Es un espectáculo imponente. Una mole inimaginablemente inmensa y robusta de rocas amontonadas, con formas imposibles y una pendiente vertiginosa. Una cordillera acordeónica plantada en medio del fin del mundo y peinada para siempre por el viento infinito de la Patagonia y su cielo inacabable. Tiene un nombre ancestral y es multicolor. Es el macizo Paine, las montañas azules.

No exactamente azul, sino celeste, significa Paine en mapudungún, la lengua del pueblo originario más numeroso de lo que hoy es Chile. Y parece ser que con esa palabra bautizó a este remoto enclave montañero un tal Santiago Zamora, campesino —baqueano, como le llaman allí— enviado por el gobierno chileno en 1868 hacia el extremo austral de América para inspeccionar la región.

Patagonia azul
Los Cuernos del Paine y, tras ellos, las Torres del Paine. Con el lago Pehoé delante.

¿Qué pensaría, el buen hombre, al dejarse caer por aquellas latitudes perdidas y quedar plantado ante semejante portento de la naturaleza? Pues lo mismo que yo, muy probablemente: que las Torres del Paine deben de ser uno de los paisajes más majestuosos y bonitos del planeta.

Hacia las Torres del Paine

Son apenas las 6h30 cuando suena la alarma, y los rayos de sol ya se asoman por el sur del planeta. Un desayuno frugal y a esperar a la camioneta: la excursión que he contratado por unos 35 euros en el propio hostel —y como sucede siempre en Puerto Natales— me pasa a recoger por su puerta.

La camioneta ya va llena: de compañera de expedición me toca una familia chilena entera, pequeños y mayores incluidos. Coincidencias: son de Temuco, cerca de donde —parece ser— procedía el mismo Sebastián Zamora.

Torres del Paine azules
El canal Señoret, que bordea a Puerto Natales, recibe al día con nubes y luces nítidas.

Despedimos Puerto Natales con los primeros vientos y luces del día sobre el canal Señoret, bajo nubes que corren raudas y veloces. Tocan casi dos horas de trayecto entre bosques, cumbres enharinadas, lagos y cielos cambiantes hasta llegar —tras visitar la accesoria cueva del Milodón—a uno de los accesos al Parque Nacional Torres del Paine, la portería Serrano.

Paramos en la caseta solitaria que da la bienvenida a este oasis de hielo y roca y me llama la atención el enorme cartel que qué responde a la pregunta de qué hacer si te encuentras con un puma. La reserva natural es más grande que —por ejemplo— toda Guipúzcoa, y en la inmensidad despoblada del lugar el fiero puma es el rey absoluto.

Pasamos el trámite de pagar la entrada, que no está incluida en el precio de la excursión. Los residentes en Chile —como era mi caso por aquel entonces— pagan 7.300 pesos (unos 8,25 euros); los extranjeros, 35 dólares. Es un precio alto, pero comparado con la magnificencia del lugar, todo lleva a dejar el calificativo en ínfimo.

Un cofre de azules remotos y exultantes

Hay varias maneras de adentrarse en el Parque Nacional de las Torres del Paine. Muchas y muchos optan por circuitos como la W o la O, de varios días, que implican acampar en distintos puntos del parque y recorrer sus recovecos por tramos siguiendo las siluetas de las letras en cuestión. Es algo exigente y, seguro, reconfortante. Sin embargo, viajé a la Patagonia solo y no era el momento de sobreestimar mi preparación montañera, así que opté por una excursión que, en media jornada, me mostrara una visión panorámica del parque, transitando por sus puntos capitales.

A modo de rayuela, la camioneta va peinando el áspero terreno en el que se inserta este cofre de geografías remotas y exultantes, saltando de una a otra. Pronto, al fondo se empieza a divisar el mastodonte imponente que es el macizo Paine, entregándote vistas poliédricas de sus componentes, que se contornean y solapan a medida que el trayecto los orbita como figuras de ajedrez gigantes.

Y pronto, también, empiezas a darte cuenta de que en este medio agreste hay otro rey además del puma: el color azul (y toda su familia). No me voy a entretener en narrar cómo la camioneta se va deteniendo en cada uno de los fantásticos rincones que conforman el circuito definido, sino en señalar algunos de sus azules, turquesas y celestes, hipnóticos y sublimes, que percuten la retina sin remedio.

