Guía de París para ‘bons vivants’: 7 planes más allá de los clichés


bon vivant​​, bonne vivante​​​:
adjectif et nom
— Qui est d’humeur joviale et facile, qui aime les plaisirs —

diccionario Le Petit Robert

El bon vivant (o la bonne vivante) se regocija con un buen trozo de queso y una copa de vino fragante. Admira la proporción perfecta (o imperfecta) de las esculturas, un jardín exquisitamente diseñado y tallado o los versos de una poesía errante. Siente, en suma, una inclinación por los deleites vitales y el disfrute sensorial como modo de circular por el mundo, más allá de los obstáculos que se le interpongan y sin importar su condición ni —creedme— su cartera.

El bon vivant, por supuesto, no puede sino amar París. En efecto, desde la Edad Media, la capital de Francia ha sido protagonista, catalizadora o altavoz de todos los movimientos, corrientes y acontecimientos que han modelado el hoy occidental, pero también —y ante todo— de todo aquello que lo que lo embellece, lo adereza y lo conduce, felizmente, hacia el hedonismo. Quizás por ello —qué casualidad— este precioso, rotundo y brillante palabro sea, justamente, francés; y quizás por ello París sea una urbe tan icónica, imitada y solicitada como a la vez sorprendente y efervescente.

No sabría decir si la gallina precede al huevo o viceversa; si la ‘ville lumière’ nació antes que los bons vivants y la inercia que destilan en ella, o si ambas cosas son las dos caras inseparables de la misma moneda. Tampoco sé si me importa demasiado, ciertamente. Lo que sí sé y sí me importa es que dejarme caer de nuevo por París después de casi dos décadas ha sido una fantástica bofetada de belleza y goce, y que tanto quien me acompaña como yo somos dos bons vivants irremediables.

Si también tú sospechas que eres una o uno de ellos, déjame que te lleve de paseo por París y comparta contigo algunas propuestas para —ojalá— inspirarte, dejando al margen los archiconocidos y maravillosos clichés parisinos de los que ya se ha dicho y escrito tanto.



París para flâneurs:

La Île Saint-Louis

Apenas ponga un pie en la vasta parte central de París, el bon vivant se topará con un ecosistema urbano proclive como pocos a la caminata y a la observación disfrutona. Pondremos luego el foco sobre algunos de los preciosérrimos y deslumbrantes elementos con los que se encontrará por los barrios parisinos —tiendecitas, cafeterías, museos, jardines, escaparates, fachadas, puertas, aparadores…—, pero vale la pena reivindicar antes la suma de todos ellos como conjunto estético: la calle parisina.

Tan sugerente es lo que supone pasear sin rumbo por ella que hasta un verbo —sí, otra palabra hiperespecífica— le dedica la lengua francesa: flâner. El bon vivant/flâneur, pues, quedará absorto por el mero hecho de dejarse llevar por las calles de París y, ya sea por los amplios bulevares que el barón Haussmann ordenó abrir por la ciudad en el siglo XIX como por las estrechas calles de Le Marais, poco importará el destino.

Las estrechas callejuelas de la Île Saint-Louis, una de las tres islas que flotan sobre el Sena en el corazón de París, me parecen de las más sublimes: por sus variopintos y diminutos comercios —desde queserías hasta casas de alfombras—, con sus aparadores de madera, impolutos y coloreados; por sus palacetes y mansardas, entre los que no deja de adivinarse la nueva aguja central de Notre Dame, en la vecina Île de la Cité; por su aire relajado y casi peatonal, a pesar de su centralidad indiscutible… Deambular por este pedacito de París es una delicia total, y de lo más democrático.



París para letraherid@s:

Un poker de librerías variopintas

De Sartre a Hemingway y de Cortázar a Baudelaire, París es para los literatos lo que Santiago de Compostela es para los peregrinos. La urbe, sus cafés y sus universidades no han sido desde siempre sino una prolífica fábrica de letras y, por supuesto, de librerías. En su paseo parisino, pues, el bon vivant no dejará de avistar estanterías rebosantes de libros, ni podrá contener las ganas de lanzarse sobre ellas. Y las hay, por supuesto, para todos los gustos.

Las hay nostálgicas, como la Librairie Jousseaume: escondida como una joyita tallada por el tiempo en el cofre de la Galerie Vivienne (4 rue des Petits-Champs), parece detenida en el pasado mientras espera que los curiosos lleguen a su recoleto oasis de postales, libros antiguos y obras modernas. Las hay noctámbulas, como L’Écume des Pages, en pleno boulevard Saint-Germain (en su número 174): el paraíso para los literatos que bordean la adicción, puesto que abre hasta la medianoche. Las hay creativas, como Artazart: una librería-galería exquisita dedicada al arte gráfico y la fotografía al borde del canal Saint Martin, o la del Palais de Tokyo: una de las librerías de arte más grandes de todo París, con 450 metros cuadrados de deslumbre librero. Y, evidentemente, las hay entrañables, como Ulysse: la que se dice ‘librería de viajes más antigua del planeta’, fundada en 1971 por Catherine Domain, quien sigue atendiéndola en plena Île Saint Louis tras haber dado dos vueltas al mundo.

