Impactante, milenaria y vivísima: Jerusalén en seis escenas únicas


Hay ciudades que cumplen su rol primigenio —congregar personas que cubren y desarrollan sus necesidades personales y sociales básicas—, y luego está Jerusalén. La sagrada, disputada e incomparable Jerusalén. Una ciudad, o varias, o mucho más que todo eso junto.

Llegando desde Tel Aviv, fresca y joven, Jerusalén equivale a entrar en otra dimensión. Es una urbe que obnubila, que impacta, que deja casi sin habla. Navegarla es quedar asombrado sin pausa, toparse con una profundidad —histórica, religiosa, cultural— que abruma y parece por momentos inabordable.

Yerushaláyim en hebreo; al-Quds en árabe. Tierra de nadie y de todos, poblada y disputada desde que el mundo es mundo. Y hoy, pese a la aparente fragilidad que uno puede presuponerle, vivísima y enérgica. Escenario de una pléyade de cotidianidades rebosantes de dinamismo que, en el punto del mapa sacro y complejo que ocupan, discurren solapadamente con una naturalidad pasmosa.

Escenas únicas que definen a una ciudad extraordinaria, y que ahora inspiran estas seis viñetas —y, ojalá, desde vuestra pantalla, un viaje virtual—.

1 | David Street, Suq el-Bazaar Road o cómo empezar a quedar anonadado con la Ciudad Vieja

En la minúscula y densísima Ciudad Vieja de Jerusalén hay cuatro barrios: el musulmán, el judío, el cristiano y el armenio. Cada uno de ellos con su propio ritmo, su propia idiosincrasia, su propio sabor y su propia parcela. Cuatro microcosmos resguardados por las murallas jerosolimitanas y sus ocho puertas, un enjambre de edificios e historias amontonadas desde hace siglos en un kilómetro cuadrado santo e irrenunciable para todos ellos.

En ese terreno laberíntico y milenario, el concepto de calle es difuso como la niebla. Sin embargo, una de ellas actúa, meritoriamente, como vertebradora mestiza, haciendo de bisagra entre los barrios con los que limita —todos excepto el Cristiano—, y sirviendo de pasarela para quienes tienen su hogar en la Ciudad Vieja o deciden sumergirse en ella.

Es David Street —o, en alguno de sus tramos, Suq el-Bazaar Road—. A lo largo de ella nos dejamos deslizar tras entrar a la Ciudad Vieja por vez primera a través de la puerta de Jaffa. Son ya las siete de la noche y, bajo la luz de la luna, el ritmo vertiginoso que el comercio le imprime a esta vía empieza ya a atenuarse. Lo cual no impide que la calle, semivacía, nos ofrezca un preludio absorbente del epicentro de Jerusalén. Y que inicie su embrujo en ese preciso momento, escalón tras escalón, puerta tras puerta, tienda tras tienda.

Vehementes vendedores árabes, apresurados judíos ortodoxos, turistas rezagados. Telas relucientes, kipás de todos los colores, crucifijos, candelabros, piezas de cuero, mezquitas minúsculas, puestos de zumo de granada. Todo converge en este hilo de tierra visualmente apabullante y adictivo que conecta tanto como separa, del que decidimos salir antes de que se nos haga tarde dispuestos a redescubrirlo, con más tiempo y mayor profusión, bajo su capa diurna.

2 | Mahane Yehuda: la Jerusalén mundana y multicolor

Ciudad vieja – ciudad nueva; ciudad religiosa – ciudad secular; ciudad israelí/judía – ciudad palestina/árabe. Con diversos grados de superposición y límites a veces borrosos, las distintas y combinables dualidades de Jerusalén se revelan recurrentemente mientras intentas descifrarla. Pero lejos de ser eso lo único que la define, los 3000 años de historia y tránsitos que le han dado forma también han dejado lugar para los rangos intermedios y la fluidez de los intercambios.