🔵 El lago Grey

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La inmensa playa del lago Grey.

La primera parada elige una playa. De arena negra, larga, anchísima y ventosa, el agua del lago Grey la peina constantemente con unos invitados también siempre presentes: los témpanos de hielo que se desprenden del glaciar que lleva el mismo nombre.

Su lengua, situada a más de 15 kilómetros de distancia, va soltando bloques inmensos de hielo de un azul brillante, congelado y efímero. Como si de terrones de azúcar se tratara, el hielo se disuelve sin remedio en las grises aguas del lago, en un espectáculo tan químico como poético.

Torres del Paine azules
Compara el tamaño de un témpano con el de un humano y verás lo pequeños que somos —sobre todo, en plena Patagonia—.

La parada en el lugar es también una invitación a epatarse, mirando al fondo y a la derecha del lago, con la parte más robusta del macizo Paine: el cerro Paine Grande. Son 2.845 metros de castillo pétreo coronado por nieves perpetuas —o eso esperamos— cuya escala intimida.

Un sendero de un par de kilómetros bordea la península boscosa que se forma justo en medio de la playa, y te permite abalanzarte sobre los témpanos de hielo para comprobar su magnitud de más cerca. Todo, entre el verde de unos coihues patagónicos que viven, desde hace siglos, desafiando al viento.

El bosque de coihues que rodea el sendero sobre el lago Grey.

🔵 El salto Grande

Avanzando entre praderas y baches la camioneta se detiene en punto estratégico donde se unen dos de los lagos ubicados en el parque, el lago Nordenskjöld y el lago Pehoé. Entre ellos, una cortina acuática de 10 metros de un turquesa cegador se desmorona para salvar el desnivel: el salto Grande.

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El salto Grande: más turquesa no se puede ser.

Su color parece imposible: el fondo negro de rocas sobre el que se desliza no da pie a tanta claridad. Sin embargo, la razón es clara: los glaciares de los que deriva el agua de los lagos desmenuzan la roca que se encuentran a su paso, y ese proceso genera un fino polvo que, a efectos cromáticos y jugando con la luz solar, acaba dando pie a un turquesa glaciar que impresiona.

Retrocediendo hacia la camioneta, la panorámica te obsequia con una de las mejores vistas corales de todo el macizo Paine, y la mejor de las oportunidades para diseccionar las tonalidades que le dan nombre —y las que trascienden el universo de los celestes y azules—. Porque, bajo el sol, la oscuridad de sus rocas devuelven un azul grisáceo intenso y duro, pero también blancos manchados, negros y todo un abanico de grises.

El macizo Paine y todos sus rincones, de frente.

A la derecha de la postal, el cerro Paine Grande —que ya habíamos visto desde el lago Grey—; a la izquierda, una formación más barroca todavía: los Cuernos del Paine. Cuernos que parecen diseñados por capas, casi a modo de tarta de cumpleaños.

Fijarse en cómo la luz de la primavera austral, filtrada por el cielo siempre cambiante, repercute sobre el macizo Paine y sus millones de ángulos es un espectáculo gratuito al que cualquier persona vidente podría someterse por infinitas horas. Un espectáculo al que, por desgracia, dos duros —y provocados— incendios en 2005 y 2011 le arrebataron el verde. Hoy, sin embargo, la vida resurge de nuevo en este rincón de Chile, y su vida vegetal y animal se asoma de nuevo para formar parte de esta estampa inolvidable.

En las Torres del Paine, el verde recobra su vida tras los incendios de 2005 y 2011.

🔵 El lago Pehoé

Siguiendo el curso descendiente del salto Grande, la visita nos detiene en el camping Pehoé. Directamente: no se me ocurre un lugar con mejores vistas para acampar, ni con un contraste cromático más impresionante. Dicen que los atardeceres, aquí, elevan la experiencia a una categoría sideral. Tendré que volver para comprobarlo con mis propios ojos.

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El Pehoé es un lago pseudocaribeño.

