Hay edificios artificialmente insertados en una ciudad a la que obvian, que quieren ser intocables y quedar eternamente ajenos al ritmo de la calle para, como mucho, recibir miradas. La Ópera de Oslo es todo —absolutamente todo— lo contrario: emerge del mar como una continuación arquitectónica de la naturaleza fría y escultural de Escandinavia, y está diseñada para que pueda recibir miradas, sí, pero, ante todo… tocarla y jugar con ella.

Un edificio sobre el que vagar libremente
Porque en Noruega —como en Finlandia—, lejos del amor por el celo y las prohibiciones que profesamos por el sur de Europa, existe el derecho a vagar libremente por todos los terrenos y espacios, aunque sean privados. El llamado allemannsretten parte de una premisa preciosa: los ciudadanos serán respetuosos.
Y en la naturaleza nórdica, el derecho a vagar libremente y su premisa preciosa se basó el estudio arquitectónico Snøhetta a la hora de concebir la Ópera de Oslo.

Como un iceberg inmenso que navega a la deriva buscando puerto, el edificio fue plantado en pleno fiordo de Oslo y anclado al frente marítimo de la ciudad con una idea clara: que se fusionara con la urbe y permitiera a osloenses y foráneos circular tanto alrededor como por encima de él, por sus cubiertas y rampas.
Un edificio para jugar con él
30.000 piezas de mármol tan blanco como liso, esculpidas una a una por Kristian Blystad, Kalle Grude y Jorunn Sannes, tienen la culpa de que el esqueleto de la Ópera de Oslo sea brillante, icónico y caminable.
Pero no solo para ser transitado sirve el esqueleto del edificio, sino también para ser usado como plaza, como punto de encuentro e incluso como parque infantil.

Y, efectivamente, como mirador privilegiado de la capital de Noruega, porque está situado en un punto estratégico tan cercano a la la Estación Central o la Catedral del Salvador como enfrentado al archipiélago de Oslo. La silueta sinuosa del fiordo en el que se encuentra el edificio, que recorta un skyline urbano y natural a la vez, regala un atardecer heterogéneo y animado donde no paran de divisarse cruceros y gaviotas. Y la forma también sinuosa de las azoteas de la Ópera de Oslo, que parecen no dejar nunca de entrelazarse, te deja jugar con las luces y las vistas de la ciudad a tu voluntad mientras el crepúsculo se intensifica.

Cuando cae la noche, la luz del interior gana peso respecto a la de fuera. Y sí: también se puede vagar libremente por el vestíbulo de la Ópera de Oslo, y también vale la pena hacerlo. No es gratis, por desgracia, acceder al auditorio principal, que alberga una peculiaridad notable: la lámpara central está compuesta por leds que simulan, al encenderse, una luna llena.

Se mira, se toca, se trepa y cambió un barrio
Ocho años (2000-2008) tardó en ser construida la Ópera de Oslo en un frente costero que, pese a su centralidad, estaba poblado por industrias, muelles y almacenes. Y si el edificio que nos ocupa es icónico por su belleza y su trepabilidad, también lo es porque significó el inicio de la recuperación del barrio de Bjørvika, donde hoy también destacan el nuevo Museo Munch o el proyecto Barcode —aún en construcción cuando visité la ciudad en 2011—.

Como te contaba, el fiordo de Oslo es sinuoso. Y eso es motivo de alegría si —como a uno—, te gusta deambular por cualquier trama urbana, porque a medida que recorras las bahías que lo conforman, verás como los ángulos de la Ópera de Oslo van mutando tanto como lo hace el barrio que lo acoge. Y en un país donde todo tiene precios prohibitivos, la oportunidad de disfrutar sin costo de una construcción tan agradecida por todos sus costados sabe el doble de bien. 🔴
Fotografías propias, cuando no se indica lo contrario.
Imagen de portada de Thor Edvardsen en Flick, bajo licencia CC BY NC-ND 2.0.