El mercado de Mahane Yehuda es un buen ejemplo de ello. Fundado a finales del siglo XIX, cuando la ciudad se expandía más allá de las murallas, es hoy uno de los centros neurálgicos de la parte occidental de Jerusalén. De día, es el centro comercial de la urbe; de noche, el núcleo de su gastronomía y su ajetreo. En sus dos versiones, el mestizaje y la mezcolanza de tradiciones y herencias le da color y sabor, más allá de barreras y conflictos.

En Mahane Yehuda y sus alrededores te puedes encontrar restaurantes libaneses y sirios, locales de empanadas rioplatenses y bares de sabich —uno de los bocados con pan de pita más populares de la cocina surgida en Israel—. Desde tiendas de halva —una especie de turrón de sésamo— hasta vitrinas repletas de baklava, pasando por dulces de tradición askenazí, hijos de los judíos que llegaron a Jerusalén desde el centro de Europa. Todo ello mientras los altavoces de los puestos hacen sonar a todo trapo música mizrají, tejida con los sonidos que trajeron las comunidades judías originarias del norte de África y Oriente Medio.

Si bien las identidades son un tema capital y espinoso en Jerusalén, nada como la comida y sus rituales para compaginar lo mejor de todas las que aquí tienen, de algún modo, presencia. Sirva de ejemplo tan inesperado como feliz el restaurante Ishtabach, lugar de nuestras dos cenas jerosolimitanas: ni esperábamos comida kurda en Jersualén, ni habíamos escuchado jamás hablar del shamburak, una especie de empanada abierta que bien valdría, por sí sola, un viaje hasta esta ciudad.

3 | Las primeras (y sagradas) luces

Nuestro segundo día en la ciudad empieza bajo un cielo azul que, a estas latitudes, irradia una luz brillantísima pese a ser diciembre —y pese a ser solo las 6 y poco—. En Jerusalén, madrugar equivale a disponer de la Ciudad Vieja casi en exclusividad, y a tamaño escenario no se le puede rechazar una invitación semejante.

En apenas media hora nos plantamos, como medio día atrás, frente a la puerta de Jaffa, y de nuevo incursionamos en David Street. Esta vez, únicamente acompañados por la quietud de las milenarias piedras que, como si fueran un uniforme, colorean homogéneamente toda la ciudad —y en especial su parte más añeja—, y por un sol que las sumerge en su primer baño de la jornada, filtrándose con destreza.

Todas las puertas que anoche, abiertas de par en par, exhibían jaleo y mercancías están ahora cerradas, mostrándose como protagonistas del lugar y dejando a la vista un arcoíris de verdes, ocres y celestes que ayer nos era invisible. Un universo de fachadas, arcos, cornisas, ventanas, molduras y pasadizos imperceptibles bajo la oscuridad nocturna se despliega ante nosotros y para nosotros en la incipiente mañana, configurando una escena sublime que parece irreal.

Un giro a la derecha nos hace salir de David Street para adentrarnos en el barrio judío, donde pronto se empieza a distinguir un rumor, vago y perdido, a lo lejos. De repente, los callejones estrechos se ensanchan, y aparece —control de seguridad mediante—, impasible y recostado, el lugar más sagrado del judaísmo: el Muro de las Lamentaciones.

Con la kipá de rigor me acerco a él mientras decenas de hombres y niños oran y leen la Torá sin pausa —las mujeres lo hacen en otro segmento del muro—. La carga del lugar es innegable y ancestral: desde que los romanos lo dejaran en pie tras destruir el Segundo Templo de Jerusalén en el año 70 y provocar la dispersión del pueblo hebreo, los judíos han venerado y anhelado este trascendental rincón de la ciudad sin pausa. Tanto como los musulmanes veneran y anhelan la porción de tierra que discurre inmediatamente sobre el muro, hacia la que nos dirigimos por una pasarela de madera elevada.

