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Guía narrada de la Patagonia chilena
📍 PUNTA ARENAS ➡️ Puerto Natales ➡️ Glaciares Balmaceda y Serrano ➡️ Torres del Paine ➡️ Perito Moreno ➡️ Leer y ver la Patagonia
La Patagonia chilena suele empezar en Punta Arenas, pero pocas veces pasa por allí. Muchos, en esa fiebre expedicionaria y chatwiniana que inspira el fin del mundo, saludan a su aeropuerto y se apuran por tomar la ruta hacia las Torres del Paine y los glaciares. Yo, que viajaba solo por primera vez y tenía una semana por delante en la Patagonia, desafié a esa idea y decidí detenerme tres días en Punta Arenas.
Merece la pena: Punta Arenas es un prólogo fantástico –y curioso– para fundirse más y mejor con el universo patagónico. Bordeemos el estrecho de Magallanes y démonos un paseo relajado por la ciudad más austral de Chile, que –además– está llena de historias.
Colores ante el aislamiento
Llego a Punta Arenas un sábado de octubre. Es muy temprano, todo está relajadísimo y la ocasión es perfecta para dejar la mochila en el hostal y dar una vuelta de reconocimiento rápida.
Y nada mejor que las alturas para familiarse con la trama urbana. Primera parada: mirador del Cerro de la Cruz, un balcón asomado a Punta Arenas, al manso estrecho de Magallanes, que le da sentido, y a los centenares de casitas y tejados coloridos –por algún motivo le llamaban ‘la ciudad de los tejados rojos’– que la articulan. Un poste señala una gran multitud de destinos y la distnacia que los separa de Punta Arenas, pero lo que más me llama la atención, en el horizonte, es la silueta amenazante del Cerro Sarmiento: detrás de él, océano adentro, solo queda la Antártida.
El vértigo es grande, y marca una máxima recurrente en Punta Arenas: estamos en el fin del mundo.


En el Cerro de la Cruz, un poste lleno de flechas nos recuerda que estamos lejos de casi todas partes.
La plaza de Armas más bonita de Chile y ‘los pioneros’
Es hora de tomarle el pulso al plano de la ciudad y bajar hacia su centro. Primera apreciación significativa una vez abajo: sacando a la de Santiago del mapa, diré que la plaza central de Punta Arenas es la más bonita de las ‘plazas de armas’ de Chile. Alberga una síntesis vegetacional de la Patagonia en su interior y, por supuesto, un monumento dedicado al responsable de que estemos aquí: Fernando de Magallanes.

Fue él y su flota quienes, en 1520, franquearon por primera vez para el mundo occidental el estrecho que llevaría su nombre, y que se convertiría en la principal ruta de navegación entre Europa y las costas del Océano Pacífico.
Sin embargo, fue en 1848 cuando se fundó Punta Arenas, que pronto se erigió en polo de atracción de inmigrantes europeos debido a la política de fomento del gobierno chileno, que les ofrecía tierras a cambio de colaborar en la consolidación de la soberanía nacional en la región.








Un paseo tranquilo por Punta Arenas es un recorrido por retazos de la Europa de finales del siglo XIX.
Sucesivas olas de migrantes llegan con la fiebre del oro de 1910 y tras la Primera Guerra Mundial, y empresas balleneras, navieras y aseguradoras, así como latifundistas de la ganadería ovina, contribuyen pronto a desarrollar la ciudad. Es por ello que la arquitectura de Punta Arenas tiene un marcado carácter europeo, y que las manzanas que bordean la plaza de Armas están pobladas de palacetes y edificios de inspiración neoclásica, algo que en la mayoría de capitales de región de Chile sucede en menor medida.
El más notable es el Palacio Sara Braun, que ocupa una esquina de la plaza de armas y que hoy alberga un hotel –el José Nogueira– y el reputado Club de la Unión. Construido en la primera década del siglo XX, es el legado de la fortuna que amasaron la judía Sara Braun y el portugués José Nogueira, dos de los ‘pioneros’ que se enriquecieron gracias a las explotaciones ovinas que impulsaron en Magallanes.