La lista podría ser infinita, así que lo mejor será seguir deambulando por París para descubrir tantas como se quiera.



París para fans de la buena mesa:

De brasseries y épiceries

Bœuf bourguignon, Confit de pato, terrines de campagne, un universo exquisito y mastodóntico de quesos de leche de vaca, una panadería infartante, la bodega más amplia del planeta… La parisina es una mesa jugosísima, generosa, hedonista y bien atendida, y disfrutarla sin caer en la bancarrota es más que posible.

Toda una institución y una gran opción para probarla es la insigne brasserie —’cervecería’, que no ‘brasería’— Lipp (151 boulevard Saint-Germain): un local con solera que pregona «comida burguesa y tradicional». Con camareros de los de toda la vida y raciones generosas destila, además, bagaje: sus espejos, cerámicas, mesas y manteles rezuman la misma estética con la que se abrió la casa; esa tan París que tanto deslumbra.

Algo menos rimbombante pero igualmente cautivador es Les Pipos, en la preciosa placita de Jacqueline-de-Romilly. Un bar-à-vins perfectamente iluminado que huele a historia en pleno barrio de la Sorbonne, cuya barra de madera y sus mesas añejas son una invitación a entregarse al vino del mes, pedir un buen guiso y no parar de mojar pan.

Aquello de viajar tiene, sin embargo, que no puedes llevarte a tu ciudad de origen el París que no te dé tiempo a saborear in situ. Sin embargo, siempre nos quedarán las omnipresentes épiceries: tiendas donde encontrar todo tipo de géneros del terruño —embutidos, quesos, patés, vinos, confituras…— y donde todo está dispuesto con un buen gusto admirable. La rue Cler, una callejuela repleta de épiceries a escasos minutos de la torre Eiffel, es un gran y caminable ejemplo de lo que son estos establecimientos deliciosos. Y, para no quedarse sin opciones, un plato fuerte: La Grande Épicerie de Paris: dos plantas inmensas donde es imposible no querer llevárselo absolutamente todo.

¿Y para el bocado dulce? El bon vivant no tendrá tampoco problemas en París, por supuesto. Dos recomendaciones aquí, entre la pléyade de opciones existentes. Para los croissants y los pans au chocolat, Du Pain et des Idées (34 rue Yves Toudic, cerca del canal Saint Martin): una boulangerie que huele al mismísimo cielo desde 1875. Y, para hincarle el diente a los archiconocidos macarons —¿cómo no hacerlo, en París?—, Ladurée y sus varias sucursales.


París para caprichos@s:

La Samaritaine

Si de muchas cosas es referente y raíz París, hay una que viene fugaz al imaginario de cualquiera: el estilo, la clase. «Qué elegancia, la de Francia», y cuánta razón.

Y qué jugosa, la estela poderosa del lugar por antonomasia donde tocarla con los dedos: sus grandes almacenes. Cuentan que la primera tienda por departamentos surgió, justamente, en París. Fue Le Bon Marché Rive Gauche, que vio la luz en 1852, y desde entonces su modelo se reprodujo por la ciudad y el mundo como —en palabras de su impulsor, Aristide Bocicaut— «catedrales del comercio moderno ».

Desde entonces y hasta hoy, son archiconocidas las muchas y fastuosas galerías y grands magasins de París, pero una me llamó poderosamente la atención en este último periplo que le dediqué a la ciudad: la Samaritaine. Ubicada en plena rue de Rivoli, junto al Sena, es una síntesis fantástica de lo que son estos establecimientos: un continente superlativo, que impresiona nada más enfrentarse a él y al recorrerlo, y un contenido tan espectacular como variado y minuciosamente expuesto.

La Samaritaine está ubicada en un edificio de ensueño. Concebido bajo las influencias del Art Déco y del Art Nouveau, su fachada combina cerámica, cristal y hierro en un ejercicio precioso no exento de turbulencias: su aspecto actual es fruto de reforma que duró 16 años y costó 760 millones de euros. Sin embargo, qué delicia es hoy, y qué maravilla son los apliques y artes decorativas —lámparas, barandas, escaleras, esa cúpula…— que engalanan el interior de la Samaritaine: valen una visita por sí solos.



París para amig@s del arte:

Un viaje pictórico entre 1848 y 1960

En 1874, un cuadro en el que un anaranjado sol asoma sobre el puerto Le Havre acaba bautizando a un movimiento artístico disruptivo: el impresionismo. Monet y su ‘Impresión: sol naciente’ son el puntapié simbólico de una ruptura con las formas del pasado que abre la puerta a una nueva manera de pintar el mundo. París, cómo no, es el epicentro y escenario de ese momento clave, que acabará desembocando en un hervidero fascinante de renovación artística constante: las vanguardias.

