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Guía narrada de la Patagonia chilena
Punta Arenas ➡️ 📍 PUERTO NATALES ➡️ Glaciares Balmaceda y Serrano ➡️ Torres del Paine ➡️ Perito Moreno ➡️ Leer y ver la Patagonia
En 1557, Juan Ladrillero se perdió. Le habían encomendado navegar para hallar la entrada occidental del estrecho de Magallanes, pero una y otra vez acababa enmarañándose en la geografía imposiblemente retorcida que dibujan los fiordos hoy chilenos. Ya agotado, decidió probar otra vez más: se adentró en un canal al que llamó —desmoralizado— ‘Última Esperanza’. No hubo suerte, y se encontró con un tope físico al que bautizó volcando toda su frustración: el fiordo Obstrucción.
Pasaron tres siglos hasta que, en ese paisaje de navegantes fallidos y nombres que destilan desolación, el boom de la industria ganadera y la fiebre expedicionaria empezaron a atraer —como sucedió en toda la región— colonos europeos. Pronto, en 1911, acabó fundándose Puerto Natales, una ciudad planificada para ejercer como epicentro logístico en uno de los bordes del fiordo Última Esperanza.

Y hasta allí, con mucha más facilidad que Ladrillero y 459 años después, llegué yo desde Punta Arenas, tras surcar por casi tres horas las planicies patagónicas a bordo de un bus comodísimo. Por delante, cinco días y cuatro noches para lanzarme día sí y día también a las profundidades de la Patagonia chilena, e incursionar en la argentina.
Sin embargo, Puerto Natales, donde hoy viven unas 21 mil personas, me sirvió para bastante más que para planificar y contratar excursiones y dormir digiriendo la belleza de los glaciares patagónicos: mi paso por allí acabó resultando una invitación perfecta a practicar la introspección en un entorno tan extremo como espectacular. Y lo mejor: a disfrutar haciéndolo.

Aquí van algunas recomendaciones, pinceladas y experiencias que este apartado rincón urbano de Chile puede regalarle al viajero solitario sin que lo espere.
Bordear el fiordo para evadirse y sentirse insignificante
En Puerto Natales, nadie te va a molestar si no te apetece hablar —el frío vuelve parco a quien lo vive casi todo el año—, pero todo el mundo va a ayudarte si lo requieres —porque, en el aislamiento, la amabilidad florece hoy como autodefensa colectiva—.
Así que lanzarse a deambular en solitario por la localidad —como hice en mi primer día, nada más pisarla— es una manera estupenda de practicar la evasión. Sobre todo aprovechando el marco costero de Puerto Natales y el paseo urbano que bordea el canal Señoret, parte del fiordo de Última Esperanza.

Apenas dos kilómetros de aguas plateadas y ventosas —antaño solo familiares para los Kawésqar, el pueblo aborigen canoero que las habitaba— separan a Puerto Natales de la orilla contrapuesta del canal, formada por peñascos solitarios y altivos, barrancos verdes y cumbres enharinadas por la nieve patagónica.
Todo en el paisaje que rodea a Puerto Natales evoca aislamiento, confín y desolación, y pasearse por la Avenida Pedro Montt es entrar en contacto visual directo con todo ello, con los siempre nostálgicos botes de los pescadores de la zona, que parecen flotar en un letargo atemporal. Una visión que adquiere tintes más dramáticos cuando distingues, a lo lejos y en segunda línea, a los 2.035 metros del amenazante, puntiagudo e imponente Cerro Balmaceda.

Resiguiendo el paseo costanero de Puerto Natales hay dos hitos que avivan ese sentir salvaje y patagónico de pioneros y expedicionarios, cada uno desde un momento histórico. El primero, nuevo y metálico, es el Monumento al Viento, una invitación a entregarse a lo agreste. El segundo, antiguo y construido en madera, son los vestigios del antiguo muelle de la ciudad, dispuesto por la empresa Braun & Blanchard cuando la fiebre ovina hacía hervir la emergente economía magallánica.

Hoy, tanto el uno como el otro son un marco idóndeo para sentarse a reflexionar sobre las idas y venidas de la historia en esta parte del mundo, y experimentar lo que hace que la Patagonia sea tan excitante: el hecho de sentirse pequeñísimo, aislado e insignificante ante un medio indómito, solitario y por partes aún virgen.
El hotel Singular Patagonia: calidez, lujo y convulsiones históricas
El contrapunto al aislamiento feroz que destila el marco geográfico patagónico lo pone la cultura de la calidez desarrollada en los interiores de casas y edificios —qué remedio—. Para experimentarla en directo y transitar hacia un orden de cosas menos filosóficas y más tangibles y hedonistas, me dispuse a descubrir el establecimiento más peculiar y privilegiado de las afueras de Puerto Natales: el hotel Singular Patagonia, situado en el sector de Puerto Bories desde 2011.