Nuevos horizontes –y claroscuros– en el estrecho
El Museo del Recuerdo, a algunos minutos en bus del centro de Punta Arenas, ejemplifica el modo de vida de los colonos –mayoritatiamente– centroeuropeos, británicos y balcánicos (aunque también de otras partes de Chile) que, durante el siglo XIX y principios del XX, se instalaron en la región buscando nuevos horizontes. Los 3.000 objetos y las recreaciones que contiene –un consultorio médico, una tienda de ultramarinos, una escuela o una peluquería de la época– son el testimonio de la ambición de quienes se fueron hasta el fin del mundo para labrarse una vida y construyeron una ciudad desde cero.




El Museo del Recuerdo es un viaje al modo de vida de la Punta Arenas incipiente de finales del siglo XIX.
Una ambición no exenta de capítulos negros, por supuesto. Porque la región de Magallanes estaba ya poblada antes de que los Braun, Nogueira y compañía se pasearan por allí. En concreto, por cuatro pueblos originarios –cada uno con su lengua–: los Aonikenk, los Yámanas, los Qawasqar y los Selknam. El genocidio perpetrado hasta entrado el siglo XX por los latifundistas, así como el mestizaje, los condenó a una desaparición progresiva y, lamentablemente, apenas algunas comunidades sobreviven hoy entre Chile y Argentina.
No es alegre seguir hablando de muerte, pero uno de los lugares que refleja mejor la prosperidad de los colonos que impulsaron Punta Arenas es el Cementerio Municipal, donde los fastuosos panteones de las familias más pujantes se funden con las modestas tumbas de quienes no corrieron tanta suerte, a la sombra de los cipreses que, estoicos, llevan más de cien años soportando el viento magallánico. No tengo claro cómo se miden estas cosas, pero algunos dicen que es de los más bonitos del mundo.

Hospitalidad, choripanes, y empanadas de centolla introspectivas
Pese a la compleja y por partes macabra historia de la región – y al clima inclemente–, los magallánicos son gente muy hospitalaria, sosegada y afable. De su aislamiento han hecho crecer un virtuoso sentimiento de comunidad, y se les notan las ganas de que te sientas bien acogido en su fin del mundo.
El propietario de mi alojamiento, Samarce House, un hostel instalado en una casona a algunas cuadras del centro, no paró de darme consejos sobre su ciudad durante mi estancia, y fue gracias a él que acabé yendo al famoso y entrañable Kiosko Roca: el mejor bar de comida rápida (o ‘picada’) del Chile. ¿De dónde viene su fama? De la peculiar combinación que ofertan desde 1932: el choripán –sándwich caliente de chorizo untado– acompañado de un batido de plátano. Necesitas probarlo, ¿verdad?

Si no te convence el trío chorizo-plántano-leche, siempre podrás pasearte por la costanera y acabar en el Mercado Municipal, donde encontrarás la otra especialidad local del fast-food puntaarenense: empanadas de centolla recién sacada de los fiordos patagónicos.
Comerte un par de ellas frente al apacible estrecho de Magallanes, con el viento de escolta y las gaviotas revoloteando, es una de esas estupendas y recurrentes invitaciones a la introspección que la Patagonia, fin del mundo y cruce extremo de caminos, no para de enviarte –y una de las cosas que más disfruté de mis días allí–.
La micrometrópolis del estrecho
El ambiente que se respira en Punta Arenas es el de una ciudad bien singular.
Singular resulta toparse, paseando por su centro, con la Casa España, que acoje hoy a la Sociedad Española de Punta Arenas, la más extrema del planeta. Más exótico resulta todavía que Punta Arenas tenga un Barrio Croata –con su consecuente arquitectura croata, con sus monumentos en lengua croata, incluso con su propio cuartel de bomberos croata y su Coro Croata–. A 13.700 kilómetros de Croacia.




En las fachadas de Punta Arenas es fácil encontrarse con elementos que recuerdan a las comunidades de migrantes que le dieron forma, como la croata, la británica, la española o la italiana.
Son ejemplos de lo peculiar y cosmopolita que es esta ciudad del fin del mundo de 123.000 habitantes, que por su carácter de lugar de paso convertido en hogar ha acabado sintetizando en su trama a una combinación de momentos históricos, edificios e instituciones que la hacen urbanamente autosuficiente, una suerte de micrometrópolis del fin del mundo.
Un elegante teatro municipal, hoteles señoriales –como el Cabo de Hornos o el José Nogueira–, sus propios diarios –como El Pingüino o La Prensa Austral–, un enorme puerto urbano al que llegan cruceros de aquí y allá, la Universidad de Magallanes e incluso una enorme Zona Franca, con 53 hectáreas de comercios libres de impuestos; todo da fe del rol catalizador que ha tenido y tiene Punta Arenas respecto a la Patagonia y al paso del estrecho de Magallanes.