Pues bien: lo maravilloso que París le deja hoy al bon vivant es que cualquier día en la capital de Francia puede convertirse en un viaje retrospectivo a aquellos días de esplendor pictórica y a las obras que, desde mediados del siglo XIX, vienen dándole forma a la historia del arte hasta hoy. Y, todo ello, sin recorrer más de dos kilómetros.

Por la mañana se puede iniciar el trayecto citándose con Monet, Renoir, Cézanne, Manet, Van Gogh, Renoir, Toulouse-Lautrec, Degas y Seurat —entre muchos otros— en la antigua estación de trenes de Orsay, frente al Sena. En este esplendoroso continente el viaje discurre entre dos fechas concretas: 1848 y 1914. Una vez franqueado ese año —y no sin haber oteado el horizonte parisino a través de los grandes relojes del piso superior—, es hora de cambiar de ribera y seguir viendo mundo en otro edifico sin parangón: el Centre Pompidou. Allí, Picasso, Modigliani, Kandinsky, Chagall, Miró o Matisse toman el relevo, paseándonos por las obras clave de movimientos como el fauvismo, el cubismo o el expresionismo realizadas entre 1905 y 1960.

«Qué brutalidad», puede que se diga el bon vivant tras tal avalancha de obras maestras. Pero aún queda una parada adicional y definitiva en este periplo: la terraza del Pompidou, a la que se sube incluso sin tener entrada para el museo. Regala una panorámica de París como pocas, y una oportunidad fantástica para enamorarse aún un poco más de esta ciudad inigualable.



París para noctámbul@s:

Le Marais

Al margen y abrigo de los megalómanos bulevares y avenidas de otros sectores de París, el barrio de Le Marais guarda una escala más humana que otras partes de la ciudad manteniendo, bien sûr, el color y sabor radiantes de la ‘ville lumière’. Unos reclamos, por cierto, que adquieren un extra de apetecibilidad cuando cae el sol, porque Le Marais es un barrio bien noctámbulo.

Hay que ubicarlo al este del Pompidou y sobre el Sena, en la Rive Droite, y dejarse llevar por sus callejuelas. Es un entramado laberíntico y acogedor que, más allá de idóneo para la noche y sus ajetreos, esconde varias curiosidades: es de los pocos barrios de la ciudad en los que aún predominan los edificios previos a la Revolución Francesa, y sus rincones han acogido tradicionalmente a la comunidad judía de París.

Una cena en Les Philosophes y una o varias copas en el bar-librería-biblioteca La Belle Hortense son un plan completamente à la parisienne más que gozable. ¿Otra opción? Los bares y terrazas que rodean la Square du Temple y el mercado des Enfants Rouges. En cualquier caso, de nuevo, el mensaje es sencillo: piérdete y ganarás.



París para amantes de la botánica

Jardin des Plantes | Jardin du Luxembourg

No menos placentero que disfrutar de la noche de París es dejarse caer por alguno de los muchos jardines que atesora y mima hasta límites casi obscenos. Cuenta con la colaboración inestimable de su clima cambiante y lluvioso, que mantiene al verde fresco, sí; pero no hay que desmerecer la maestría francesa en materia de jardines. Es asombrosa.

Uno de sus exponentes más disfrutables es el Jardin du Luxembourg, que hoy rodea al edificio del Senado. Ocupando el lugar desde el siglo III, no fue hasta el XVII cuando María de Médici impulsó lo que es hoy: un tremendo y minuciosamente distribuido pulmón verde para París.

¿Sabías que en sus recovecos hay una réplica —reducida— de la Estatua de la Libertad? ¿O que se pueden alquilar veleros vintage en miniatura para hacerlos navegar por el Grand Bassin? Son algunos de los descubrimientos que implica recorrerlo; algo tan accesible como agradable.

No demasiado lejos de allí queda la última —y también vegetal— parada de este paseo parisino para bons vivants: el enorme Jardin des Plantes. Creado en 1626 como huerto de plantas medicinales para el rey de Francia, sigue manteniendo su rol balsámico: pasearse por él reconforta.

En su geometría perfecta, es un jardín que respira. A medida que avanza el año, sus innumerables variedades de plantas —acordemente etiquetadas para que el visitante sepa qué tiene delante— cambian. Crecen, florecen y se marchitan algunas, a medida que otras entran en su período de gracia. En su rueda imparable, siempre tiene algo nuevo para mostrar, para ser observado y degustado. Algo así como la vida misma, y algo así como París: no importa en qué estación llegue uno a esta urbe, siempre la encontrará espléndida. Y, por supuesto, siempre querrá volver. 🔵

🗺️ París




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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.

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