4 | Gatos tránsfugas (sin ellos saberlo)

En 1947, Naciones Unidas propone un plan para resolver el conflicto entre judíos y árabes en la región de Palestina: un estado judío, otro árabe y un estatus internacional para Jerusalén. Las partes implicadas, en desacuerdo con tal repartición, se enzarzan en 1948 en una disputa armada que condena al plan al aborto antes de ver la luz y cuyos ecos, de paso, parten en dos Jerusalén: la Ciudad Vieja y el Este de la ciudad quedan bajo control jordano, y el Oeste bajo administración del nuevo estado de Israel.

Sin embargo, veinte años después, la Guerra de los Seis Días le añadió más complejidad a la cuestión. El ejército israelí conquistó la totalidad del municipio de Jerusalén, haciendo retroceder a la administración jordana. Hoy, pues, y desde 1967, la Ciudad Vieja y el Este de Jerusalén son, técnicamente, territorios controlados por Israel sin que una frontera internacional consolidada así lo avale.

Ese hecho, no obstante, no parece importarles un comino a los felinos que, tan ajenos a la geopolítica como empoderados, parecen haberse adueñado de esta disputada y compartida parcela. Uno de ellos, imperturbable, tomaba el sol sobre esa suerte de puente levadizo que conduce desde el Muro de las Lamentaciones hasta la Explanada de las Mezquitas, y que ejerce de único —y vigilado— acceso al lugar para los no-musulmanes.

Una vez arriba, se llega al espacio más amplio de la Ciudad Vieja, una especie de oasis para la vista en medio de tanta sobresaturación de materiales y superficies. Son cerca de las nueve, y los fieles aún no han llegado a rezar a la mezquita de Al-Aqsa, ni hay demasiada gente circundando el edificio más icónico y rotundamente imponente de Jerusalén: la Cúpula de la Roca.

Su cubierta, reluciente y dorada, robusta y preciosa, resguarda un significado esencial para dos de las grandes religiones del planeta: para la tradición judía, marca el punto donde se creó el mundo —punto que, hasta el año 70, formaba parte del Templo de Jerusalén—; para el islam, es aquí donde Mahoma inició su viaje al cielo para encontrarse con Alá, en el 621.

Curiosamente, desde 1967 rige un acuerdo sobre esta explanada: está gestionada por la comunidad musulmana de Jerusalén —siendo el islam el único culto permitido en su superficie—, pero controlada por la seguridad israelí.

Si no tuviese la capacidad de oír, leer e intentar comprender el laberinto de simbolismos religiosos, complejidades territoriales y vaivenes históricos que este punto de la Tierra concentra y manifiesta, solo vería un espacio impresionantemente bello, azulejos brillantes e hipnóticos, estructuras formidables, un cielo radiante.

Quizás entonces sería algo así como un gato, y quizás por ello elegiría sin dudar este recoveco bendito de Jerusalén para holgazanear. Pero soy una persona, y no profeso la fe islámica. A partir de las 10, la explanada se vuelve solo accesible para los musulmanes, y es hora de abandonarla por la exquisita Puerta del Algodón para ir a desayunar hummus al mejor garito del barrio musulmán: Abu Sukri.

5 | La maquinaria cotidiana de los barrios de la Ciudad Vieja

A media mañana —y tras nuestro hummus de rigor—, los barrios de la Ciudad Vieja ya han puesto en marcha su maquinaria cotidiana. Perderse callejeando mientras saltas de uno a otro es tan fácil como delicioso, y la constatación de que en este minúsculo microcosmos cohabitan dinámicas tan cercanas en el espacio como alejadas en la práctica.

En el barrio musulmán, un trajín fragante frente a la Puerta de Damasco reúne a mujeres que compran de todo un poco, hombres que venden desde ropa interior hasta dátiles y carros motorizados que se abren paso entre la multitud, de manera milagrosa y sutil.

En el barrio cristiano, los talleres de los artesanos funcionan en silencio, imágenes de la virgen María custodian las esquinas y todos los caminos y callejones acaban llevando hasta su centro espiritual: la iglesia del Santo Sepulcro.

Allí, cuentan, Jesús fue crucificado, y miles de peregrinos de todo el planeta cruzan el mapamundi para ver con sus propios ojos el templo. Mientras esperamos para entrar en él, otra ración de la increíble amalgama cultural que es la Ciudad Vieja jerosolimitana: desde el minarete de la contigua mezquita de Omar se oye el adhan, la llamada a la oración del mediodía.