Y respecto a la Antártida. Porque, además, Punta Arenas es sede del Insituto Antártico Chileno, es la base portuaria de 15 países para alcanzar el continente helado y albergará en un futuro cercano al Centro Antártico Internacional –y a sus más de 500 científicos procedentes de una treintena de países–.
Visitar a los pingüinos y dar el salto a la naturaleza patagónica
En mi tercer día en Punta Arenas quise tomar el transbordador que cruza el estrecho de Magallanes y visitar Porvenir, ya en la Tierra del Fuego. No tuve suerte: había elecciones municipales en Chile, y el servicio estaba interrumpido. Pero desde Punta Arenas y en barco también se puede ir a pasear por isla Magdalena, una reserva natural situada a 30 kilómetros de la ciudad que acoge a más de 120.000 pingüinos magallánicos. Y para allí que zarpé.
En temporada alta –de octubre a marzo– y en cualquier agencia turística del centro de Punta Arenas es fácil contratar una excursión hacia la isla, a la que parten cada mañana. Duran medio día y cuestan unos 70.000 pesos chilenos (unos 81 euros).


El faro de isla Magdalena, con la bandera de la región de Magallanes ondeando, entre las colonias de pingüinos.
A mi vuelta a la microcapital chilena del fin del mundo, la tarde da para un último paseo por la costanera y para despedir al sol desde donde empecé a conocer Punta Arenas: el Cerro de la Cruz. Los colores del atardecer son simplemente espectaculares, y la ocasión merece ser acompañada con una cerveza local de la casa Austral, que como su nombre indica, se jacta de ser la más meridional del planeta.
A la mañana siguiente, hay que madrugar: el bus hacia Puerto Natales sale pronto desde el centro de Punta Arenas. Ahora sí, es hora de lanzarse de lleno a explorar la naturaleza patagónica –las Torres del Paine, los glaciares y fiordos chilenos, el Perito Moreno…– y, tras haber entendido por qué esta región del mundo atrajo a tantos pioneros y exploradores en los siglos precendentes, comprender por qué sigue atrayendo y embelesando a tantos viajeros.
¡Carretera y manta!
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Guía narrada de
la Patagonia chilena –y un pellizco de la argentina—
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Punta Arenas al atardecer, desde el Cerro de la Cruz y con el Cerro Sarmiento al fondo.

PUNTA ARENAS
🗺️ 🧭
llegar · moverse · situarse
-> Aeropuerto-Centro ✈️: 20 minutos
-> a Puerto Natales 🇨🇱 – en bus: 2h55
-> a Ushuaia 🇦🇷 – en bus: 10h00
-> a Santiago 🇨🇱 — en avión: 2h30
Imagen de portada de Draceane en Wikimedia Commons | Licencia CC-BY-SA 4.0
Todas las imágenes que aparecen en el post son de autoría mía, cuando no se señala lo contrario.
Aplausos, felicitaciones. Se ve que eres una persona que goza de la naturaleza y de cada lugar que ves, no podrías haber descrito de mejor manera lo que es PUNTA ARENAS , la ciudad más austral del mundo, gracias por tu apreciación y comentarios.
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¡Muchas gracias, Juana! Punta Arenas me encantó y me atrapó por su historia y su localización, y no podía sino intentar contarlo. Qué bonito que a gente como tú le guste el relato. ¡Un abrazo!
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Hermoso , conocí Pta Arenas y Pto Natales quedé maravillada , ust las describe tal cual , felicidades..
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¡Me alegro que guste el relato, Carmen! Muchas gracias por leer ☺️
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Mi hermosa ciudad llena de encanto muy singular que invita a conocerla y retratarla como lo has hecho,feliz con tu apreciación
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Gracias, Ana, por tu comentario. Tu ciudad es especial, singular y entrañable ☺️ ¡Cuidadla mucho!
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