porque su estilo, inspirado en la naturaleza local, es tan inconfundible como llamativo, los paralelismos entre él y el bueno de Antoni son pocos: fue el primer arquitecto educado en Islandia y el arquitecto estatal en la década de 1930, cuando el país se urbanizaba y modernizaba.

Por dentro, el edificio es sobrio y luminoso y, como dictan los estándares luteranos, rehuye cualquier signo de ostentación. Una vez en su interior y habiendo ya quedado boquiabierta o boquiabierto con el enorme órgano del templo, la mejor opción será subir a su campanario —por unos 13 euros—: no hay un mirador tan privilegiado en toda la ciudad.

Al bajar a tierra, otra buena idea para el visitante curioso y cultureta es, como apuntaba, perderse entre las llamativamente omnipresentes esculturas plantadas por Reikiavik. ¿Por qué tantas? Quizás por la filia nacional por la piedra: al fin y al cabo, los islandeses son hijos de las rocas. O quizás, llanamente, porque es el tercer país de Europa que, proporcionalmente, más invierte en cultura.

Sea como sea, el paseo escultórico por Reikiavik puede hacerse sin un rumbo fijo. O también puede elegirse una vía segura: darle la vuelta al impoluto Tjörnin y sus aguas plácidas, circundado también por antiguos palacetes burgueses, e ir desgranando la margarita de pequeños monumentos pétreos que encontrarás. Desde el fundador de la Reikiavik moderna, Skúli Magnússon, hasta el monumento a la Desobediencia Civil del español Santiago Sierra, encontrarás estatuas de todo tipo y medida. Me quedo con una: el taciturno ‘Monumento al Burócrata Desconocido’, de Mágnus Tómasson, que franquea con su maleta el Ayuntamiento.

Bien cerca de allí se ubica, justamente, la sede principal de la Galería Nacional de Islandia. De un país de poco más de 375.000 habitantes cabe no esperarse un da Vinci o un Miró, pero sí un testimonio interesante —y abordable en una mañana— de cómo los artistas locales han expresado su país y sus gentes desde el siglo XIX hasta hoy. Los cercanos Casa de Colecciones —en cuyo bar te invitarán a un café— y el ‘Hogar de un artista’ complementan el museo, que a través de este último permite entrometerse no solo en la obra del primer pintor nacional, Ásgrímur Jónsson (1876–1958), sino también en su propia casa. Nota curiosa: la entrada a la galería —que te sellarán en cada sede y cuesta 15 euros— es una postal.


Nauthólsvík:
‘nuestra propia Ibiza’

En Reikiavik no faltan plazas ni espacios verdes para juntarse con quien a uno se le antoje, pero sí sol y temperaturas benévolas para hacerlo sin sufrir innecesariamente. Por eso, y porque la geotermia calienta el agua islandesa sin costo alguno para ningún bolsillo, los islandeses tienen un elemento bien característico, democrático y propio que hace las veces de lo que los mediterráneos con conocemos como ‘plaza del barrio’: las piscinas públicas termales.

Además de las que las naturaleza pare por todo el país en forma de baños naturales, estos equipamientos están por todos lados y en cualquier aldea que te puedas cruzar —por ínfima que sea—. Sin embargo, la capitalina de Nauthólsvík se lleva la palma si de singularidad hablamos. En lugar de una piscina, es una playa de arenas blancas en cuyas aguas han hecho desembocar las corrientes calentitas surgidas de las entrañas del país. El resultado: un baño a una temperatura acuática superior a la del ambiente —algo impensable en otro rincón de Islandia—. Los muchos locales que allí encontrarás lo tienen claro: a tal ingenieril y hedonista hito lo llaman ‘nuestra propia Ibiza’.


Laugavegur: copas y música a la luz de medianoche

En esta magnética metrópolis de bolsillo planté el pie por vez primera en una medianoche de agosto. Medianoche, obviamente, que por aquella época no lo era: un cielo irreal y brillante nos saludó bajo una temperatura que para nosotros tampoco era agostiza, añadiéndole una pátina de peculiaridad y exotismo al aspecto de una urbe que, ciertamente, es singular incluso por su propia ubicación: ningún otro estado del planeta tiene ubicada su capital tan al norte del globo.

En ese ambiente hipnotizante de luz que no sabes de dónde brota es difícil adivinar si es pronto o es tarde. No es complejo, sin embargo, encontrar un bar para aprovechar el tiempo degustando una cerveza mientras ves a los locales llenarse el cuerpo de ocio. De nuevo, Reikiavik engaña: el número de bares, cafés, pubs y hasta librerías-restaurante que su escala menuda esconde —y su marcha incombustible— superan ampliamente lo que podría presuponérsele.

La calle Laugavegur es el epicentro de la ruta de bares reikiavikense. Una ruta cara, eso sí, porque la pinta de cerveza oscila, tranquilamente, entre unos escandalosos 10 y 15 euros. La bendita ‘Happy Hour’ —de 17h a 19h, aproximadamente— y una app imprescindible para saber cómo y dónde disfrutarla nos ayudaron a evitar la bancarrota. Saltando de bar en bar a conveniencia y rebajando el precio del oro líquido a unos amables 7 euros, nuestra última velada en la ciudad se convirtió en imborrable.


Epílogo: una tribu para todxs

Los indicadores internacionales dictan el país que Reikiavik encabeza es el más equitativo del planeta, el que tiene una mayor igualdad de género y uno de los más ricos por capita de todo el globo. La abundancia de recursos naturales de que disponen es increíble y asegura un abastecimiento infinito, gratuito y universal, y la conceptualización posvikinga de la vida en comunidad, marcada por el cuidado colectivo y el apoyo mutuo ante la adversidad, empuja a la Islandia de hoy hacia unos niveles de bienestar y paz social realmente envidiables.

Muy probablemente, por todo ello en Reikiavik se vive —y se explora— sin miedo ni recelo a nada ni nadie. El jardín del Parlamento está abierto de par en par a las 12 de la ‘noche’, no verás valla de seguridad alguna frente a ninguna casa y no es raro ver un carrito con bebé incluido «aparcado» a la puerta de un bar.

Y sí, en la ‘tierra de hielo y fuego’, las huellas de apertura mental y de evolución social que vi durante mi periplo alcanzaron expresiones totalmente inconcebibles en latitudes del globo no muy lejanas. Para muestra, el altar de la Hallgrímskirkja —sí, de una iglesia—: incluso en él, en su pleno centro, una bandera arcoíris celebraba el Orgullo LGTBI campante y espléndida. En esta tribu vikinga son pocos y bien avenidos, y llevan su necesidad de cuidado y supervivencia colectiva a extremos más que felices y loables. Ya os lo decía al principio: bajo todas las acepciones del adjetivo, Islandia y su capital son increíbles. 🟢




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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.

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