¿Y en el barrio armenio? A ciencia cierta, en el barrio armenio nadie sabe qué ocurre: es una ciudad amurallada dentro de la propia Ciudad Vieja. En torno al monasterio de Santiago —núcleo de la fortaleza— se aglomeran las instituciones eclesiásticas del Patriarcado Armenio de Jerusalén, hijas de los monjes armenios que, desde el siglo IV, residen en Tierra Santa. Hoy, unos 2000 armenios —nos dicen— residen discreta y endogámicamente en las viviendas del barrio, cercados al margen de lo que sucede a su alrededor.

6 | El Monte de los Olivos: el asombro con perspectiva

En el monte de los Olivos, las raciones de “lugares sagrados” —frente a los cuales gente de todo el planeta se emociona hasta límites inusitados— siguen plantándose ante uno en una densidad similar a la de la Ciudad Vieja: “aquí rezó Jesús en su última noche, frente al olivo más antiguo del mundo”, “aquí está enterrada la virgen María”, “sobre este terreno se alzará el puente de los siete arcos al final de los días, por el que solo pasarán los justos”.

Sea todo ello verdad o no tanta, lo cierto es que también en este montículo —aunque con una cara más vegetal y dispersa— se sucede una concentración elevadísima de rincones estéticamente impactantes y, a la vez, dotados de una profundidad que abruma. Rincones que, durante nuestro paseo bajo el incipiente atardecer jerosolimitano, toman un brillo árido, vermelloso e hipnótico.

A los pies del monte, en el valle de Cedrón, se revela uno de los más singulares: es una Petra en miniatura. Es lo que conforman, desde hace más de veinte siglos, las tumbas de Benei Hezir y de Zacarías, que fueron talladas directamente en la roca para alojar —supuestamente— a personajes que ya aparecen mencionados en los textos sagrados.

Sobre ellas, un mar de tres milenios de antigüedad y 150.000 tumbas minuciosamente desperdigadas conforman el Cementerio Judío del Monte de los Olivos, el más sagrado del judaísmo. Es impresionante lo extenso y antiguo que es, y su poder magnético: en él hay enterrados fieles de todos los puntos del mapa, quienes quizás han ahorrado durante toda la vida para reposar hasta el infinito frente al antiguo Templo de Jerusalén.

Subir al propio monte es un ejercicio exigente, pero la recompensa es un colofón inmejorable y mareantemente bello para culminar cualquier visita a esta ciudad tres veces santa.

Durante el trayecto, al fondo, las casas de los barrios palestinos de Ras al-Amud se amontonan sobre las colinas configurando otro amasijo apabullante de piezas de piedra, en este caso tan vivas como ajenas al extremo opuesto de Jerusalén.

Y, tras varios repechos y curvas, una vista extraordinaria y deslumbrante: todas las diversas y añejas capas que conforman la ciudad se entrelazan y solapan, con el faro dorado de la Cúpula de la Roca en el centro. ¿Puede caber en apenas un vistazo tanta, tantísima complejidad? Este balcón único e irrepetible ofrece, justamente, un retrato sosegado y desde la distancia de siglos y siglos de intercambios y paradojas, de credos superpuestos, de anhelos y disputas infinitas. Una imagen que, tomada como epílogo de Jerusalén, se graba a fuego en la retina para —como la propia ciudad— quedarse en ella para la eternidad. 🟡


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Sobre quien escribe

Hola, soy Sergio, el viajero curioso empedernido que está detrás de Singularia. Entre otras cosas, durante mis 33 años he dado vueltas por una treintena larga de países, vivido en dos continentes, estudiado seis lenguas, plantado algún que otro árbol, escrito dos libros y trabajado en Naciones Unidas. Hoy tengo el campamento base plantado en Barcelona, de donde soy, y me dedico a la comunicación y a la consultoría estratégica.

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