El paseo a pie hasta allí, de una hora relajada resiguiendo la costa del fiordo, me entregó una variedad fantástica y casi simultánea de luces, nubes y agua, como corresponde cuando se trata de la cambiante meteorología patagónica.
El hotel es sutil por fuera y fastuoso por dentro. Situado en las inmensas instalaciones del antiguo frigorífico Bories, en el Singular Patagonia se procesaron y exportaron toneladas y toneladas de productos ganaderos durante la primera mitad del siglo XX, y tan importante llegó a ser que motivó la construcción de una línea de tren que lo enlazaba con el centro de Puerto Natales. Hoy es un lugar —por suerte— mucho más feliz que lo fue en su día, pero sigue recordándonos los conflictos que afloraron en la desigual sociedad pionera, entre empresarios con tanta ambición como falta de escrúpulos y obreros explotados en la penuria patagónica del siglo pasado.

Tras disolverse la compañía que lo administraba en los años 70, el complejo fue nombrado Patrimonio Nacional en 1996, y recuperado por la cadena Singular Hotels. Hoy, para el viajero que no se hospeda en él, el edificio ofrece una combinación interesantísima y acesible de museo —con una muestra de la maquinaria original del frigorífico y de su historia— y cafetería, esta última tan acogedora como sublimemente ambientada.





No es barato tomarse una bebida en el lugar, pero su atrayente y enorme fuego a tierra, sus ventanales abocados al fiordo, el cálido ladrillo de sus paredes y sus deliciosos sofás bien merecen aparecer por allí con un buen libro y relajarse durante un par de horas. Quien opte por no degustar nada en el recinto, podrá igualmente entrar a él pagando los 5.000 pesos que cuesta el pase al museo (unos 8 euros), al que se accede sin costo adicional si decides darte el capricho de un café o una buena cerveza patagónica.
Curiosidad extra: desde la entrada exterior del hotel hasta la estancia de su cafetería te conduce un funicular interno que, dicho sea de paso, es una fantasía.
Colores, agencias de viajes y calles que incitan a la navegación
De vuelta a su núcleo urbano, otro pequeño gustito caminable que ofrece Puerto Natales son las fachadas, coloridas y simpáticas, de los minipalacetes y casas que integran su centro primigenio. Rosa pálido, azul celeste, verde lima, amarillo claro… como sucede en Punta Arenas, los colores con los que se visten las casas nos hablan de la voluntad de quienes construyeron Puerto Natales de convertir en afable un medio hostil y helado, de los pioneros y su deriva febril y aventurera, del pasado emergente y efervescente de la Patagonia colonizada. Fachadas que, a la vez, contrastan con las de los barrios más periféricos, conformados por cabañas y construcciones humildes que apenas sortean las ráfagas de viento patagónicas.








La arquitectura de Puerto Natales es un resumen tangible de su la historia de la ciudad.
Otro rasgo particular de la trama urbana natalina es que está plagada de agencias de viajes en las que reservar —incluso de un día para otro— cualquier tipo de excursión que se te ocurra para descubrir los muchos atractivos circundantes: acercarse a las míticas Torres del Paine, navegar hacia los glaciares del lado chileno, cruzar a El Calafate y su Perito Moreno, ya en Argentina… Incluso en los propios alojamientos —en mi caso el moderno y cómodo Wild Hostel— te ofrecen excursiones guiadas a cada uno de los destinos, ocupándose ellos de que a la mañana siguiente (bien pronto) te venga a buscar el transporte correspondiente al lugar. Si algo tiene la industria turística patagónica, es diligencia y claridad a la hora de facilitar las cosas al visitante.
Y si algo evidente tiene la fisionomía de Puerto Natales, es que todas sus calles acaban llevándote de vuelta al borde costero del fiordo. Siguiendo los pasos que marca la naturaleza natalina y queriendo emular más a los hábiles Kawésqar que al desorientado de Ladrillero, decido que al día siguiente toca lanzarse a surcar las aguas de Última Esperanza y dirigirse hacia dos maravillas inconmensurables: dos glaciares —el Serrano y el Balmaceda— que decidieron desparramarse hacia el mar. Habrá que madrugar mucho para subir a bordo, pero os aseguro que la retina lo agradecerá. 🔵
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PUERTO NATALES
🗺️ 🧭
llegar · moverse · situarse
-> A Aeropuerto de Punta Arenas 🇨🇱✈️ – en bus: 2h40
-> a Punta Arenas (centro) 🇨🇱 – en bus: 2h55
-> al Glaciar Perito Moreno 🇦🇷 – en bus: 7h00
-> a Santiago 🇨🇱 — en avión (solo en temporada): 2h30
Imagen de portada de Eve Tabilo en Wikimedia Commons | Licencia CC-BY-SA 3.0
Todas las imágenes que aparecen en el post son de autoría mía, cuando no se señala lo contrario.
3 comentarios sobre “Puerto Natales para viajeros solitarios: disfrutar lo remoto en el fiordo de Última Esperanza”