Volciendo al mediodía, el propio lago Pehoé y su turquesa electrizante te transportan a latitudes tan distantes como el más radiante Mediterráneo o un cayo del Caribe. Si no fuera porque el macizo Paine, amenazante y majestuoso, sigue plantado en medio de todas las miradas, pensaría que el agua que tengo bajo mis pies está a 30 grados.

Ante la belleza del enclave no es difícil comprender que no seamos los únicos presentes: no hay rastro alguno del anunciado puma, pero los tordos revolotean por todos lados, y en pleno pasto aparecen armadillos por aquí y por allá, campando a sus anchas. ¿Quién no lo haría?

Es también a orillas del lago Pehoé donde se divisan, por vez primera en el día, las propiamente llamadas Torres del Paine. Porque al cerro Paine Grande y a los Cuernos del Paine hay que sumarle al macizo el tercero —y quizás más conocido— de sus elementos notorios, tres monolitos completamente verticales de entre 2.200 y 2.900 metros que, desde mi posición, se asoman tras los susodichos cuernos.

Torres del Paine azules
Las Torres del Paine se asoman tras el extremo derecho de la nube presente en la imagen.

🔵 Avistando —ahora sí— las Torres del Paine

El paseo por los azules extraterrestres de este extremo de la Patagonia chilena llega a su fin, precisamente, acercándonos a las Torres del Paine. Un accidente geográfico que, además de dar nombre al parque nacional, es un icono patrio y cotidiano del imaginario chileno: hasta aparecen —guanaco mediante— en los billetes de mil pesos.

Mil pesos son hoy 1,13 euros.

La cascada del río Paine no es quizás el más azul de los elementos del lugar, pero sí uno de los escenarios desde donde, sin necesidad de acercarse en exceso, se pueden divisar mejor los tres famosos promontorios que nos ocupan. Juntos, desafían a la gravedad más que ninguna otra forma de las que conviven en el parque, como una peineta triple clavada sobre el Chile más extremo.

Por lo tanto, no: esta excursión de una jornada no te permite llegar hasta el emblemático mirador de las Torres del Paine, al que únicamente se puede acceder mediante una caminata de varias horas. Sin embargo, de alguna manera, te permite convertirte en una versión motorizada y contemporánea del baqueano Santiago Zamora, revoloteando una maravilla por la que vale la pena desviarse todos los centenares de kilómetros que sean necesarios.

Toca deshacer camino, y la camioneta se dirige de nuevo hacia Puerto Natales surcando las estepas doradas de esta región de la Patagonia chilena ya limítrofe con la inmensa Argentina. Es un preludio del paisaje que me tocará recorrer mañana para llegar a otra maravilla también —y por suerte— limítrofe: el glaciar Perito Moreno. 🔵

Torres del Paine azules

Las Torres del Paine en un día: información práctica

¿Cómo llegar?

  • Para visitar las Torres del Paine en un día la opción más eficiente es hacerlo mediante una excursión de jornada completa. Se puede contratar en cualquier hostel u hotel —o agencia de turismo, por supuesto— tanto de Puerto Natales como Punta Arenas, y siempre incluye la recogida en el propio establecimiento, todos los traslados y las explicaciones por parte de un guía local, pero no la entrada al propio parque nacional.

¿Cuánto cuesta?

  • Dependiendo de la agencia, los precios de la excursión —desde Puerto Natales—pueden costar entre 38.000 y 42.000 pesos chilenos (entre 43 y 48 euros, al cambio de 2022). Desde Punta Arenas, el costo es de entre 52.000 y 59.000 pesos chilenos (59 y 67 euros).
  • A esa cantidad hay que sumarle la entrada al parque nacional: 7.300 pesos chilenos (unos 8,25 euros) para los residentes en Chile y 35 dólares para los extranjeros.
  • Las excursiones de un día no incluyen el almuerzo, y es recomendable llevar bocadillos o tentempiés ya preparados desde Puerto Natales.

¿Cuánto dura la excursión?

  • Se parte de Puerto Natales sobre las 7h30 y se regresa en torno a las 18h30. Desde Punta Arenas, la paliza es considerable: se sale sobre las 5h00 y se vuelve cerca de las 22h00.



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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.

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